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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (29 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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Su objetivo era, en efecto, el país de los francos, y especialmente la red de fortalezas que Carlomagno había ordenado levantar al pie de los Pirineos. El momento estaba particularmente bien elegido: en aquel instante la mayor parte de los ejércitos de Carlomagno se hallaba en el norte, en Frisia, donde se aplicaba a sofocar una sublevación de aquellas recias gentes. La tropa sarracena asedió Narbona sembrando el país de muerte y desolación. Los muros quedaron deshechos. No llegó a tomar la ciudad, ni seguramente era su propósito. Acto seguido se lanzó contra la cercana Carcasona. Allí —refería el mensajero— le salió al paso el noble duque Guillermo de Tolosa. Fue una feroz batalla en la que hubo mucha muerte. Los francos terminaron retirándose, vencidos, pero las bajas moras habían sido tantas que Abd al-Malik renunció a su presa y se dirigió hacia la Cerdaña. No quedó palmo de aquellas tierras por saquear. Bajó el río Segre y arrasó Urgel. Cuando volvió a tierras del emirato, llevaba consigo un botín de proporciones legendarias: miles de esclavos e infinitas riquezas. Había sido, sin duda, la mayor victoria conseguida hasta entonces por el emir Hisam. Teudano añadió un dato:

—Nuestra gente en Córdoba —intervino— nos ha hecho saber que el emir ha empezado a restaurar el puente romano de la capital y también ha ordenado construir una nueva torre en la mezquita. Son los frutos de su victoria. Realmente debe de haber sido fabuloso el botín.

El mensajero calló. Guardó sus manos en el hábito y bajó los ojos. Alfonso seguía mirándole fijamente.

—¿Qué máquinas de guerra llevaban los moros? —preguntó el rey.

—Arietes que perforan muros, torres de asalto, fundíbulos y catapultas… Docenas de ingenios maléficos como jamás se había visto en semejante cantidad —detalló el buen fraile.

Alfonso movió perezosamente las piezas del ajedrez sobre el tablero. Luego, calmoso, dijo:

—Todo esto es muy doloroso. Pero, aun a costa de tanto sufrimiento, lo cierto es que nos beneficia. No hay mal que por bien no venga. Ahora Carlomagno verá que la amenaza de Hisam no es cosa menor. Y entenderá que sus únicos aliados posibles contra ella somos precisamente nosotros. Hemos de aprovechar esa circunstancia. Volverás a Aquisgrán —ordenó el rey al fraile— y le llevarás un mensaje: el reino de Oviedo vuelve a ofrecer al rey Carlomagno su brazo para luchar contra el blasfemo sarraceno. En cuanto a nosotros —concluyó el rey—, debemos prepararnos: no tardarán mucho en venir por aquí.

A medida que pasaban los meses, la actividad en Oviedo crecía. También el número de los magnates que se dejaban ver por allí. No debería de haberme extrañado, pero el hecho es que me sorprendió encontrarme con Creusa. La descubrí una mañana en la misa de San Vicente. A la salida, la abordé:

—Buen día nos dé Dios, Creusa. No te imaginaba tan cerca de la corte.

La muchacha rió. Estaba todavía más bella que la última vez que la vi, cuando la coronación de Alfonso.

—¿Y tú? Tú eres el que no debería estar aquí, Zonio de Mena, sino combatiendo al moro —me dijo, desenvuelta—. ¿O no es esa tu vida? Siempre de un lado a otro, sin lazos, sin tranquilidad… la pesadilla de cualquier mujer.

Me impresionó que recordara mi nombre. Estaba, sí, bella como una princesa. La caperuza que cubría su cabeza dejaba escapar unos cabellos negros que nimbaban de noche su rostro. Su boca, pequeña, se abría en una sonrisa perenne que sugería un mundo de placeres. Los ojos hechiceros, grandes, luminosos de luna, me perforaban el alma. Creusa tenía la cualidad de hacer que me sintiera infinitamente pequeño. Procuré sobreponerme. Traté de levantar una pared entre ella y yo:

—La última vez que te vi estabas con Nepociano, ese intrigante. Y con tu madre. ¿Vivís ahora en Oviedo?

—Ese intrigante, como tú le llamas —respondió Creusa con desdén—, es ahora el marido de mi madre. Es decir, mi padre.

Recibí aquella noticia como si me hubieran dado un puñetazo.

