El caballero del jabalí blanco (28 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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Abandonamos Córdoba por el mismo camino que nos había traído. Esta vez no hubo más paradas que las estrictamente necesarias: teníamos prisa por llegar a Oviedo y contar nuestras averiguaciones. En los alrededores de Mérida tuvimos que dejar un par de vasijas de cobre a una patrulla berebere. A la altura de Béjar pusimos en fuga a una cuadrilla de salteadores. En Helmántica nos atacaron unos lobos, sin otro resultado que el susto de nuestros animales. Sufrimos mucha hambre y mucho frío. El invierno empezó a anunciarse con rigor. Durante varios días llovió sin cesar. El carro avanzaba malamente por la vía embarrada y el viento nos azotaba como un flagelo de mil agujas. En Zamora decidimos prescindir de nuestros disfraces. Abandonamos el carro a los hoscos nativos de la aldea, montamos sobre nuestras maltrechas cabalgaduras y apretamos el paso hasta ganar las montañas del Bierzo. El reino rebelde del norte nos recibió con un día de nieve y ventisca. En el lugar convenido hallamos nuestras ropas y armas. Recuperé mi cota de malla, mi cimitarra y mi azagaya. En una torre cercana nos dieron caballos. Galopamos como locos hasta Oviedo.

Teudano apenas había abierto la boca en el trayecto de vuelta. Se lo agradecí. Yo sentía mi corazón vacío y mi mente devastada. Consideraba un fracaso personal no haber encontrado a Deva. Pero, por otra parte, ¿habría sido mejor encontrarla allí, en el harén de Córdoba? ¿Qué habría podido hacer yo? Solo llorar, y con mayor desconsuelo que ahora. ¿Tenía que darme por vencido? ¿Tenía que renunciar para siempre a la mujer que la Providencia había puesto en mi vida? Quizá no cabía otro camino que la resignación. Pero la resignación era un suplicio.

Mi compañero y yo alcanzamos Oviedo ya entrado el mes de diciembre. Nos presentamos inmediatamente a Gadaxara. El jefe de la mesnada nos saludó con alborozo: «¡Ya os daba por muertos!». Sin perder tiempo nos condujo ante el rey.

Alfonso, advertido de nuestra llegada, nos hizo pasar a una pequeña sala junto a la cámara regia. Con el rey estaban los mismos personajes que la primera vez: el abad Fromestano, el sacerdote Adulfo y los condes Basiliscus, Froila y Gundemaro. Nos inclinamos ante Alfonso y besamos su mano. El rey nos abrazó. Teudano relató el resultado de nuestra misión: habíamos estudiado la solidez de la vigilancia mora en el camino hacia el sur; habíamos restablecido el contacto con gentes amigas en Mérida y en Córdoba; teníamos constancia de que en Mérida y probablemente en Toledo se preparaba una revuelta contra el emir, pero no sería inmediata; sabíamos que Hisam había emprendido una política de reforzamiento de su poder; habíamos descubierto la orden del emir de procurarse miles de caballos y máquinas de guerra…

Alfonso quedó pensativo unos instantes. Después se dirigió a Gadaxara:

—Muchos caballos y máquinas de guerra… Una ofensiva, sin duda. Pero ¿contra quién? Hisam no necesita semejantes refuerzos para venir contra nosotros: le basta con lo que tiene. ¿Contra sus ciudades rebeldes, entonces? Pero decís que de momento no hay alteraciones allí. Si pide muchos caballos es porque piensa ir lejos. Y si prepara máquinas de guerra, es porque está pensando en asedios largos contra murallas poderosas. No puede ser ninguna de sus ciudades africanas, porque en ese caso habría ordenado hacer los preparativos al otro lado del estrecho. Por tanto, semejante esfuerzo solo puede tener un destino: el país de los francos, las tierras de Carlomagno.

—Es lo que vos habíais previsto, mi señor —corroboró Gadaxara.

—Sí —confirmó el rey—, y mi instinto no me ha engañado. Si yo estuviera en la piel de Hisam haría lo mismo. Bien, eso significa que este año no hemos de temer aceifas en nuestro reino, gracias a Dios. Aunque no cabe descartar que las tropas moras, en su marcha hacia Francia, saqueen las tierras de Álava que cruzan su camino: eso les permitirá avituallarse sobre el terreno y reducir coste de provisiones. Hay que avisar a las gentes de Álava: que estén preparados. Y en cuanto vean acercarse a los moros, que se retiren a los montes. No tenemos tropas para combatir, pero al menos podremos evitar muertes. Otra cosa, Gadaxara: hay que enviar un heraldo a Carlomagno y advertirle de lo que se le viene encima. No nos hará mucho caso, pero para nosotros es una buena oportunidad: que el franco sepa que estamos de su lado. —El rey Alfonso paseó nerviosamente por la sala. Se asomó a la ventana. La campiña de Oviedo se inclinaba bajo la lluvia. Luego añadió—: Habéis hecho un buen trabajo. ¿Algo más?

