Cargamos con la furia de la venganza. De todas las venganzas. Yo no veía otra cosa que los cabellos rubios de Deva mientras corría pendiente abajo, segando brazos y cuellos con mi cimitarra. Estaba ciego de ira. Toda la rabia de los hijos de Asturias caía sobre la muchedumbre mora, primero quebrada por la lluvia de piedras y flechas y ahora inerme en el lodazal. Las paredes de los montes hacían eco al rugido de los guerreros y al grito horrísono de los heridos. Aquel fragor excitaba los sentidos hasta el límite de la consciencia. Un choque, luego otro, después otro aún. En uno de estos lances sentí un agudo pinchazo en mi rostro; contesté sin mirar con un revés de sable. El enemigo cayó. Un chorro de sangre me nubló la vista: el moro me había dado un tajo que rasgaba mi rostro desde la sien derecha hasta el mentón.
Me detuve, asustado. Palpé mi frente, mi oreja, mi ojo, mi nariz. Comprobé que todo estaba en su sitio. De súbito vi a un hombre que se levantaba del suelo, los brazos en alto, como implorando piedad. Apenas reparé, un instante fugaz, en sus lujosas vestiduras blancas, en su vistosa coraza de cuero repujado, en la autoridad de su gesto. Cambié de mano el arma, esgrimí la azagaya y la lancé sobre el desdichado. El arma se clavó en su pecho y un borbotón de sangre asomó a la boca del moro. Solo cuando me acerqué al cadáver para recuperar mi azagaya me percaté de quién era la víctima.
Sí, yo maté al general Abd al-Malik, hijo de Abd al-Wahid, nieto de Al-Mugait, conquistador de Córdoba. Me quedé con sus botas.
Cuando terminó el combate, los hombres se precipitaron sobre el botín. En el lecho de fango, entre los cadáveres de los vencidos, descansaban los sacos de grano, las joyas, las armas, las vasijas de plata, los copones robados en las iglesias, los lienzos de telas… Ahora los vencedores eran los legítimos dueños de todo aquello. Alfonso ordenó que los objetos sagrados fueran devueltos a las iglesias; todo lo demás quedaría en manos de los guerreros triunfantes de Lutos.
El rey me halló junto a Abd al-Malik. El jefe moro, muerto a mis pies. Mi cara, sangrando. En aquel mismo momento, sobre el campo, Alfonso el Casto me nombró caballero.
Tardé semanas en recuperarme de la herida del rostro. Me la cosieron de mala manera en el propio campo de batalla, con la pésima fortuna de que el tajo se infectó. Caí inconsciente antes de llegar a Oviedo. Allí me llevaron a una celda del monasterio de San Vicente, la casa del abad Fromestano. Fue idea de Teudano, porque era fama que los hijos de San Benito habían guardado los conocimientos médicos de los antiguos. Durante días padecí fiebres y delirios. Me trataron con misteriosas hierbas y esencia de cobre. Poco a poco volví en mí. Cuando desperté, me contaron que una hermosa damisela había preguntado por mí tres veces. Me dieron su nombre: la hijastra de Nepociano. ¡Era Creusa!
De aquel lance de Lutos conservé, además de las botas del difunto general Abd al-Malik, una rotunda cicatriz en el lado derecho de la cara. No era la señal más adecuada para llamar al amor, pero sí para granjearme el respeto de mis compañeros de armas. En cuanto al amor… no podía olvidar a Deva, pero cada vez iba siendo más consciente de que no volvería a verla nunca más. La rabia de los primeros meses de ausencia había dejado ya paso a una fría cólera, y ahora, poco a poco, ese sentimiento dejaba a su vez lugar a una húmeda melancolía, una nostalgia de lo que no pudo ser. Quizá la cercanía de la seductora Creusa colaboró a ello.
Ya os he dicho que Alfonso me nombró caballero en el campo del honor, sobre el cadáver del general Abd al-Malik. Esta era la mayor distinción que yo podía desear. Como enfermé en el camino de vuelta, la ceremonia de ordenación se dilató. Hubo que esperar algunas semanas. Finalmente, se fijó la fecha para el mes de octubre del año de Nuestro Señor de 794. Yo acababa de cumplir veinte años. Escogí como escenario la propia iglesia de San Vicente. El rey Alfonso me hizo el inmenso honor de ser mi padrino; en la ordenación me acompañaron como testigos mi jefe Gadaxara y mi camarada Teudano.
