El siguiente mensajero confirmó la intuición de Alfonso: uno de los ejércitos sarracenos, el de menor rango, había tomado el camino de Astorga hacia Lugo, lo cual nos obligaba a prescindir de nuestras tropas en aquella región. El otro ejército moro permanecía en Astorga recibiendo continuas incorporaciones. La última, la división de caballería de Sidonia al mando de un famoso caudillo llamado Farach Ibn Kinana. Y el jefe de toda aquella hueste sarracena era, en efecto, Abd al-Karim ibn Mugait, el hermano del difunto Abd al-Malik cuyas botas yo calzaba.
Ya mediaba septiembre cuando nuestros hombres en anubda nos anunciaron la ofensiva: la caballería mora abandonaba Astorga y se dirigía hacia los montes de las Babias, es decir, hacia nosotros. Eran no menos de diez mil jinetes. Alfonso dio orden de evacuar las praderas: ni un solo paisano debía quedar expuesto al enemigo; todos deberían refugiarse en los montes. Eso nos permitiría combatir sin preocuparnos por la suerte de los campesinos y, por otra parte, despejaría el campo de obstáculos.
El 18 de septiembre, con el sol ya en lo alto, vimos a la hueste mora salir de los montes de Omaña. La muchedumbre sarracena se abalanzó sobre nosotros como un ciclón. Primero era una nube de polvo. Después una nube de gritos. Luego una masa compacta de caballos al galope. Al fin pudimos ver los rostros de los jinetes moros, la división de Sidonia, envuelta en túnicas negras y agitando lanzas y cimitarras. Era nuestro turno.
El rey Alfonso sabía bien qué hacer. Todas las trompas y todos los cuernos de la hueste cristiana sonaron al tiempo para amedrentar al enemigo. Nuestra caballería más pesada, fuertes y corpulentos animales montados por hombres protegidos con corazas y armados con gruesas lanzas, cargó en frente cerrado contra el centro del ataque musulmán. Gadaxara cabalgaba en cabeza. El choque levantó un trueno en el valle.
Gritos de hombres, relinchos de caballos, lamentos de heridos, estruendo de armas golpeando entre sí. Los moros, como siempre, trataron de mover sus alas para envolver a la vanguardia cristiana, pero Alfonso conocía ese truco y no les dio opción: cohortes de peones protegidas por caballeros salieron rápidamente desde nuestros flancos y detuvieron la maniobra enemiga. Yo formaba en el ala derecha, la que daba a Cabrillanes. El movimiento tuvo éxito. Centenares de jinetes moros acabaron en tierra, defendiéndose como podían de nuestra acometida. El combate quedó trabado. El grupo del centro, siempre bajo el mando de Gadaxara, había detenido la carga mora y ahora nuestros jinetes intentaban forzarles a la retirada. En las alas nuestros peones llevaban mucha muerte a los sarracenos. Yo intenté progresar con algunos hombres hacia nuestra izquierda, para envolver a los musulmanes. Hubo un momento en que vi la victoria al alcance de la mano. Pero Abd al-Karim no había dicho su última palabra.
Cuando más cerca veíamos el triunfo, una nueva nube apareció de entre los montes de Omaña. Eran los refuerzos de los moros. El general de Córdoba había estado aguardando a que llegara el momento oportuno. Cuando vio que su vanguardia flaqueaba, ordenó que la retaguardia, con él mismo al frente, acudiera en su socorro. ¡Y esta era tan numerosa como la primera oleada de combatientes! Estábamos perdidos.
El rey Alfonso reaccionó con rapidez y dispuso que los cuernos tocaran retirada. Era muy importante replegarse con orden: no hay nada tan letal como una fuga en desbandada. Una parte de nuestro contingente se replegó por el camino de la Mesa hacia Oviedo. El grueso de las tropas, con el rey a la cabeza, tomó la ruta que lleva al puerto de Ventana. Era una buena elección: ese camino es tan accidentado, tan lleno de rampas y curvas, que la velocidad de los caballos moros quedaba anulada por el terreno. Nuestra hueste había sido bien adiestrada. Mesnada tras mesnada, sin excepción, todos los combatientes de la cruz fueron ganando ordenadamente el camino de la Ventana. Yo también.
En otras circunstancias, unos años atrás, la retirada habría resuelto la jornada: los atacantes permanecerían saqueando el campo y los vencidos habrían podido salvar al menos la vida. Pero esta vez todo era diferente. Esta vez los moros no buscaban saquear los campos. Esta vez los ejércitos de Córdoba querían la cabeza del rey. Y así las tropas de Abd al-Karim se lanzaron en persecución por la vertiginosa senda de la Ventana, obligándonos a forzar la marcha para eludir su golpe letal. La batalla estaba lejos de haber terminado.