—Con permiso, mi señor… —aventuré.

—Dime, Zonio.

—Os traemos un presente de nuestro amigo de Córdoba, el veterinario Sisnando.

Abrí mi zurrón y cuidadosamente extraje el tablero de cuadrados blancos y negros. Lo deposité sobre la mesa. Después coloqué las piezas.

—¿Qué es esto? —preguntó el rey.

—Un juego de guerra. Viene de la India. Se llama ajedrez.

Gadaxara me recompensó por esta misión con un caballo: mi primer caballo en propiedad, un bonito ejemplar gallego de capa castaña y crines largas y negras. Le puse por nombre Sisnando, en homenaje al veterinario mozárabe de Córdoba. A lomos de Sisnando partí raudo hacia el oriente del reino.

Cabalgué hasta la tierra de Ayala. Busqué al presbítero Juan y le advertí de la próxima oleada sarracena. El maestro del rey Alfonso tomó las providencias oportunas. Tuve la dicha de ver nuevamente a la dulce Argilo, la prima de Alfonso. La dama me obsequió con dos jornadas de asueto en el austero caserón que un día sirvió de refugio a un rey. Después corrí al cercano valle de Mena. Mi familia me recibió como al hijo pródigo.

Pasé aquella Navidad en Mena, confortado por la dulzura de mi madre y compartiendo la melancolía de mi padre. Allí descansé el cuerpo y el alma. Lebato y Muniadona y todos los demás supieron de mis aventuras en tierra de moros. Vi brillar el orgullo en sus ojos cuando conocieron de mis labios la coronación del rey Alfonso y su reivindicación de la herencia de Toledo. Vi también el dolor y la amargura cuando referí la escena del serrallo de Córdoba. Mi padre se mantenía en la convicción de que algún día Tello regresaría al hogar. Mi madre callaba.

Ayudé a mis hermanos en los trabajos del invierno. Preparé los campos. Reparé la iglesia con Ervigio. Supe que Vítulo había empezado a hacer presuras de tierras en el oeste. Mi hermana Munia anunció su compromiso con Illán, el hijo de García el Tuerto. Guma me hizo saber que había encontrado esposa: un ama de Ayala que había quedado viuda y todavía estaba en edad de ser madre; así pues, el viejo se había salido con la suya. El herrero Ramiro, por su parte, me obsequió con un hermoso casco fabricado a base de tiras de acero y bronce; al fin pude prescindir de mi viejo casco de cuero mil veces recosido.

La vida en Mena se sobreponía a todos los golpes de la existencia. En algún lugar del mundo musulmán estaban mi hermano Tello y mi amada Deva, ambos tragados por la ferocidad de unos años de fuego y hierro. Pero en el valle de Mena el sol seguía saliendo, los bueyes seguían arando y la vida seguía latiendo. Y nuestra pequeña iglesia, desafiando a todas las tempestades, cobijaba bajo la sombra de su cruz los esfuerzos de la grey de Nuestro Señor.

Tal vez la próxima primavera volvieran los moros: quemarían las casas, arrasarían los campos, talarían los frutales y arrancarían las cepas. Pero las gentes de Mena y de Ayala y de tantos otros lugares, con la firmeza y la constancia de la tierra, volverían a reconstruir el mundo sobre las cenizas, tenaces como el sol y como el buey y como la vida.

14. Victoria en Lutos

Cuando regresé a Oviedo, todo allí era movimiento. En la corte de Alfonso se trabajaba sin cesar. El rey había ordenado comenzar una serie de obras en la ciudad y por todas partes surgían iglesias, palacios y murallas. Al mismo tiempo, Alfonso estaba restaurando todo el viejo orden godo, lo cual implicaba llenar la ciudad de altos funcionarios —condes de palacio, los llamaban— que, naturalmente, se trasladarían con sus familias a la nueva capital.

