Aquí hubo una vez ciudades romanas que la España goda restauró; con la invasión musulmana, todo esto pasó a convertirse en tierra de saqueo hasta que, finalmente, ya no hubo nada para saquear. Ahora el caminante solo escuchaba el trino de los pájaros y el azote del viento sobre los páramos cubiertos de hierbas salvajes. Aquí y allá, oscuras manchas de pequeños bosques. Algo más lejos, leves penachos de humo que delataban la presencia de algún chamizo de fortuna. Nada más. Y tampoco nada más hubo durante la siguiente jornada hasta Ventosa o Benavente, donde el Órbigo va a dar en el Esla: una peña que el llano eleva, impotente, al cielo infinito de esta comarca.
En Ventosa dimos con algunos seres humanos, o eso nos parecieron: un minúsculo grupo de pastores nómadas que llevaba sus cabras de aquí para allá, rumiando los ásperos matojos que cubrían la tierra vacía. Tratamos de acercarnos a los pastores, pero no recibimos más que gruñidos de desconfianza; se diría que aquellas gentes habían olvidado incluso la lengua de sus padres. Teudano, sin embargo, consiguió comprarles una cabra. Algo cambió la atmósfera en Zamora, donde unas pocas familias vivían hacinadas junto a los muros derruidos de la vieja fortaleza. Sobre el ancho brazo del río Duero había un pontón de madera que los moros habían levantado años atrás. Cruzamos el pontón con un cierto sabor de angustia en los labios, como temiendo que en cualquier momento se viniera abajo sin que hubiera nadie para socorrernos.
Las gentes de Zamora —una veintena de paisanos que vivía en la miseria— vestían como los moros, pero hablaban nuestra lengua. Ignoro si profesarían religión alguna. Nos recibieron con hostilidad manifiesta, pero Teudano les vendió la cabra que habíamos comprado a los pastores —nos dieron a cambio una cierta porción de telas y cueros— y eso suavizó las cosas. Los zamoranos refirieron que vivían de los frutos del saqueo musulmán: cuando los moros volvían de sus aceifas en nuestras tierras, paraban aquí y los lugareños les vendían comestibles a cambio de ropas o utensilios diversos.
—¿Y de dónde sacáis los comestibles? —preguntó Teudano.
—Se los robamos a los pastores —contestó el más viejo.
Esa noche Teudano y yo acordamos partir antes de lo previsto, en plena madrugada: temíamos amanecer degollados por nuestros amables anfitriones.
La excitación de la aventura terminó siendo reemplazada por el tedio de las agotadoras jornadas de marcha. El camino al sur vino marcado por la misma monotonía: ruinas y vacío, vacío y ruinas. En un lugar que llamaban Sabaria no había más que las piedras demolidas de algún viejo castro. Esa noche la dormimos al raso, oyendo de fondo los aullidos del lobo. Tampoco era más ameno el paisaje en Helmántica, donde a duras penas sobrevivía el puente romano sobre el Tormes. Diminutas comunidades campesinas cultivaban algunas tierras del entorno. Nos cruzamos con algunos de estos labriegos. Eran siervos de los mahometanos y en sus rostros se veía dibujado el miedo. A pocas leguas de allí había una torre mora de vigilancia. El baluarte señalaba un cambio importante en nuestro itinerario: entrábamos en zona directamente controlada por los musulmanes. De hecho, fue allí donde por primera vez una patrulla mora nos detuvo.
Teudano, al ver a la patrulla, movió los brazos en señal de saludo y gritó en árabe palabras que no entendí. Cuando se acercaron los jinetes —cinco bereberes— todo mi cuerpo se puso en tensión, pero mi compañero rompió a hacer reverencias con una sonrisa sumisa y servil que me habría repugnado de no saber que era puro teatro. En estos días de marcha le había crecido la barba y sus ropas a la usanza mora se habían deteriorado ostensiblemente. Todo ello le daba un aspecto inofensivo. Teudano ofreció al que parecía el jefe de los moros una cartera de cuero. Indudablemente mi amigo conocía bien los usos de aquella gente. Los moros se llevaron la cartera y desaparecieron en dirección a la torre. Nosotros seguimos nuestro camino.
El encuentro aconsejó a Teudano enseñarme algunas palabras de árabe, para que pudiera, cuando menos, hacerme entender en estos lances. Así aprendí que «sí» se dice
na
y «no» se dice
la
. Para saludar hay que decir
al salaam alaikum
y para contestar se dice
wa alaikum al salaam
. El adiós lo dicen
masalaama
. Al padre lo llaman
ab
y a la madre
um
. El pan es
jubz
y la leche
haleb
. Al señor de uno hay que llamarle
sidi
. Esclavo se dice
abd
y esclava
amat
. Y otras cosas del mayor interés.
