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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (32 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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En ese momento ocurrió algo sorprendente: la vanguardia mora se retiró unos pasos del campo. ¿Por qué? ¿Huían? ¿Qué ocurría? Había que reaccionar con rapidez. Me dispuse a dar la orden de avanzar: si conseguíamos desarticular la retirada mora, la batalla sería nuestra. Pero justo en ese instante sonaron a nuestra espalda las trompas del castillo ordenando retirada. Quedé desconcertado: teníamos la victoria al alcance de la mano —pensaba yo— y en ese trance el rey ordenaba retroceder. Pero no había alternativa: los hombres, al escuchar las trompas, salieron de estampida hacia los muros del castillo. Yo les imité. Y entonces lo entendí todo.

Según corríamos hacia el castillo, una nube de flechas procedente de los muros cruzó sobre mi cabeza. Miré hacia atrás: una nueva oleada sarracena se abalanzaba sobre nosotros. La retirada mora no había sido tal, sino solo un relevo en la vanguardia. Jinetes de refresco enviados por Abd al-Karim tomaban ahora el lugar de sus camaradas. Nuestros arqueros trataban de detenerlos con aquella lluvia de dardos. Di gracias al cielo: si hubiéramos permanecido en la línea un minuto más, nos habrían destrozado.

La lluvia de flechas bastó para frenar la carga mora. Nuestros hombres se acogieron a la protección del castillo. Pero fue por poco tiempo, porque el rey había dispuesto abandonar el lugar. Mientras grupos cada vez más reducidos de nuestros arqueros seguían enviando sus saetas, ahora incendiadas para quemar el campo y detener al moro, la mesnada de Alfonso se replegó hacia la capital. Empezó a caer la tarde. Las llamas interpusieron una barrera entre el enemigo y su presa. Cuando Abd al-Karim forzara las puertas del baluarte, lo encontraría vacío. El rey Alfonso, huyendo del jaque, había sacrificado ahora la torre.

Caía ya la noche cuando llegamos a Oviedo. Inmediatamente se dio orden a todos los habitantes de abandonar la ciudad. El monte Naranco ofrecía una buena protección para ellos. Echamos cuentas: habíamos comenzado el combate con seis mil hombres; de ellos, alrededor de un millar había caído en el primer choque en las Babias o en la retirada por la Ventana, y otros dos mil se habían perdido por la calzada de la Mesa. Al río Quirós habíamos llegado unos tres mil. De ellos, algo más de trescientos habían perecido con Gadaxara en su línea de resistencia. Y no serían menos de quinientos los que después habían entregado su vida en el castillo del Soto. Nuestra hueste ahora no llegaba a los dos mil hombres. Era una catástrofe. Incluso en el caso de que los moros hubieran perdido la mitad de su fuerza, aún nos doblarían en número. En semejante inferioridad no podía pensarse siquiera en defender la capital.

Oviedo parecía una ciudad fantasma, vacía de humanidad. No había más que guerreros sucios, silenciosos y cansados, con la derrota pintada en el rostro. El haber salido vivo de aquella terrible jornada apenas compensaba la humillación del fracaso. Al menos tuvimos el alivio de saber que el grupo perdido, el de la calzada de la Mesa, estaba ya en la ciudad. De sus dos mil hombres, algo más de quinientos habían perecido en la batalla y un par de docenas había desertado durante el repliegue. También supimos que la mesnada del este al fin estaba en las inmediaciones. Eso ya daba mayor solidez a nuestras filas. Pero el rey pensaba otra cosa.

Alfonso ordenó reunir a los jefes de hueste y a sus caballeros. Su gesto delataba un agotamiento absoluto. Le costaba caminar y su espalda, habitualmente derecha como una lanza, se encorvaba hoy bajo el peso de los acontecimientos. Nos convocó en su cámara, vacía ahora de lacayos y escribanos. La luz de las velas trazaba en su rostro sombras funestas. Nos expuso la situación:

—Hemos intentado detener a los moros y no hemos podido. Su objetivo sigue siendo apoderarse de mi persona. Ahora están a pocas leguas de aquí. Mañana por la mañana atacarán. Podemos hacer dos cosas: una, presentar batalla con todas las fuerzas que aquí hemos reunido…

—¡Demos la batalla! —gritó un jefe de tribu vascón. El rey apenas le prestó atención.

