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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (35 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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Ahora los moderados gestos de alivio se convirtieron en un aullido de júbilo. Particularmente relevante era la noticia de que las ciudades del emirato se levantaban. Yo miré fijamente a Nepociano, que escuchaba estas palabras del rey con la cabeza baja y una media sonrisa en los labios. ¿Habrían sido sus agentes los que habían movido la agitación? ¿Era ese el precio de su nombramiento como conde de palacio?

—Demos gracias al Señor porque nos ha salvado —continuaba Alfonso—. No habríamos estado en condiciones de sostener un tercer ataque contra Oviedo. Esta tarde el abad Fromestano dirigirá en San Vicente los oficios en acción de gracias. Ahora, Teudano, reúne a los caballeros y pasad conmigo a la cámara.

Me sorprendió que el rey pidiera públicamente una reunión a solas con nosotros, sus fieles. Los notables de palacio no disimularon sus gestos de contrariedad. Quizás el rey quería manifestar que estaba bien protegido, por si a alguien se le había ocurrido intentar algo contra su persona. El hecho es que allí fuimos Teudano, otros diez hombres y yo, expectantes ante lo que el rey nos pudiera decir. Alfonso se abrió paso hasta la sala. Nosotros, detrás. Cuando entró en la cámara, el rey se dirigió a la mesa donde reposaba el tablero de ajedrez. Con una sonrisa amarga, tomó en sus manos la pieza del rey negro: «Solo Dios es todopoderoso», musitó. Dejó la pieza tumbada, víctima de un imprevisible jaque mate. Después nos dirigió una larga mirada, uno a uno, como queriendo leer en nuestros rostros:

—Todos habéis combatido conmigo. Todos habéis vertido sangre por mí. Este año podía haber sido para todos nosotros el último antes de rendir cuentas ante Dios. La Providencia ha querido otra cosa. Alabado sea Dios. Ahora podemos desentendernos un poco de la amenaza exterior y centrar nuestra atención en la amenaza interior. Todos conocéis que en el reino hay quien aspira a un destino distinto para Asturias; un destino que nos llevaría a la esclavitud. Temo que algún magnate traicione su juramento y haga movimientos inoportunos. Por eso este año nuestra estrategia cambiará de dirección.

Nos miramos unos a otros con cierta turbación. Esto que el rey planteaba era nuevo:

—No reuniremos un gran ejército en la frontera. No es preciso. Lo que haremos será concentrar nuestras mesnadas en puntos sensibles del reino, de manera que la fuerza del rey se haga presente junto a la de los señores locales. Formaremos tres grupos. Uno se acantonará en Lugo y desde allí vigilará a los señores gallegos. Teudano, encárgate tú. —Mi compañero asintió con un movimiento de cabeza—. Otro permanecerá junto a mí, en Oviedo, para no perder de vista a los magnates asturianos. Y ha de haber un tercer grupo en oriente para controlar Cantabria, las Bardulias y las tierras de los vascones. Zonio —me interpeló el rey—, ¿tú no eras de Mena? —Asentí—. Tú lo harás.

Así fue como aquel año marché de nuevo al oriente del reino. Conmigo llevaba a mis diez muchachos y a un par de cientos de peones de la mesnada del rey. Decidí que pondría mi bastión en el castillo de Espinosa, tan mal defendido. Era la primera vez que asumía semejante responsabilidad.

El castillo de Espinosa estaba bien construido: gruesas piedras de la vieja Area Patriniani romana habían servido para edificarlo y el terreno ayudaba a darle altura sobre una elevación natural. El talento de mi hermano Vítulo había hecho lo demás. Era una construcción sencilla, pero asombrosamente práctica: gran patio, corredores bien comunicados sobre la muralla, tres puntos defensivos en otras tantas esquinas y, en la cuarta, una alta y fuerte torre. A los pies de la muralla, en el interior, Vítulo había hecho construir cobertizos para guardar vituallas y dar refugio a las gentes del lugar.

Como jefe de la mesnada, me correspondía la obligación de dar sustento a mis hombres. Las provisiones aportadas por Vítulo no bastaban. Me fue necesario recoger algunos víveres suplementarios. En Mena fueron generosos conmigo. También envié hombres a comprar ganado a los pastores de Trespaderne.

Otra de mis ocupaciones fue asentar una buena red de enlaces con los otros castillos de la región, especialmente con los del este, desde Frías y Oña hasta Iruña pasando por Lantarón. Eso me permitiría tener un control eficaz de la frontera y, de paso, saber si don García, don Tello y don Munio estaban cumpliendo sus obligaciones. Para cerciorarme bien, yo mismo efectúe en alguna ocasión ese trabajo de enlace.

