Read El caballero del jabalí blanco Online

Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (9 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
3.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El obispo Eterio ofrecía el aspecto de un bloque de piedra tallado violentamente por el tiempo. Era ya viejo, pero grande y macizo, y profundas arrugas verticales horadaban su rostro, su cuello, sus manos. En aquellos surcos latía la melancolía de un hombre desposeído, un obispo sin diócesis, un fugitivo bien a su pesar. La ciudad de Osma, que era la sede de Eterio, había permanecido a salvo de la primera acometida de los musulmanes. No lejos de ella alzó el rey Fruela, hijo del primer rey Alfonso, el monasterio de San Miguel del Pedroso, a orillas del río Tirón, que fue confiado a la abadesa Nonnabella, hermana del propio Fruela. Pero cuando los sarracenos empezaron a castigar la frontera, lo mismo San Miguel que Osma, todo aquello tuvo que ser abandonado. Por eso Eterio estaba aquí, como tantos otros.

Eterio volvió a sus pergaminos, que leía dificultosamente con ayuda del cristal, mientras garabateaba letras con su pluma. Yo miré alrededor: los escritorios, los libros, los hermanos trabajando… Uno de ellos, en un rincón, pintaba delicadamente colores en esas curtidas pieles de becerro que llamaban vitelas.

—Eso es un códice —me dijo Beato—. Este concretamente lo vamos a enviar al monasterio de Samos. Es mi
Comentario al Apocalipsis de San Juan
.

¡El famoso comentario del que tanto me había hablado mi hermano Vítulo! Beato había dedicado ese libro a explicar el Apocalipsis a los monjes y sacerdotes del reino. Pero poco a poco, pasando de mano en mano, la obra había empezado a significar algo más. En aquel comentario los cristianos habían encontrado una explicación de su ruina y una expresión de su esperanza. Al igual que el mundo bajo el Apocalipsis, así sufría la España cristiana bajo la férula de Mahoma. La tierra que evangelizó Santiago, el reino hispanogodo, está esclavizada. Su salvación vendrá cuando se restaure la corona sobre todas las tierras cristianas. Eso era lo que nuestra gente entendía al leer el
Comentario del Apocalipsis
. Ahí encajaba el salmo que me confió el viejo monje de Laredo: el Señor revela a las naciones su salvación. Y a nosotros nos la reveló en Covadonga.

El trabajo en el escritorio resultó sumamente grato. La vida ahora, en la hospedería, era sensiblemente más amena que los duros días pasados extramuros. Los nuevos seguíamos encargándonos de trabajos ásperos, pues toda nuestra rutina tenía por único fin comprobar nuestra humildad, pero vivir junto a los monjes y a su mismo ritmo daba un sentido superior a las cosas. En cuanto terminábamos cada una de las oraciones que salpicaban el día, yo corría al escritorio para entregarme a mi tarea. Me habían encomendado la copia del
Epistolario
de San Braulio. Jamás había oído hablar de Braulio ni de las gentes a las que el buen obispo zaragozano se dirigía: Eugenio de Toledo, el abad Emiliano o el rey Chindasvinto. Cada una de aquellas páginas me abría un mundo.

Con frecuencia Beato me sacaba del scriptorium y me llevaba consigo al claustro o al huerto. Allí me hablaba de la vida de Cristo y de los santos apóstoles. También reflexionaba en voz alta sobre la existencia de los hombres y sus afanes, y me recitaba párrafos enteros de los textos sagrados. Otras veces me hablaba de San Benito. Me contó, por ejemplo, que el santo de Nursia había sido nombrado abad de un monasterio italiano, pero los monjes, que no deseaban someterse al exigente tipo de vida que el santo predicaba, decidieron envenenarle. San Benito bendijo a sus monjes y en ese momento el recipiente que contenía el veneno se rompió; por eso se representa al santo con una copa rota. No fue la única vez que intentaron envenenar a San Benito, porque en otra ocasión un sacerdote que le envidiaba quiso matarle con un trozo de pan emponzoñado; el santo lo percibió y ordenó a un cuervo que se llevara el pan lejos de allí, donde no pudiera causar mal a nadie. También por eso suele representarse a San Benito con un cuervo.