La ordenación como caballero es algo que un guerrero no puede olvidar jamás. Fue una ceremonia austera y escueta, pero la recuerdo con una emoción profunda, como la que inspira un sacramento. Pasé una noche en vela en San Vicente, frente al sagrario, en oración y ayuno. Me había ataviado con las prescriptivas vestiduras blancas que debían manifestar la pureza de mi compromiso. Al amanecer confesé y participé en la eucaristía con los monjes del cenobio. Descansé unas horas antes de vestir mi cota de malla y el casco que fabricó el herrero Ramiro. Teudano me trajo una espada: una hermosa pieza bien templada, muy bien equilibrada en la cruz, de gavilanes rectos y empuñadura fina bajo un pomo ornado con una gema. Ese fue el regalo de mi jefe: iba a ser mi espada. El rey apareció hacia el mediodía. Con él venía el abad Fromestano. Conforme manda la regla, salí a su encuentro con la espada desenvainada.
—¿Estás preparado, Zonio de Mena? —dijo el rey.
—Estoy preparado, mi señor —contesté yo.
El rey entró con Gadaxara y Teudano en la iglesia. Los tres se situaron en una capilla lateral. Yo fui tras ellos y me prosterné ante Alfonso. Pronuncié las frases de ritual:
—Deseo ser armado caballero. Por mi honor juro defender con mi vida nuestra fe cristiana, las tierras del reino de Oviedo y la vida de mi señor el rey don Alfonso.
—Puesto que deseas ser armado caballero —respondió el rey—, yo te acepto como tal y te nombro caballero en el nombre del apóstol Santiago y de Dios Nuestro Señor.
El rey golpeó levemente mi cabeza con su espada. Me puse en pie. Mi padrino y los dos testigos me besaron. Desde ese día fui caballero. Más aún: pasé a formar parte de los fieles del rey.
Alfonso me preguntó qué escudo de armas llevaría como signo de mi nombre. Yo lo había pensado bien: un jabalí blanco sobre fondo azul celeste. El jabalí blanco evocaba aquel episodio de mi primera juventud que tan honda huella dejó en mi espíritu. El celeste quería evocar los ojos de Deva, mi dama para siempre perdida.
Los meses siguientes fueron de preparación para lo que inevitablemente vendría. Córdoba no podía dejar sin venganza el episodio de Lutos. Todos sabíamos que a partir de la primavera siguiente, cuando el sol hubiera despejado la nieve de los caminos, tendríamos que afrontar una nueva prueba. Y sería muy dura.
Un día el rey nos llamó a los fieles. Nos convocó a su cámara. Con él estaban el abad Fromestano y el conde Basiliscus. Alfonso observaba el tablero de ajedrez. Aquel juego había dejado de ser un pasatiempo para convertirse en algo parecido a una obsesión. Se acercó a las piezas. Cogió en sus manos la figura del rey.
—Hisam sabe jugar al ajedrez —dijo Alfonso—. Esto es lo que busca: el rey. Es decir, mi persona. Su ejército volverá. En cuanto haya pasado el invierno tendremos aquí nuevamente a los hijos de Córdoba. Serán más y vendrán más fuertes. Traerán ánimos de venganza por la muerte de su mejor general. Están obligados a lavar la afrenta que les hemos infligido al derrotar al ejército que venció a los francos. Pero, por encima de todo, Hisam sabe que atrapándome a mí habrá ganado la partida. Eso nos obliga a cambiar la manera de actuar.
Alfonso clavó sus ojos grises en todos y cada uno de nosotros. Dejó la pieza sobre el tablero y prosiguió:
—El emir ha declarado la «guerra santa». Esta vez no vendrán partidas de saqueadores: esta vez vendrá un ejército dispuesto a aplastarnos. Estoy seguro. No perderá tiempo en arrasar vegas y robar ganado; marchará directamente hacia nuestra capital. Buscará mi cabeza para mandarla a Córdoba clavada en una lanza. Dios sabe que no me asustan la muerte ni el martirio, pero hemos de hacer lo posible para eludir la amenaza. Mirad lo que hemos conseguido: nuestro reino florece, los golpes del enemigo no nos doblegan, Carlomagno y Roma nos reconocen, somos ya la cabeza de la España cristiana y por primera vez nuestras fronteras se proyectan hacia el sur. Somos libres. Si ahora flaqueamos, volverá la esclavitud.
Toda la asamblea asintió. En realidad, poco había que oponer a las palabras de Alfonso: el rey tenía razón y todos lo sabíamos. Gadaxara fue el primero en preguntar:
—¿Cuáles son vuestras órdenes?