Todas estas precauciones fueron de enorme utilidad cuando un enlace de Iruña nos trajo una noticia perturbadora: huestes moras habían aparecido en los alrededores de Calahorra, la vieja ciudad de los mártires Emeterio y Celedonio, muy al este de nuestra posición. Aquel año —nos había dicho el rey— no habría ataque sobre Oviedo. ¿Estábamos entonces ante una aceifa menor en tierras de fácil saqueo? Inmediatamente ordené que cuadrillas de exploradores salieran a los caminos: tenía que cerciorarme de quién estaba atacando y por dónde. Lo mismo podía ser una aceifa de los Banu-Qasi, los señores musulmanes del ancho valle del Ebro, que un ataque de tropas de Córdoba. Si eran los Banu-Qasi, seguramente la ofensiva no iría más allá; pero si eran los cordobeses, cabía la posibilidad de que intentaran penetrar en tierras de Álava, como otras veces, e incluso llegar al corazón de los valles cántabros.

Fue un jinete del castillo de Iruña quien nos dio la solución: una fuerte columna sarracena había salido de Calahorra en dirección noroeste, había asolado las llanuras de Álava después de cruzar el Ebro y ahora se dirigía hacia la tierra de Ayala burlando por el norte la vigilancia de los castillos de Iruña y Añana. Me estremecí al escuchar que los moros iban contra Ayala: allí debía de estar doña Argilo. Entre la llanada alavesa y Ayala no había otro obstáculo que la aldea de Orduña, apenas fortificada. A toda velocidad reuní a los hombres y partí hacia Ayala por el camino más corto: el valle de Mena, que conocía como la palma de mi mano. Cursé órdenes a los castillos cercanos para que movilizaran a sus huestes: todos debíamos reunirnos en la aldea de Amurrio, a orillas del Nervión. Confiaba en poder cortar allí el paso a los moros.

Caminando a marchas forzadas, aprovechando hasta el último rayo del sol, tardamos día y medio en llegar a las cercanías de Amurrio. Por el camino se nos sumó una pequeña hueste en Mena y en la propia tierra de Ayala, adonde por fortuna aún no habían llegado los sarracenos. No seríamos más de trescientos hombres, pero era suficiente para detener la marcha del enemigo hasta que aparecieran los refuerzos que esperaba de los castillos cercanos. Cierto que, si los refuerzos no venían, nuestra muerte sería segura.

Pasamos una noche acampados; no vino nadie. La jornada siguiente, tampoco. Los moros no podían andar muy lejos. Envié jinetes a reconocer el terreno. Localizaron al enemigo en el paraje de Oyardo, donde corre el arroyo del mismo nombre, saqueando las vegas cercanas y robando ganado. Los exploradores habían visto con claridad al enemigo. Unos dos mil hombres. Me describieron a su jefe: sus vestiduras blancas bajo una coraza de cuero negro bellamente repujado. Y un estandarte verde a su lado. ¿Sería Abd al-Karim, el mejor general de Córdoba? Yo seguía calzando las botas que arranqué al cadáver de su hermano, muerto por mi azagaya.

Gracias a Dios, a la mañana siguiente aparecieron las primeras ayudas: Munio Núñez con un centenar de caballeros de Iruña y Tello con otro centenar de Lantarón y Añana. No era mucho, pero eso ya nos daba una cierta garantía. Yo recordaba muy bien las enseñanzas del
miles
Juan sobre cómo combatir a los moros en condiciones de inferioridad numérica: sorprender, golpear y desorganizar. Expliqué a don Munio y don Tello mi plan: un par de leguas al sureste de nuestra posición, en el camino hacia Oyardo, la ruta atraviesa por una garganta entre dos alturas trazando una sinuosa curva. Si nos poníamos inmediatamente en movimiento, llegaríamos allí antes que ellos. Y desde aquel paraje, ganando las alturas y cerrando la salida de la curva, podríamos golpear al enemigo con enorme ventaja. Se aceptó mi plan. Y para más bendición, a los pocos instantes aparecía don García con dos centenares de guerreros de Frías y Oña. En aquel instante me sentí invencible.

Sin complicaciones pudimos desplegar a nuestros peones en las alturas convenidas. Yo me quedé con don Munio y unos doscientos jinetes en la salida de la curva del camino. Don Tello propuso, sobre la marcha, disponer otro cuerpo para cerrar también la entrada y aniquilar al ejército moro. No lo vi claro: nosotros no llegábamos al millar y ellos nos doblaban en número. Jugar tan fuerte podía suponernos la derrota, y entonces la ruta hacia Ayala quedaría expedita para el moro. ¿No sería mejor dejarles una vía de salida y así tener mayor certeza de que huirían? Don Munio y don García se mostraron de acuerdo. Tiempo habría para golpearles en la retirada.