Atravesamos la comarca que llaman de Salvatierra, un ancho terreno ondulado donde, por primera vez en varios días, se hizo realmente presente la huella del hombre. Los campos estaban bien trabajados y las pequeñas aldeas ofrecían un aspecto cuidado y limpio. Todas estas tierras habían sido entregadas como botín de victoria a las tribus bereberes después de la invasión. Los bereberes no labraban los campos: esa tarea correspondía a los cristianos, los mozárabes como aquí los llamaban, muchos de ellos en condición de esclavos, que tributaban a sus dueños moros con su trabajo y con los frutos de la tierra. El centro de toda esta comarca era la ciudad de Béjar, enclavada en un hermoso paraje de montes boscosos. No penetramos en la ciudad, sino que continuamos nuestra ruta hacia el sur, a través del puerto cercano, entre peñas y gargantas. Y fue para dar en una larga llanura que directamente nos conduciría a Mérida.
Nuestro camino era el de la vieja calzada romana, y romano era casi todo lo que había alrededor. Numerosos poblados asomaban a la orilla de la ruta: pequeños enclaves de cinco o seis casas donde el viajero cambiaba caballos o se abastecía de provisiones. Así era en Cáparra, en Galisteo o en Cañaveral. Me sorprendió ver que aquí todo el mundo era cristiano, y en cada núcleo de población sobrevivía una iglesia o, como poco, una ermita. Los templos, eso sí, ofrecían un aspecto calamitoso. Luego supe que el poder musulmán no había derruido las iglesias cristianas, pero prohibía reparar las ya existentes o edificar otras nuevas. Un mozo de postas me contó que los cristianos de este lugar tenían que pagar hasta tres tipos de impuestos diferentes a sus señores musulmanes. Los musulmanes, por el contrario, no tributaban más que un único tipo de impuesto para finalidades religiosas. El mozo me preguntó si veníamos del norte y cómo se vivía en tierras cristianas. Tuve que callar.
Aquí tuvimos un tropiezo que mencionaré sin más detalle, porque no lo merece. Ocurrió que al caer la tarde, cuando nos detuvimos para pasar la noche al abrigo de unas ruinas, en nuestro refugio recibimos la inesperada visita de siete tipos que blandían palos y porras. No eran moros, pero me cuesta aceptar que fueran cristianos. Tomándonos por simples buhoneros, nos rodearon y empezaron a husmear en nuestro carro, en nuestras alforjas, en nuestras bestias. Viendo que no reaccionábamos, se crecieron y rompieron en carcajadas. Era evidente que querían robarnos y apalearnos. Uno se dirigió a mí en tono insultante. Yo me puse en pie de un salto y con mi vara de tejo le golpeé en la cabeza. Al instante el tipo cayó sin sentido, sangrando profusamente. Los otros hicieron ademán de acometernos, pero Teudano ya estaba alerta, el cuchillo en una mano y el cayado en la otra. Se frenaron. Aprovechando su inmovilidad, largué otro golpe a un segundo fulano, esta vez en las rodillas. Saqué también mi puñal. Teudano dio un paso adelante cortando el aire con su cuchillo. Los tipos recogieron a sus compañeros heridos y se marcharon de allí gritando maldiciones. Teudano consideró prudente cambiar nuestro plan y, en vez de dormir allí, seguir camino hasta donde la oscuridad nos lo permitiera.
Día grande fue aquel en el que por fin el Señor nos permitió divisar el Tajo, el ancho río que marcaba la frontera natural de los hombres de Mérida. Esta ciudad era un punto clave de nuestra misión. En la corte de Oviedo se sabía que los patricios de Mérida vivían en permanente rebeldía hacia Córdoba. Mérida, como Toledo, eran formalmente ciudades federadas del emirato: su sumisión al poder musulmán era solo relativa y se ajustaba a las condiciones de un tratado de paz. Los árabes habían instalado allí sus gobernadores y sus tropas bereberes, pero el gobierno de hecho pertenecía a los magnates locales, unos conversos al islam, otros no. En Mérida, el poderoso clan al-Chiliki dominaba no solo la vieja ciudad romana, sino también un anchísimo territorio circundante, grande como medio reino de Asturias. Con frecuencia los patricios emeritenses rehusaban pagar impuestos a Córdoba. El moro se veía obligado a enviar tropas para sofocar la revuelta. Entonces los patricios pactaban algún tipo de arreglo y las cosas volvían a su cauce… hasta la siguiente rebelión.
Llegamos a Mérida por los grandes llanos del Casar dejando al oeste las alturas de Montánchez. Aquí vi por primera vez unos extraños caballos jorobados que los árabes habían traído de oriente. Los llamaban dromedarios. En la pequeña sierra de Montánchez gobernaba la tribu berebere de los Ketama, pero su poder se detenía en las quebradas de la sierra Bermeja. A partir de ahí, quienes mandaban eran los hombres de Mérida.