El rey había dado órdenes muy concretas para prevenir esta contingencia. El grueso de la tropa debía encontrarse a la salida del camino, en el paraje de Morcín, dispuesto para formar una línea defensiva que detuviera el avance moro y por lo menos pudiera salvar Oviedo, la capital. En aquel punto debían encontrarse Gadaxara y Alfonso con el grueso de las tropas, pero también con el otro grupo, el que se había replegado por la calzada de la Mesa. Y si nada había fallado, igualmente tenía que aparecer el contingente desplazado en oriente y que a estas horas ya debía de hallarse cerca de Oviedo. Aún era posible cambiar el curso de las cosas.
En la retirada, Gadaxara me dio una orden: retrasar lo más posible la marcha de los moros. Eso significaba cubrir la ruta de obstáculos, tantos y tan sólidos como pudiéramos encontrar, de modo que los nuestros tuvieran más tiempo para reorganizarse. Hicimos cuanto pudimos: troncos, rocas, trampas, matas ardiendo, incluso los cadáveres de los caballos que encontrábamos… todo valía para conseguir nuestro propósito. La persecución fue angustiosa; el trecho que nos separaba del moro era tan corto, que no pocas veces podíamos ver el rostro de nuestros enemigos mientras, a toda prisa, levantábamos una barrera: Perdí una docena de hombres en el empeño, alcanzados por las flechas sarracenas. Cuando logramos llegar al campo donde se había reunido la tropa, horas después, a orillas del Quirós, los moros venían pisándonos los talones. Misión cumplida. Pero nada salió bien.
El grupo que debía llegar desde la calzada de la Mesa no apareció. Más tarde nos enteraríamos de que, extraviado, acabó saliendo a Oviedo por otro lugar. Tampoco apareció el contingente de refuerzo que esperábamos, aquel inicialmente desplegado en Álava y las Bardulias. De manera que el rey Alfonso se encontró con una hueste muy reducida, de apenas tres mil hombres, frente a una fuerza muy superior. Era preciso improvisar. Algo que Alfonso detestaba.
Creo que en aquel momento debió de venir a la mente del rey el ajedrez que nos regaló Sisnando. El hecho es que, mortalmente acosado en el tablero, el rey decidió sacrificar a un caballo. Era Gadaxara. El rey miró a mi jefe y le dijo:
—Solo tenemos una oportunidad: que nuestras huestes retengan aquí a los moros. Nuestra fuerza es muy inferior. Hacen falta guerreros de primer orden. Gadaxara, tú eres el mejor guerrero que conozco. Yo…
—Os juré fidelidad hasta la entrega de mi vida, mi señor —interrumpió mi jefe—. Si ha llegado el momento supremo, sabré vender cara mi piel.
—Tendrás que aguantar todo lo que puedas. Aquí, en este tramo del Quirós, hay un paraje estrecho que puede facilitaros la defensa.
—Señor —se impacientó Gadaxara—, me colocaré donde decís y taparé la entrada de los moros. Ahora, ¡escapad!
—¿Cuántos hombres necesitas? —insistió el rey—. Tengo tres mil a tu disposición.
—Esos tres mil, señor, os harán falta más adelante si nosotros fallamos aquí. Además, para un paraje tan estrecho no necesito tantos: no podría moverlos. Dadme trescientos. Con ellos cargaré contra el enemigo y retrasaré su marcha. Si quieren pasar, tendrán que hacerlo por encima de trescientos guerreros de Asturias.
El rey abrazó a Gadaxara y se marchó. Yo también abracé a mi jefe.
—Quiero quedarme contigo —le dije.
—¡Ni hablar! —bramó él—. Harán falta más líneas de defensa. ¡Marcha ya con el rey! ¡Y que Dios os acompañe!
El resto de la hueste cruzó el río. Yo, junto al rey. Alfonso se resistía a dejar el lugar. Algo en su interior le impedía abandonar a Gadaxara a su suerte. Prefirió permanecer al otro lado del río, en las alturas de las Agüeras.
—Mantengámonos aquí —me dijo—. Quizá sea posible intervenir en algún momento, ayudar a Gadaxara y frenar a los sarracenos.
Al poco apareció la muchedumbre mora. El rey esperaba que la línea de Gadaxara resistiera el tiempo suficiente para trabar las líneas enemigas. En ese momento podríamos cargar con expectativas de éxito. Pero no hubo la menor oportunidad: Abd al-Karim estaba atacando con todo lo que tenía. En pocos minutos la oleada enemiga se tragó a Gadaxara y sus caballeros.