—…La otra, vaciar la ciudad y que el moro no encuentre aquí alma alguna. Si damos la batalla, nada nos garantiza que podamos ganarla. Ellos siguen siendo más. Pero es que, incluso si la ganamos, nuestras pérdidas serán tan enormes que no tendremos posibilidad material de organizar un nuevo ejército para el año que viene, cuando Córdoba vuelva a mandar aquí a sus huestes. Y entonces la catástrofe será total.

Un denso silencio se apoderó de la asamblea. Todos sabían que el rey decía verdad: los que allí estábamos reunidos éramos toda la fuerza de Asturias, sin contar con los dos mil guerreros que Teudano acaudillaba en algún lugar de Galicia. Y si aquí perecíamos, nadie podría defender el reino cuando el emir lanzara su próxima ofensiva.

—Por tanto, la única opción es abandonar la ciudad —prosiguió el rey—. Reunamos a la hueste y salgamos hacia las montañas. Si está de Dios, podremos golpear nuevamente como lo hicimos en Lutos. Si no, al menos estaremos preparados para ponérselo difícil la próxima vez.

¡Abandonar la ciudad! Era huir ante el enemigo. Era confesar la derrota. Era algo peor que la muerte en combate. Pero Alfonso estaba decidido. Para atenuar la consternación que se apoderó de nuestros pechos, el rey concluyó:

—Yo os juro solemnemente que pronto, muy pronto, nuestras armas obtendrán cumplida venganza. Ahora, marchemos: no les demos lo que buscan.

Y así, todos abandonamos Oviedo.

Salimos de la ciudad esa misma noche, sin esperar a las luces del alba. El rey se aseguró de llevar consigo las reliquias santas y otros objetos de sagrado valor. La hueste caminaba en triste silencio a la luz de las antorchas. Buscamos el monte Naranco, donde se habían refugiado los habitantes de la ciudad; allí podríamos protegerles si los moros, cosa improbable, iban en su busca. No quedaba otra alternativa que asistir, impotentes, al segundo saqueo de Oviedo.

Los moros entraron en Oviedo. El rey no quiso verlo. La hueste de Abd al-Karim, miles de jinetes, quizá seis mil, se extendió por toda la ciudad como una plaga. Quemaron casas. Arrasaron prados. Saquearon palacios e iglesias. Pronto el humo de los incendios alcanzó el cielo. De pronto, el silencio.

Abd al-Karim, yo mismo pude verlo desde nuestro escondrijo en el monte, reunió a sus capitanes en un descampado. Era él, sin duda: las vestiduras blancas, la coraza de cuero negro, siempre el estandarte verde a su lado. Algo dijo el general sarraceno a sus lugartenientes, no sé qué. Probablemente les informaría de que allí no estaba lo que andaban buscando: la cabeza del rey Alfonso.

Al instante, la tropa mora se agrupó, recogió todo lo que había robado y salió a escape. Los sarracenos volvieron por donde habían venido. A toda prisa. Como si huyeran. Quizá temían caer de nuevo en una trampa como la de Lutos. Tan rápida fue su salida que no nos dio tiempo a prepararles una emboscada. Abd al-Karim volvía rico y victorioso, pero sin conseguir su objetivo. Aquel nuevo jaque al rey también había fallado.

A nosotros nos cupo el desconsolado trabajo de recoger los cadáveres. Me ofrecí para ir yo mismo al cauce del río Quirós a buscar el cuerpo de mi jefe, Gadaxara. Muchos hombres de la hueste me acompañaron. Encontramos a nuestro caudillo cosido a lanzazos, los ojos abiertos, la boca cerrada en un ademán sereno, los cabellos salvajemente revueltos, la mano crispada sobre la empuñadura de su espada. Allí mismo le enterramos, junto a los trescientos valientes que protegieron nuestra retirada. Más tarde los moros tratarían de hacernos creer que habían tomado preso a Gadaxara; incluso pidieron por él un rescate. Pero no era cierto. Gadaxara no estaba preso. Yo mismo le di cristiana sepultura a orillas del río Quirós.

