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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (8 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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El monasterio de San Martín de Turieno estaba a poca distancia de Potes, apenas una hora de lento camino por una senda empinada, pero cómoda. Terminé el trayecto a pie, llevando a mi mula de las riendas. El de los pies heridos había tomado mi lugar sobre el animal. El chico estaba realmente asustado. Le pregunté su nombre. Con dos ojos de azabache incandescente bajo una espesa melena negra, me contestó: «Braulio. De Onís». Yo le di razón de mí: «Zonio. De Mena».

No tardamos en divisar el monasterio. Era el más grande de cuantos había visto hasta entonces; más incluso que el de Somorrostro. Entonces el hermano, siempre sobre su mula, habló:

—Me llamo Fernán. Estáis en San Martín de Turieno. Hace mucho tiempo, más de doscientos años, un santo varón llamado Toribio, natural de estas tierras, subió al monte de la Viorna, que es este que veis aquí al lado. Un ángel se le apareció y le ordenó lanzar su cayado cuan lejos pudiera. «Donde caiga el cayado, levanta un monasterio», dijo el ángel. Así lo hizo Santo Toribio. El monje se puso al trabajo y requirió la ayuda de los lugareños. Pero estos se hallaban demasiado atareados en sus ocupaciones y rehusaron echarle una mano. Toribio marchó al bosque a meditar. En ese momento vio cómo un feroz toro y un enorme oso peleaban a muerte. Toribio avanzó, con la ayuda de Dios amansó a las fieras y unció ambas al yugo para que arrastraran las piedras del templo. Los lebaniegos, al ver este prodigio, acudieron en tropel para trabajar junto a Toribio. Nuestro fundador depositó aquí los divinos restos de la vera cruz de Cristo, un trozo del
lignum crucis
que había traído de su peregrinación a Palestina. Desde entonces veneramos a la cruz junto a los huesos del propio Santo Toribio.

¡Un fragmento de la cruz de Cristo! Me emocioné al pensar que durante los próximos años de mi existencia iba a vivir junto a semejante tesoro. Súbitamente me invadió una inefable alegría. El hermano Fernán siguió hablando:

—En esta casa vivimos según la regla de San Benito, que es la norma de oro de las comunidades monásticas. Rezamos y trabajamos.
Ora et labora
. Trabajamos y rezamos. Todo por gloria a Dios. Entregamos nuestras vidas a Dios para que Él nos libre de todo mal y nos lleve de la mano al paraíso. Nuestro abad se llama Ramiro; el padre Ramiro. Humildad. Obediencia. Silencio. Así vivimos por amor de Nuestro Señor. Vosotros venís para ser como nosotros, pero aún os queda camino. Como dice el apóstol, es preciso probar a los espíritus para ver si son de Dios. En los primeros días de vuestra estancia aquí no viviréis con nosotros. Tendréis que demostrar paciencia y perseverancia. Después de cuatro o cinco días, y si perseveráis, se os permitirá entrar a la hospedería. Y luego, si vuestro ánimo aún se mantiene, entraréis en el noviciado. Allí se os asignará un anciano para guiaros. Al cabo de dos meses de prueba, seréis confirmados como novicios. Y diez meses después, si habéis demostrado ser capaces de perseverar en la vocación, podréis ser recibidos en la comunidad.

El monje decía todas estas cosas de manera rutinaria, como un formulismo que sin duda se veía obligado a repetir cada poco tiempo a los aspirantes. Recordé a Guma y su reiterativo «Dura vida te espera». El hermano Fernán siguió con su perorata:

—Unos sois hijos de nobles y otros, hijos de labriegos. Algunos habréis dotado al monasterio con una mula o un saco de grano, y otros no tenéis ni zapatos para vuestros pies. Pero olvidad eso, porque vuestro linaje ahora no cuenta nada ante Dios. Ante Él todos somos iguales. Cuando vuestros padres hicieron la oblación, entregaron a sus hijos para que nazcáis a una nueva vida. El que persevere, tendrá recompensa. El que no, que la busque en otro lugar.

Envueltos en tales exhortaciones llegamos al portal de San Martín de Turieno.