—¿Nepociano se ha casado con tu madre? Pero tu madre es bastante mayor que él…

—El patrimonio no entiende de edades, querido Zonio. Mi madre aún es bella. Y viuda de un rey. Nepociano es un hombre rico… y quiere serlo todavía más. Y a mí me viene bien tener un padre que me proteja. Todos ganamos con el arreglo.

Me quedé literalmente boquiabierto.

—Lo entiendo, pero ¿por qué venir aquí, a Oviedo? —pregunté, balbuceando—. La última vez que escuché a Nepociano… perdón, a tu padre… me pareció que no guardaba los mejores sentimientos hacia el rey.

—Nepociano es un hombre lleno de recursos. Además de rico, es también inteligente. Sabe lo que le conviene. Alfonso es ahora el rey. Y Nepociano sabrá ser su mejor servidor. Tienes que saber que Nepociano, mi padre, anda en tratos con el rey y pronto le dará una prueba irrefutable de su fidelidad. Pero hablemos de otras cosas. ¿Qué has hecho en todo este tiempo? ¿Dónde has andado metido?

Conté a Creusa mi viaje con Teudano a tierra de moros. La muchacha quedó maravillada de mi audacia. Omití detalles. No le dije nada del espionaje en el corazón del emirato. También callé sobre la búsqueda de Deva. Ese día mi corazón se dividió. Y yo sentí, íntimamente, que la serpiente de la traición rondaba mi pecho.

El verano siguiente, año de Nuestro Señor 794, toda la fuerza del emirato se precipitó sobre el reino de Asturias. Nuestra gente en Córdoba nos informó de que dos grandes ejércitos iban a golpear nuestras tierras. Los hermanos Ibn Mugait alineaban a sus huestes en dos direcciones: una hacia Álava, la otra hacia Galicia. La tenaza era más poderosa que en anteriores ocasiones. El emir, ebrio de poder después de su victoria en tierras de los francos, quería dar al rey Alfonso un golpe que no pudiera olvidar. Si había logrado machacar a los ejércitos de Carlomagno, ¿qué no podría hacer contra un país tan menesteroso como el nuestro?

Supimos que uno de los ejércitos sarracenos, al mando de Abd al-Karim ibn Mugait, salía hacia Toledo. Sin duda ese sería el destinado a arrasar una vez más la frontera alavesa. Supimos también que el otro ejército, al mando de Abd al-Malik, el vencedor de Tolosa, partía con dirección a Astorga. Después dejamos de recibir noticias, pero ya no eran precisas: todos sabíamos lo que iba a ocurrir. Lo que no podíamos imaginar era el objetivo final de Abd al-Malik ibn Mugait, el vencedor de Tolosa.

Mientras su hermano Abd al-Karim saqueaba las tierras del oriente, el general Abd al-Malik penetró directamente hacia el corazón del reino. No marchó sobre Galicia, como pensábamos, sino que entró por la calzada de la Mesa y apuntó a Oviedo. Fue un ciclón imparable. Arrasó todo a su paso. Alguna mesnada que salió a su encuentro quedó aniquilada. Abd al-Malik llegó a la capital. Por fortuna, los vigías en anubda habían anunciado la llegada de los moros. Todos los habitantes de la ciudad habían huido al monte Naranco. Allí los bosques les salvaron de la matanza. Pero la ciudad, aquella ciudad que Alfonso quería convertir en su capital, quedó inerme en manos del enemigo. Casas arrasadas. Iglesias incendiadas. Campos saqueados. Toda una larga jornada duró el pillaje. La morisma durmió en los alrededores. Después se marchó por donde había venido.

Y mientras todo esto pasaba, ¿dónde estaba el rey? Estaba con nosotros, los guerreros, algunas leguas al oeste de allí. Yo cabalgaba junto a Gadaxara. El espectáculo de la destrucción me resultaba insoportable, y menos soportaba aún nuestra forzada pasividad.

—¿Por qué el rey no ataca?

—Espera el momento oportuno —respondió Gadaxara.

—Perdón, mi señor —objeté—, pero desde mucho antes de Oviedo hemos tenido oportunidad de atacar a los moros y nos hemos estado quietos. ¿Qué está pasando aquí?

—¿Qué quieres? ¿Que te asen?

—¡Prefiero morir peleando antes que seguir contemplando mano sobre mano esta humillación! —exclamé.