Un asunto que interesaba especialmente a nuestro rey era el religioso. La polémica de Beato y Eterio con el obispo hereje Elipando se había convertido ya en cuestión de primera importancia. Carlomagno, nada menos, había convocado un sínodo en Ratisbona para obligar a los heréticos a rectificar. Mis maestros no acudieron a Ratisbona, pero sí lo hizo otro personaje que en los siguientes años iba a adquirir gran protagonismo: Adulfo, aquel sacerdote que formaba parte del grupo de consejeros de Alfonso y que, según todas las voces, sería promovido a obispo de Oviedo en cuanto Roma concediera a nuestra ciudad la sede episcopal. Esa era la jugada maestra del rey: que Oviedo sustituyera a Toledo como cabeza de la Iglesia española. El día que eso ocurriera, Alfonso podría con toda justicia reclamar la herencia de los reyes godos.

En aquellos días tuve el honor de ver a solas al rey en una ocasión. Gadaxara me cursó la orden y acudí a palacio. Pensé que se trataría de algo referente a nuestra expedición cordobesa, y en cierto modo lo era, pero en el aspecto que menos podía imaginar.

—Tu nombre era Zonio, ¿verdad? Tienes que explicarme cómo funciona esto.

Alfonso se hallaba sentado frente a una mesa baja. En la mesa, el tablero de ajedrez que Sisnando nos había regalado para el monarca. Recordé lo que Sisnando me había enseñado: los nombres de las piezas, su colocación inicial y sus pautas de movimiento. El rey me hizo jugar varias partidas. La primera la gané yo. Las siguientes, él.

—Muy interesante —musitó a modo de despedida.

Me marché de allí con la impresión de haber vivido un sueño.

La misión de la hueste del rey en estos meses, finales de invierno y principios de primavera, consistió sobre todo en preparar defensas. Con Teudano unas veces, con Gadaxara otras, recorrí buena parte de la frontera, y especialmente las tierras de Galicia, por donde más probable era que pudiera entrar el enemigo. El reino seguía sin recursos militares para frenar una invasión, pero sí era posible preverla y atenuar sus efectos. A lo largo de las calzadas de occidente se dispuso una serie bien comunicada de puestos de vigilancia, completada con obstáculos en las principales vías. Mientras tanto, en la frontera oriental se avanzaba en el trabajo de construcción de castillos, aquella buena idea del rey Bermudo que debió haberse acometido mucho tiempo atrás.

Al principio de aquel verano los sarracenos asolaron la llanada de Álava, tal y como Teudano y yo habíamos avisado. Gracias a Dios, las gentes de aquella tierra, convenientemente advertidas, pudieron ponerse a salvo. Los moros saquearon aquella parte de la frontera, pero apenas capturaron esclavos: todo el mundo había huido antes de su llegada. Hubo caballeros que clamaron venganza y pidieron salir a combatir. Alfonso, severo, les contradecía:

—Lanzar a quinientos guerreros contra esos ejércitos es tanto como perder a quinientos guerreros. Y no podemos permitirnos perder ni a un solo hombre. Todavía no. No ha llegado el momento de pasar a la ofensiva. Primero hemos de recomponer nuestras huestes. Cuando estemos preparados para golpear, lo haremos. Pero, por el momento, hemos de estar preparados para encajar. Ya devolveremos el golpe cuando Dios nos dé fuerzas. Esta es mi orden y esto es lo que se hará.

También supimos que el emir Hisam se había rodeado de nuevos generales. Los viejos alfiles de su padre Abderramán, los generales Abu Utman y Yusuf, fueron jubilados con honores. En su lugar aparecieron dos nuevos jefes guerreros: los hermanos Abd al-Malik y Abd al-Karim, hijos de Abd al-Wahid, nietos de al-Mugait, el conquistador de Córdoba.

Alfonso seguía convencido de que el objetivo principal de Hisam era lustrar su pedestal con una victoria sobre los francos y los hechos le dieron la razón. El verano siguiente llegó a la corte de Oviedo un monje gallego. Había estado con el venerable Adulfo en el sínodo de Ratisbona y después permaneció en tierras de Carlomagno algunos meses. Allí había sido testigo de cómo el azote musulmán cayó sobre los francos.

Lo que contó aquel hombre sembró la alarma en nuestros corazones. El emir Hisam había proclamado la guerra santa, que ellos llaman
yihad
. Así levantó el mayor ejército jamás reclutado por Córdoba. Miles de caballos y decenas de máquinas de guerra —nosotros conocíamos el origen de aquello— fueron puestos a disposición del general Abd al-Malik. La hueste sarracena marchó hacia Zaragoza, donde recibió nuevas incorporaciones. Después se dirigió al paso oriental de los Pirineos y atacó Gerona arrasando cuanto encontró a su paso.

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