Con angustia vimos cómo la hueste de Gadaxara quedaba inmediatamente rodeada por millares de jinetes musulmanes. Enardecidos por la llamada a la guerra santa, los moros no habían perdido ni un minuto en saquear campos, como otras veces hicieron. Esta vez su botín no cabía en las alforjas, sino que se hallaba en su paraíso, al otro lado de la vida, y para conquistarlo debían sacrificar cualquier ambición en pos de un único objetivo: dar caza a nuestro rey.
El rostro de Alfonso exudó un sufrimiento sin límites cuando vio desaparecer la figura de Gadaxara en una nube de polvo y sangre y muerte. Aquel hombre, mi jefe, había sido colocado junto al rey cuando Alfonso era todavía un mozuelo; después sirvió a otros señores, pero él fue quien, después del fracaso de Bermudo, acudió a buscar al rey a su exilio de Álava. Desde entonces le había servido con una fidelidad inquebrantable. Y ahora Gadaxara, después de casi medio siglo de existencia, perecía haciendo honor a su juramento de fidelidad. Entraría en el cielo con un lugar destacado junto al Señor de los Ejércitos. Alfonso dio orden de escapar de allí.
A toda prisa descendimos en dirección a Oviedo. Por Argame cruzamos las aguas del río Caudal, que van a dar en el Nalón. No lejos de allí, en un paraje boscoso que llamaban el Soto, bien guarnecido por los tajos naturales que en el suelo trazan los ríos, Alfonso había mandado edificar un castillo. Era uno de los puntos fuertes que habíamos avituallado a conciencia durante el invierno. Ese sería nuestro siguiente punto de defensa. «Después del caballo, la torre», pensé siguiendo las jugadas del ajedrez.
Nuestras fuerzas iban mermando. Por fortuna tuvimos noticias de que el grupo que se había retirado por la calzada de la Mesa ya estaba cerca de Oviedo. También supimos que el contingente desplazado al este por fin llegaba a las cercanías de la capital. La hueste mora seguía siendo más numerosa y fuerte, pero, si conseguíamos aguantar el tiempo necesario, quizá pudiéramos darle batalla con todas nuestras tropas reunidas. Para eso había que resistir en el castillo del Soto. Esa era ahora nuestra misión.
El propio Alfonso se instaló en la fortaleza y organizó la defensa. Dos líneas sucesivas de guerreros de Asturias, desplegadas delante del castillo, frenarían al invasor. Dentro de los muros, un tercer grupo permanecería dispuesto a entrar en combate para reforzar la defensa. Si la presión enemiga se hacía insostenible, entonces las líneas adelantadas retrocederían buscando la protección del castillo. A mí se me encomendó permanecer en la segunda línea, sobre el campo. Yo no podía apartar de mi cabeza la noción de que aquel hombre al que nos enfrentábamos, Abd al-Karim, era el general que había castigado con fiereza los muros de Gerona y Narbona. Ahora no traía máquinas de asedio, pero tampoco nuestros muros eran como los de las ciudades de los francos.
Me aterró ver que el general moro, una vez más, cargaba con todo lo que tenía. Aunque sus pérdidas habían sido sensibles, la hueste sarracena seguía empleando hasta el último hombre y su número resultaba muy superior al nuestro. Sin duda le habían prometido algo muy grande si conseguía capturar al rey. Esa expectativa debía de unirse en su espíritu al afán de venganza por la muerte de su hermano, el general al que yo maté y cuyas lujosas botas, a modo de trofeo, calzaba en mis pies. Más me valía morir en combate: si los moros me atrapaban con esas botas, me desollarían vivo como castigo.
Los jinetes de Abd al-Karim se lanzaron contra nuestra primera línea. El general moro se dejó ver en el centro de sus huestes: amplias vestiduras blancas, coraza de cuero negro repujado, un estandarte verde junto a sí. Yo ya no sentía miedo ni cansancio ni nerviosismo ni ninguna otra cosa: una especie de lucidez tensa y fría se había adueñado de mi ánimo. Impasible contemplé cómo nuestra primera línea empezaba a resquebrajarse bajo la acometida sarracena. Ordené acudir en su socorro: espoleé a Sisnando y, azagaya en mano, encabecé la carga de mis hombres. Derribé a un moro; después a otro. Detuve con mi escudo la cimitarra de un tercero. Cada uno de nuestros hombres luchaba contra tres o cuatro musulmanes. Pronto vi que no podríamos aguantar mucho más. Aun así, sacando fuerzas de flaqueza, las armas de Asturias enviaron a las de Córdoba su mensaje de muerte.