A mí me escandalizaban aquellas cosas, y más en particular que los enemigos del santo fueran precisamente sacerdotes y monjes. Entonces Beato me recitaba de memoria aquel pasaje de la regla de San Benito sobre las clases de los monjes:

Es sabido que hay cuatro clases de monjes. La primera es la de los cenobitas, esto es, la de aquellos que viven en un monasterio y que militan bajo una regla y un abad. La segunda clase es la de los anacoretas o ermitaños, quienes, no en el fervor novicio de la vida religiosa, sino después de una larga probación en el monasterio, aprendieron a pelear contra el diablo, enseñados por la ayuda de muchos. Bien adiestrados en las filas de sus hermanos para la lucha solitaria del desierto, se sienten ya seguros sin el consuelo de otros, y son capaces de luchar con solo su mano y su brazo, y con el auxilio de Dios, contra los vicios de la carne y de los pensamientos. La tercera es una pésima clase de monjes: la de los sarabaítas. Estos no han sido probados como oro en el crisol por regla alguna en el magisterio de la experiencia, sino que, blandos como plomo, guardan en sus obras fidelidad al mundo, y mienten a Dios con su tonsura. Viven de dos en dos o de tres en tres, o también solos, sin pastor, reunidos no en los apriscos del Señor sino en los suyos propios. Su ley es la satisfacción de sus gustos: llaman santo a lo que se les ocurre o eligen, y consideran ilícito lo que no les gusta. La cuarta clase de monjes es la de los giróvagos, que se pasan la vida viviendo en diferentes provincias, hospedándose tres o cuatro días en distintos monasterios. Siempre vagabundos, nunca permanecen estables. Son esclavos de sus deseos y de los placeres de la gula, y peores en todo que los sarabaítas. De la misérrima vida de todos estos es mejor callar que hablar. Dejándolos, pues, de lado, vamos a organizar, con la ayuda del Señor, el fortísimo linaje de los cenobitas.

—Que no te escandalice —añadía Beato—. Somos barro como los demás hombres, y llevar este hábito no nos hace mejores. La única diferencia es que nosotros nos sabemos pecadores. Pero ese conocimiento no debe hacernos más soberbios, sino al revés, más humildes. Y poco importa la opinión de la gente, porque nosotros no estamos aquí para ganar el aplauso de las multitudes, sino para ganar la vida eterna.

Pasaron las semanas, llegó el invierno, siguieron sumándose las páginas de mi copia de San Braulio y aumentó mi intimidad con el sabio monje Beato. Los paseos aumentaron en frecuencia y también crecieron las enseñanzas de mi maestro, visiblemente feliz de hallarse ante un catecúmeno dócil y receptivo. Yo no tardé en contarle todo sobre mí: no solo mi vida en Mena, sino también las circunstancias del viaje a San Martín, que tanto me habían impresionado. Le referí, como no podía ser menos, el estremecedor episodio del jabalí blanco en el bosque y el posterior encuentro con los brujos. Beato prestó enorme atención: su característico fruncimiento de labios se acentuó de una manera casi cómica. Todo su cuerpo se puso en tensión:

—Yo he visto una vez un jabalí blanco —me dijo—. Son animales raros. Los griegos inventaron mitos extraños sobre los jabalíes. En muchas historias los consideran enviados de sus dioses, lo mismo para lo bueno que para lo malo. No hay que desdeñar las enseñanzas de los antiguos: eran antiguos, pero no eran estúpidos. Les faltaba la luz de la Revelación, pero a su manera prepararon el camino. En vuestro caso, está claro que el jabalí jugó un papel determinado: os quiso conducir hacia la asamblea de los brujos. Esa era su misión en el drama. En cuanto a los brujos, has de saber que aún mucha gente practica ritos extraños en estos bosques. Me consta que algunos son inofensivos. Pero también sé que no pocas veces invocan al mismísimo demonio. Ese jabalí no era una criatura de Satán, sino más bien lo contrario. En cuanto a los brujos… no temas: si tuvieran poderes sobrenaturales, no habríais salido vivos de allí. O quizás hubierais perdido la razón. Conozco a alguno que ha enloquecido por frecuentar esos sórdidos concilios. Uno empieza a acercarse al mal pensando que podrá controlar su influjo, pero el mal siempre es más fuerte. Por eso hay que alejarse siempre de la tentación. Haces bien en contarme estas cosas. Más vale estar siempre preparado.

Muchas veces Beato peroraba sobre la vida espiritual de las gentes del común, lo mismo reyes que labradores, y lo hacía ex profeso para inculcarme las nociones elementales de la virtud. Recuerdo bien un día invernal, de frío seco, en el que paseábamos por un prado donde se alzaba un único árbol.

—Este paraje que ves —me dijo— se llama «la arboleda del esposo fiel».

—¿Y por qué se llama arboleda —pregunté yo—, si no hay más que un solo árbol?