—Ante todo, preparar las cosas para recibir al enemigo —respondió el rey—. Los moros ya saben que por la vía de la Mesa pueden entrar en el reino sin exponerse a emboscadas de montaña. Seguramente se agruparán en Astorga y querrán penetrar por ahí. No les dejaremos entrar. Formaremos un ejército con todo lo que tengamos. Hay que aprovechar el invierno para alinear a los hombres. Toda la gente de armas del reino tiene que estar avisada. Eso incluye a gallegos y vascones. Hay que empezar a dar noticia cuanto antes. Teudano hablará con los gallegos. Gadaxara, con los vascones. Cuando empiece el verano, nuestros hombres deberán concentrarse ya en torno a Oviedo. Hay que prever que podamos estar un par de meses inactivos, esperando. El abad Fromestano se encargará de disponerlo todo para el avituallamiento. Por otra parte, Teudano, es importante que nuestros informadores estén alerta. Cuanto antes conozcamos la dimensión del ejército enemigo y su ruta, mejor podremos preparar la defensa. Ese será el tablero. Y que Dios nos ayude.
Así se hizo. Aquella Navidad la celebramos los hombres de la hueste en el campo: recogiendo caballos, haciendo acopio de provisiones, visitando aldeas, estudiando rutas… Cuando acabó el invierno habíamos alistado a cerca de diez mil hombres entre caballeros y peones. Teudano y yo ocupamos varias semanas en adiestrar a las gentes que pudimos reunir en los entornos de Oviedo. ¡Cómo nos habría ayudado en este trance tener a mi añorado
miles
Juan! No hubo aldea que no comprometiera al menos un mozo: en cuanto terminara la cosecha, todos esos hombres se incorporarían a la hueste del rey. La ocasión lo requería.
A medida que el verano se acercaba, los distintos jefes de hueste fueron apareciendo allí con sus mesnadas, lo mismo los nobles gallegos que los jefes vascones. El rey, prudente, dispuso tres cuerpos para prevenir los posibles caminos de penetración del enemigo. Uno de esos cuerpos, de en torno a dos mil jinetes, acudiría al este para cubrir las llanuras de Álava y la Bardulia. El segundo, de otros dos mil hombres, se situaría detrás del Bierzo, en la calzada que conducía a Lugo. El tercero y principal, con el propio rey al frente, iba a emplazarse en las Babias cubriendo dos de las vías de entrada a Oviedo: el puerto de la Mesa y el puerto de la Ventana. Teudano marchó con el grupo del oeste. A Gadaxara y a mí nos correspondió el núcleo central.
El lugar que Alfonso había escogido para esperar a los musulmanes presentaba muchas ventajas: se trataba de una estrecha llanura entre las diminutas aldeas de Cabrillanes y San Emiliano, un terreno de praderas que, a nuestras espaldas, quedaba protegido por montañas. Frente a nosotros teníamos los montes de Omaña y Luna. Veríamos venir a los moros con tiempo suficiente para preparar la defensa. Si la cosa se torcía, la Mesa y la Ventana ofrecían dos buenas vías de escape. La lucha sería dura, pero era posible aguantar. Ya solo restaba aguardar la inevitable llegada del enemigo.
Apenas nos habíamos instalado en la llanura de las Babias, terminando el mes de agosto, cuando llegó un mensajero. Traía noticias alarmantes: constaba la salida de Córdoba de dos fuertes ejércitos musulmanes, pero ambos caminaban hacia el noroeste con dirección a Astorga; no había señal alguna de ejércitos moros en dirección al este. Eso significaba que Córdoba iba a concentrar toda su potencia sobre nuestro frente. ¡Y nosotros teníamos a parte de nuestra hueste en oreinte, a varios días de distancia! Alfonso cursó órdenes para que el contingente desplazado a las tierras de Álava se incorporara a toda prisa al lado occidental. No tendría tiempo material de llegar a las Babias, pero al menos podría estacionarse algo más al norte, en la confluencia del Trubia con el Nalón, cerca de Oviedo, y protegernos las espaldas.
La sorprendente maniobra mora hablaba con elocuencia: el emir Hisam se había propuesto aniquilarnos. Alfonso, no obstante, desconfiaba.
—Si yo estuviera en el lugar de Hisam, no concentraría toda mi fuerza en un solo punto: es demasiado arriesgado en un territorio como este. Él sabe que nosotros somos pocos. Si yo fuera él, más bien trataría de dividir la fuerza enemiga y envolverla. Por eso nos ha enviado dos ejércitos distintos. Uno va a ir contra nosotros, el fundamental. El otro seguramente saqueará Galicia. A estas horas Hisam ya debe de saber dónde estamos y cuántos somos. Él también tiene espías. Por tanto, sin duda conoce que nuestra cobertura en Galicia es muy escasa. Y no podemos prescindir de ella; de lo contrario, nos arriesgamos a que los moros saqueen libremente el país. Recemos para que Teudano sepa frenarlos.