Hizo bien el hermano en lanzar todas aquellas advertencias en tono tan conminatorio, porque lo que nos aguardaba en San Martín exigía, ciertamente, perseverancia. «Es preciso probar a los espíritus para ver si son de Dios», citaba el hermano Fernán al apóstol. Y la forma de probarnos consistió en instalar nuestros cuerpos extramuros del monasterio, en unas chamagosas dependencias que más parecían cuadras, de débil techumbre y piso mugriento. Se me cayó el alma a los pies al conocer mi temporal hogar. Pedí a Braulio que me ayudara a poner un poco de orden en aquel antro. Lo hizo de buen grado. También otro de los mozos. No así el cuarto, que se sentó en la solana, la cabeza entre las manos, como vencido por los acontecimientos. El hermano Fernán se marchó.

En los días siguientes tuvimos un plan de vida ciertamente severo. Nos levantábamos antes del alba para rezar laudes con los monjes. Con ellos cubríamos laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas, para dar cumplimiento a lo que dijo el profeta: «Siete veces al día te alabé». A eso se añadía la oración nocturna, pues también sentenció el profeta: «A medianoche me levantaba para darte gracias». No rezábamos junto a los monjes, sino apartados de ellos, fuera del oratorio. Y entre oficio y oficio, nuestro horario se llenaba con trabajos incesantes, especialmente acres todos ellos: limpiar estiércol, acarrear alimentos y agua, barrer suelos, reparar la irreparable techumbre de nuestra cuadra…

La comida también resultó ser más pobre de lo que habíamos intuido en Potes. La regla de San Benito era muy estricta en eso: dos platos cocidos una vez al día. Nada más. Si había frutas y legumbres, podía añadirse un tercer plato. Junto a eso, una libra de pan por persona. Si los rigores del trabajo diario aconsejaban añadir una cena, esta debía deducirse de la cantidad diaria asignada. O sea que en realidad no hacíamos dos comidas, sino una en dos veces. Y quedaba expresamente vetada la carne de cuadrúpedos, salvo para los enfermos muy débiles. Al enterarme de esto, no pude sino pensar en el gesto de los monjes de Laredo cuando les ofrecí mi longaniza. La austeridad se recrudecía aún más en los mozos, es decir, nosotros, porque la regla señalaba muy claramente que «a los niños de tierna edad no se les dé la misma cantidad que a los mayores, sino menos, guardando en todo la templanza». Porque «nada es tan contrario a todo cristiano como la glotonería», según escribió el santo de Nursia.

Llevábamos así tres días cuando uno de los mozos, de nombre Anastasio, se quebró. Era el mismo que el primer día había rehusado ayudarnos en la cuadra. Ante una orden particularmente desagradable —vaciar las letrinas del convento—, se revolvió y desafió al hermano Fernán. Este miró fijamente al revoltoso. Nosotros también: todos sabíamos que este singular purgatorio era solo un breve periodo de prueba y que su objetivo era templar precisamente nuestra humildad. Anastasio había fallado de manera lamentable. El hermano Fernán asió por un brazo a nuestro compañero. Le llevó consigo al interior del convento. Esa misma tarde Anastasio abandonó San Martín.

Cumplido el cuarto día de purgatorio, otro hermano vino para hacernos pasar a la hospedería. Allí se nos dio ropa nueva, lo cual fue una auténtica bendición, porque nuestras lobas y camisas estaban deshechas. A todos nos entregaron lo mismo: dos túnicas, dos cogullas con su capucha, medias y zapatos. También un escapulario para el trabajo. En la hospedería encontramos un dormitorio seco y limpio. Sobre los jergones, una estera, una manta, un cobertor y una almohada. Era lo prescrito en la regla de nuestro padre San Benito. El hermano también nos procuró algunos objetos: un cinturón, un cuchillo, una pluma, una aguja para coser, un pañuelo, material para escribir… A eso tendrían que limitarse nuestras posesiones «para eliminar todo pretexto de necesidad». El hermano nos advirtió: con frecuencia se os revisarán las camas, para evitar que nadie guarde allí cosas inconvenientes. La regla ordenaba «cortar de raíz el vicio de la propiedad».

Una vez instalados en el interior del convento, recibimos la visita del abad: el padre Ramiro, un hombre maduro de infinita bondad en sus ojos claros, nimbado por una barba blanca que le confería un aspecto bíblico, como de gran patriarca. Ramiro se interesó por nuestros nombres y nuestro origen, preguntó por nuestras familias y nos repitió las mismas admoniciones que ya nos había hecho el hermano Fernán camino de San Martín, pero en sus labios aquellas advertencias cobraban una dulzura extrema, hija del amor. Luego nos interrogó acerca de nuestras habilidades. De los cuatro mozos, solo yo sabía leer y escribir. Me destinaron al scriptorium. Así conocí a Beato de Liébana.