Después de tantos días de viaje, temiendo ser asaltados por ladrones o atacados por las fieras o interceptados por los soldados de Córdoba, la entrada en Mérida tuvo algo de liberación. Era tierra de moros, pero no lo parecía ni por el aspecto de sus gentes ni por el aire que se respiraba. Los individuos vestidos al estilo moro se mezclaban con los de ropas cristianas y había más iglesias que minaretes. Del mismo modo, la lengua que se oía hablar en las calles no era árabe, sino latín. Y en todas partes había referencias a la mártir Santa Eulalia, aquella niña que fue quemada por no plegarse ante los dioses romanos y que, en la hora de su muerte, hizo salir de su boca una blanca paloma.
En Mérida debíamos localizar a un viejo amigo de la gente de Mauregato. Se llamaba Lope y era mozárabe. Vivía en las afueras de la ciudad, en una alquería no lejos del circo romano. Cuando vi aquella extraordinaria construcción, el circo, quedé boquiabierto: jamás hubiera imaginado que manos humanas pudieran levantar algo tan grande y tan perfecto. Me hundí en oscuras reflexiones sobre lo efímero de toda gloria humana. Las gentes del lugar habían utilizado piedras de aquel recinto para construir sus propias casas. Así sucedía con la alquería de nuestro amigo Lope, cuyos cimientos respiraban origen romano. Al fin el fasto de la Roma triunfal no era sino el humilde basamento de las casas campesinas.
Encontrar a Lope no fue difícil. Todo el mundo en la ciudad le conocía. Era un hombre ancho y entrado en años, de piel muy tostada, que cubría su cabeza con una especie de sombrero de pajas. La alquería —que, por cierto, llevaba el nombre de Santa Eulalia— era enorme, un auténtico palacio a mis ojos, con una gran casa central rodeada de huertos y todo ello, a su vez, encerrado por un alto muro. En el exterior del muro crecían más huertos, seguramente propiedad del mismo señor. Sin duda, Lope era hombre de buena posición. Teudano y yo llegamos hasta la puerta de la alquería y nos hicimos anunciar. Un siervo quiso echarnos con cajas destempladas. Teudano le habló en latín y le entregó un mensaje para su amo. Este, Lope, apareció al poco ante la puerta. Miró a un lado y a otro. Gritó: «¡Abrid a este moro que viene a vender su mercancía!». Y así entramos en la alquería.
Lope no nos hizo entrar en su casa. Se limitó a acomodarnos en un chamizo en el exterior. Sacó vino y olivas y algo de pan. Lo devoramos. Nos hizo algunas preguntas sobre los cambios en la corona de Oviedo. Teudano le respondió muy sumariamente. Sobre todo hizo hincapié en las aceifas terribles de ese verano. Mi amigo expuso con claridad lo que buscábamos: saber cómo estaba la situación en el emirato y hacernos con un buen contacto en Córdoba. Lope calló largo rato, la mirada perdida en el plato de las olivas. Y después habló así:
—Hisam, el nuevo emir, es un hombre de carácter férreo y también muy ambicioso. Aquí, en Mérida, ha despertado muchas prevenciones. Todos tememos que quiera hacer visible su poder. Los patricios de la ciudad, lo mismo moros que cristianos, esperan un aumento de la presión. En nuestra ciudad hemos conseguido vivir con cierta paz, pero la amenaza no desaparece nunca. En los últimos meses ha habido movimientos de tropas hacia el norte. Varias unidades de bereberes se han instalado en tierras de Béjar y han llevado consigo ganado y provisiones. También se ha cursado orden a varios gobernadores de aumentar la recolección de grano con destino a los ejércitos. Eso puede significar dos cosas: una, que Hisam ha pensado tomar medidas contra Mérida; la otra, que el objetivo de esas tropas no es Mérida, sino Galicia, vuestra tierra.
Lope sorbió un largo trago de vino y prosiguió:
En Mérida hay muchos clanes dispuestos a hacer la guerra a Córdoba, sobre todo entre los terratenientes de la Lusitania. Esos clanes son muladíes, es decir, apóstatas, cristianos convertidos al islam, pero no soportan ni la prepotencia de los árabes ni el salvajismo de los bereberes. Muchos aquí sueñan con crear nuestro propio emirato. Esto, en todo caso, no pasará mañana. Aún no están las cosas maduras para un levantamiento. Poco más os puedo decir. En cuanto a Córdoba, allí la vida es más dura que aquí para los cristianos. Os indicaré con quién podéis hablar. Hay un veterinario que se llama Sisnando. Cuida caballos en los ejércitos del emir. Vive pobremente y por eso le dejan en paz. Es hombre de confianza. Para lo que vosotros buscáis, es la persona adecuada. Os escribiré algo para él. Ahora, podéis descansar aquí. Mañana, antes del alba, tendréis que partir.