Gadaxara me miró de arriba abajo. Pensé que iba a reprocharme mi insolencia, pero no: bajó la voz y acercó su caballo al mío.

—El rey guarda una sorpresa para Abd al-Malik —me dijo—. Los moros van a retirarse por la calzada de la Mesa. Por allí va a conducirles su guía. Un guía que les va a traicionar.

Mi gesto de sorpresa debió de ser tan cómico que Gadaxara rió a mandíbula batiente.

—¿El guía moro es uno de los nuestros? —pregunté.

—No exactamente —repuso mi jefe—. Es uno de los viejos espías de Mauregato. Uno que ha servido tantas veces a la cruz como a la media luna. Un tipo poco de fiar. Pero, para el caso, lo mismo da. Un magnate ha dado su palabra de que ahora ese sujeto trabajará para nosotros.

Una oscura intuición me cruzó por la cabeza.

—Ese magnate… ¿No será Nepociano?

Ahora fue Gadaxara quien compuso una cómica mueca de asombro.

—¿Cómo lo sabes? ¡Diablo de muchacho! ¡Tú sabes demasiadas cosas!

Referí a Gadaxara mi encuentro con Creusa y su confidencia sobre los negocios de Nepociano con el rey. A mi jefe no podía ocultárselo. El caballero, reflexivo, se limitó a comentar:

—Hay gente que siempre se las arregla para estar arriba. En todo caso, pronto comprobaremos si la fidelidad de Nepociano es tan sincera como él dice. Cuando los moros regresen de Oviedo por el camino de la Mesa lo sabremos.

Abd al-Malik había escogido bien su camino de entrada y de salida: la calzada de la Mesa discurre por las alturas, de manera que es imposible atacar al caminante desde lo alto. Pero hay un punto en el camino, un pasillo entre dos cerros cerca del río Pigüeña, donde esa ventaja desaparece. Lo llamaban Lutos, por los lodos que en gran cantidad colman una hoya junto al río. Allí la vía se estrecha y el paisaje se puebla de amenazas entre abismos y cenagales. Ese fue el sitio que había escogido nuestro rey.

El ejército de Alfonso se deslizó por los caminos que, al oeste, corren paralelos a la calzada de la Mesa. Los moros habían entrado en la peligrosa curva que en el paraje de Lutos atraviesa la ruta. Nuestros exploradores, ocultos en lo alto de la cresta que domina el camino, nos iban dando noticia de la marcha del enemigo. A una señal de Gadaxara, los jinetes dejamos nuestros caballos en una campa cercana y trepamos hasta la altura. Los peones, por su parte, se dividieron en dos grupos, delante y detrás del nuestro. Hay un lugar donde la calzada hace un recodo y queda oculta por la cresta del oeste, donde nosotros nos hallábamos; al otro lado, una prolongada pendiente. Sobre el lecho, nada más que lodo. Ese era el paraje de Lutos. Y ese era el lugar donde iba a desencadenarse la tormenta de piedra y hierro.

Nos apostamos en los lugares indicados por nuestro jefe. El rey marchaba junto a nosotros. El plan estaba perfectamente preparado. Fue cuestión de segundos. El guía, en efecto, metió a los moros directamente hacia la hoya. Uno de nuestros exploradores profirió un largo chillido. Al escucharlo, el guía de los moros, el espía de Nepociano, nuestro hombre, picó su caballo y salió al galope. Los sarracenos quedaron paralizados. Fue solo un instante, pero no era necesario más. Al punto, centenares de guerreros de Asturias comenzaron a arrojar piedras y troncos pendiente abajo. El infierno cayó desde los cielos sobre los hijos de Mahoma.

La vanguardia mora intentó salir de la trampa, pero ya era tarde: una lluvia de rocas, rodando por la ladera, derribó a caballos y jinetes. También la retaguardia del orgulloso general Abd al-Malik quedó bloqueada por nuestros proyectiles. La caballería de Córdoba hizo ademán de reorganizarse, pero en aquel suelo enfangado no podían maniobrar ni hombres ni caballos: los unos se entorpecían a los otros y enseguida un caos fenomenal se apoderó de la morisma. Era el momento previsto para que nuestros arqueros vaciaran sus flechas sobre el enemigo. Y entonces el rey Alfonso dio la orden decisiva.

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