Beato era un monje de extraordinaria reputación. Su fama había saltado los límites de Liébana. Incluso mi hermano Vítulo me había hablado de él. Años antes, el sabio Beato había escrito un
Comentario al Apocalipsis de San Juan
que estaba pasando de copia en copia por todos los conventos del reino. Para mí fue un auténtico honor que me destinaran a su lado.

A Beato le llamaban de Liébana, pero en realidad no era originario de este valle, sino que venía de Toledo. Cuando la vieja capital cayó en poder de los sarracenos, el maestro, que entonces era un niño, huyó junto a su familia. Se refugió en Osma. Allí profesó y tomó los hábitos de la mano del presbítero Eterio, que sería después obispo. Pero aquel lugar tampoco era seguro, de manera que Beato y Eterio, con los suyos, marcharon al norte. Otras muchas comunidades habían abandonado el sur para instalarse en el reino del norte, como los monjes de Samos, que eran mozárabes de Toledo, o el propio obispo Odoario de Lugo, que, según se decía, venía del norte de África. Lo mismo hicieron Beato y Eterio. Escogieron precisamente este convento de Liébana porque se levantaba cerca de Covadonga y de Cosgaya, los lugares donde la cristiandad había derrotado a los ismaelitas. Y aquí se quedaron.

Cuando me presentaron a él, puse una rodilla en el suelo y pedí su bendición, según se me había enseñado. Beato trazó una cruz sobre mi cabeza y, elevándome los brazos, me instó a ponerme en pie.

—¿Así que sabes escribir y leer? —preguntó—. ¿Quién te ha enseñado?

—Mi hermano Vítulo, que es sacerdote —respondí.

Beato compuso una sonrisa satisfecha y me indicó que le siguiera. Mi maestro era un hombre menudo y vivo. No estaba lejos de la vejez, pero sus movimientos inquietos le daban un aire vigoroso. Fruncía mucho los labios en un mohín nervioso, como si estuviera siempre alerta. Me guió hasta el scriptorium, una larga sala abierta que daba al claustro y cuya única singularidad respecto a las otras dependencias del monasterio eran los pesados escritorios de madera. Había algunos monjes trabajando allí: copiaban o iluminaban manuscritos. Les saludé con una reverencia, pero apenas si me prestaron atención. En las paredes se alineaban varias estanterías dispuestas con algún desorden. Gruesos volúmenes se apiñaban en sus huecos:

—Dice San Benito que los monjes han de leer al menos dos horas al día —me explicó Beato—. Lecturas sagradas, sobre todo, pero también profanas. Aquí encuentran nuestros hermanos todo lo que necesitan.

Me mostró algunos ejemplares: unas
Confesiones
de San Agustín, el
Comentario del Libro de Daniel
por San Jerónimo, unas
Etimologías
de San Isidoro, también textos de San Ambrosio y San Ireneo. Había asimismo volúmenes de Aristóteles, Suetonio y Tertuliano. Me preguntó si sabía algo de ellos. Tuve que contestar, avergonzado, que jamás había oído tales nombres.

—No importa —repuso—. Tienes tiempo para aprender.

Mi trabajo, por el momento, iba a consistir en copiar viejos pergaminos y trasladarlos a volúmenes nuevos. En muchos conventos —me explicó Beato— carecían de libros y, además, no eran pocos los monjes que apenas sabían leer. Eso solo podía corregirse copiando los textos. Aquí, en San Martín, producíamos la materia prima. Pero también hacíamos algo más: Beato escribía explicaciones y síntesis, sus «comentarios», que a la par catequizaban a los hermanos. En esa tarea le ayudaba de manera singular el hermano Eterio.

Beato me condujo hasta Eterio. Nada menos que el obispo Eterio de Osma, el mismo que ordenó a Beato y después había tenido que huir al norte por la presión sarracena. Encontramos a Eterio inclinado sobre uno de los escritorios, de pie, la pluma en una mano y en la otra un grueso cristal. Yo fui hacia él, besé su mano y pedí su bendición.

—¿Quién es? —preguntó Eterio mientras trazaba una cruz sobre mi cabeza.

—El nuevo aprendiz —contestó Beato—. Sabe leer y escribir.

—¿Cómo te llamas? —me interpeló el obispo.

—Zonio. De Mena. —Rectifiqué sobre la marcha—: Hermano Zonio.

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