—Hubo aquí una vez un hombre —me explicó el maestro— que poseía una poblada arboleda. De todos los árboles, solo uno le daba fruto. Con el tiempo, el árbol que daba frutos fue retorciéndose sobre sí; el esfuerzo llenaba de estrías su corteza, doblaba sus ramas, decalvaba sus hojas. A su alrededor se erguían, orgullosos y bellos, los otros árboles de firmes ramas y rica copa. El hombre gozaba acogiéndose a la sombra fresca y protectora de estos últimos. Y todos cuantos pasaban por la arboleda gustaban de sentarse al pie de los altos y frondosos, sin prestar al otro más atención que una sonrisa piadosa. ¿Quién podría resistirse a la seducción de una fresca y grata sombra, al dulce rumor de las hojas? Habría que ser un santo para vencer tal tentación. Incluso nuestro padre San Benito tuvo que arrojarse en cierta ocasión a unas zarzas para dominar los impulsos de su carne. Pero, al mismo tiempo, habría que ser un necio para desdeñar al otro árbol, al único que daba fruto. Cierto invierno extremadamente duro, el dueño de la arboleda se vio en la necesidad de talar los árboles para procurarse leña. No lo dudó: aun con dolor de su corazón, taló todos los árboles de la arboleda. No dejó más que uno: el viejo y retorcido frutal. Porque si alguno había que salvar, ese precisamente era el árbol que daba fruto. Por eso este paraje se llama «arboleda del esposo fiel». Porque así como se requiere la fortaleza de un santo para desoír la atracción de las mujeres, así sería un necio quien renegara de la mujer que le ha dado frutos.

—¿Y el monje? —pregunté yo.

—El monje ya ha encontrado su árbol frutal: la fe que nos sostiene.

Entendí bien el mensaje, pero no podía yo ni sospechar que bien pronto iba a prendarme de otros frutales.

Cierto día, cuando ya llevaba varias semanas en la hospedería y barruntaba mi próximo ingreso en el noviciado, Beato me pidió que dejara mis tareas y acompañara al pueblo al hermano iluminador. El hermano que iluminaba los códices se estaba quedando sin tintes y necesitaba encargar materiales nuevos. Yo no era infeliz entre los muros de San Martín, pero me ilusionó la perspectiva de salir algunas horas de aquellas paredes. Tomamos el camino que bajaba hasta Potes. El hermano iluminador sobre una mula. Yo a pie, llevando las riendas. Y allí ocurrió.

Cuando entramos en el pueblo, vi en una ventana, a nuestra derecha, una cabellera rubia. Era exactamente la misma imagen que ya había llamado mi atención meses atrás, cuando abandoné Potes para ir a San Martín. Esta vez pude detenerme a mirar: la cabellera pertenecía a una muchacha adorable. ¡Y ella me miró a su vez!

El hermano iluminador, sobre su mula, iba explicándome los secretos de las tintas. La tinta negra era la más común, la que más necesitábamos. Desde tiempos de los romanos —me decía— se elaboraba esa tinta revolviendo polvo de humo en una base de gomas. De la mezcla se obtenía una dura pasta que, convenientemente disuelta en agua, permitía escribir.

La muchacha de la cabellera rubia desapareció de la ventana. Disimuladamente miré arriba y abajo tratando de descubrirla. Al poco la vi de nuevo, ahora fuera de la casa, recogiendo una cesta de ropa. Era una criatura enteramente luminosa, envuelta en una gruesa túnica de colores claros, con sus largos cabellos de oro cayendo sobre el delicioso cuerpo en dos gruesas trenzas.

—Pero la negra no es la única tinta que nos interesa —seguía el hermano iluminador—. Necesitamos también tinta roja, y esta es hoy más difícil de conseguir. Para fabricar tinta roja hay que utilizar tierras rojizas o, más preferiblemente, el carmín, que son las huevas de la cochinilla una vez secas y pulverizadas. Pero la cochinilla solo se da en regiones cálidas, lejos de aquí. Por estos pagos usamos más bien el cinabrio, que abunda en las minas cercanas y, correctamente tratado, produce un colorante de excelente calidad.

Yo no veía más color que el de los cabellos de mi amada, pues ya en ese mismo instante pude llamarla así. Nos acercábamos a la casa de la muchacha y, pulgada a pulgada, mi espíritu se llenaba por entero de todo su ser. Con todo detalle recorrí el perfecto óvalo de su rostro, sus ojos de azul celeste, las leves pecas que adornaban su piel…

BOOK: El caballero del jabalí blanco
3.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Spin It Again by Garnier, Red
Nookie (Nookie Series) by Dansby, Anieshea
Jam by Jake Wallis Simons
The Dog With the Old Soul by Jennifer Basye Sander
The King's Dogge by Nigel Green
Resist by sarah crossan
The Silver Pigs by Lindsey Davis