La hueste del moro entró en la curva de la garganta. Iban los sarracenos desprevenidos, riendo a grandes voces, cargados ya de botín y de esclavos. Sin duda esperaban un paseo. Cuando la mayor parte de la tropa enemiga estuvo dentro de la trampa, sonaron los cuernos dando la señal de ataque. Rocas, troncos y dardos cayeron sobre la morisma. Entonces Munio y yo cargamos desde nuestra posición para cerrar el camino. Y en ese momento centenares de peones se descolgaron laderas abajo causando en el enemigo gran mortandad. Completamente desconcertados, los sarracenos empezaron a moverse sin sentido. Vi al jefe de la hueste enemiga: era, sí, Abd al-Karim. El general de Córdoba trataba inútilmente de organizar a sus hombres. Finalmente, se retiró a toda prisa hacia su retaguardia. Los moros huían. Habíamos ganado.

La refriega duró apenas unos minutos: lo suficiente para que los musulmanes se vieran atrapados en una celada que juzgaron mortal. Pusieron pies en polvorosa con una celeridad inaudita. Tal vez Abd al-Karim recordó la triste suerte de su hermano en la emboscada de Lutos. El hecho es que los moros dejaron sobre el campo todo su botín. Entre otras cosas, abandonaron la tienda de su propio general, que reclamé como mía en cuanto descubrí de qué se trataba. Aquella tienda iría a adornar la sala de trofeos del rey Alfonso. Además, pudimos apresar a un centenar de sarracenos y, a la par, dimos libertad a los cautivos cristianos que el moro traía. Nuestras bajas fueron mínimas. Para mi alegría, ninguno de mis diez muchachos resultó herido de gravedad.

Para los sarracenos no terminó la pesadilla, porque don Tello, obstinado, porfió en perseguirlos mientras se retiraban. No pudo hacer gran cosa porque Abd al-Karim, general experto, recompuso sus filas en cuanto se vio fuera de la garganta y procedió a una retirada ordenada. Quizá se le pasó por la cabeza volver para vengar la humillación, pero no lo hizo. La batalla ya estaba decidida. Y era nuestra.

Desde aquel día me unió una fraternal amistad a don Munio, el bravo prometido de la dulce doña Argilo. Él se encargó de llevar a Oviedo —yo me resistía a aparecer por allí— a los cautivos moros. También llevó los trofeos del combate; entre ellos, la lujosa tienda de campaña de Abd al-Karim. Más tarde me enteraría de que el rey Alfonso resolvió enviar aquella tienda a Carlomagno a modo de presente. Fue un honor.

La victoria sobre los moros en el camino de Amurrio me otorgó una mayor autoridad sobre los hombres del país de los castillos. Desde mi baluarte de Espinosa pude organizar con mejor fortuna la defensa de la frontera. El botín capturado a los moros surtió aquel invierno las despensas de Mena y Espinosa.

Algunas semanas después de la batalla, cuando ya el otoño se anunciaba en las hojas de los árboles, vino a verme Ramiro, el herrero de Mena. Traía mi azagaya. Parecía otra. Tal y como le indiqué, uno de los filos había cobrado mayor profundidad de corte, y el otro, rebajado, lucía ahora un terrible espolón. «Tú verás qué haces ahora con esto», me dijo Ramiro. Empuñé el arma. Me pareció bellísima. Ensayé algunos movimientos. El filo convexo cortaba el aire y el espolón golpeaba con contundencia. La punta, por lo demás, seguía funcionando como lanza en combate de proximidad. Era exactamente lo que necesitaba. Pagué a Ramiro con un saco de alubias: parte del botín de Amurrio. Él quiso negarse, pero le convencí con un argumento que no pudo refutar: «Con esto podrás comprar más acero para tus ingenios».

En aquellos meses no pisé Oviedo. Incluso las noticias que de allí recibía me incomodaban. Yo pasaba todo el tiempo posible con mis diez muchachos, cabalgando por la frontera y visitando castillos. Estreché lazos con don García y con don Munio. Algo menos con don Tello. En todo caso, me gustaba aquella vida de señor de un castillo al lado de mi hermano Vítulo y a unas pocas leguas de mis padres. Pero después de la Navidad del año 797, que pasé nuevamente con Lebato y Muniadona, recibí un mensaje de Teudano: todos los jefes de hueste debíamos incorporarnos a Oviedo en cuanto la nieve desapareciera de los caminos.

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