Nuestra única alegría en aquellas aciagas semanas fue saber que Teudano, mi amigo, que había estado cubriendo el paso del oeste durante la ofensiva mora, había triunfado en su empeño. El segundo ejército sarraceno, el que atacó en dirección a Lugo, pasó como un ciclón por campos y aldeas, pero en algún momento de su camino se encontró con Teudano. Los moros, desprevenidos, cargados de botín, no pudieron reaccionar. Todo ocurrió en un paraje que llaman Piedrafita, al pie de la sierra de Ancares. Los moros volvían de Samos. Allí cayeron en la trampa. Teudano apareció en Oviedo con más de mil cautivos sarracenos. Y, por supuesto, con todo el botín que los moros llevaban. Así pues, los musulmanes, después de todo, también tenían algo que lamentar.

El rey Alfonso consagró todos sus esfuerzos en los meses siguientes a reconstruir su capital. Era la segunda vez que la veía destruida. Muchos que en su día habían saludado con alborozo al nuevo rey, empezaban ahora a dudar de su propia apuesta. Alfonso había vencido a los moros en Lutos, sí, pero después de haber visto arrasada su capital una vez. Y había escapado del mejor general musulmán, sí, del vencedor de Narbona, pero al precio de una segunda destrucción de Oviedo. ¿Cuánto tiempo más podríamos aguantar? En los alrededores de la corte seguía moviéndose la vieja facción, la de los partidarios del pacto con Córdoba. El respaldo del rey flaqueaba. Los magnates estaban temerosos. Los caballeros, vencidos. El pueblo, empobrecido. Para colmo, la iniciativa del rey de vigilar la honorabilidad de los clérigos y garantizar su celibato —una sugerencia de Beato— le había dispensado no pocas antipatías entre las gentes de la Iglesia, que hasta ahora habían sido su principal soporte. La vida de Alfonso podía correr peligro. Hubo que extremar las precauciones.

Me irritó ver en palacio a Nepociano. En los meses previos a la catástrofe se había evaporado y ahora aparecía de nuevo allí, como para gozar con la derrota de Alfonso. Sé que habló con el rey. No sé de qué. Pero una tarde de aquel otoño tuve un encuentro que levantó un bosque de sombras en mi espíritu. Fue Creusa.

—¡Zonio! ¡Zonio!

Salíamos de misa en San Vicente y la muchacha corría a mi encuentro con la alegría de quien porta excelentes noticias.

—¡Creusa! Un placer volver a verte. Estás cada vez más hermosa. —No mentía: realmente lo estaba.

—Déjate ahora de galanterías —replicó ella, fingiendo enojo—. Tengo algo muy importante que contarte.

—Te escucho —le dije con indiferencia.

—Se trata de Nepociano. Mi padrastro. El rey le ha hecho conde de palacio.

Creusa tenía la cualidad de dejarme siempre asombrado.

—¡Conde! —exclamé—. ¿Por qué? ¡Si ni siquiera estuvo con nosotros en la batalla…!

—Nepociano no combatió —repuso Creusa irritada—, pero puede aportar otras muchas cosas al reino. Cosas tan importantes que el rey le ha hecho conde. Pensé —dibujó un mohín de contrariedad mientras hablaba; era arrebatadora—… pensé que te alegraría saberlo. Por si alguna vez habías dudado de que estamos en el mismo bando.

Dejó caer aquellas palabras como quien carga sobre espaldas ajenas el mayor de los reproches. Salió corriendo y me dejó allí, plantado, bajo la lluvia lenta de Oviedo, sintiéndome culpable y al mismo tiempo advirtiendo que un ascua ardía en mi interior cada vez que Creusa se acercaba. ¿Me estaba enamorando?

Esa misma tarde decidí abandonar Oviedo. Volvería a Mena.

16. El país de los castillos

Teudano había ocupado el lugar de Gadaxara en la hueste de los fieles del rey. Acudí a verle. Necesitaba su permiso para marchar. Teudano no lo entendía.

—¿Ahora te quieres marchar? ¿Qué te pasa? ¿No te tratamos bien aquí?

Tuve que contarle toda la verdad. O casi toda.

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