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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (4 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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El herrero, en efecto, nos hacía mucha falta, porque no solo precisábamos herraduras para las bestias, sino también refuerzos y repuestos para los arados. En particular, era imprescindible encontrar arados que profundizaran bien en el suelo y al mismo tiempo removieran la mayor cantidad posible de tierra, porque eso permitiría sembrar con más intensidad y reducir los periodos de barbecho. En Carranza, en la vieja aldea, con nuestros pequeños arados —muchos de ellos aún de madera— hiriendo una tierra ya gastada, había que dejar descansar los campos hasta dos años antes de volver a plantar. Eso significaba que si venía un año de mala cosecha, el hambre nos estrangularía sin piedad. Los arados de hierro hicieron más fácil la labor, pero su construcción exigía una destreza que no estaba al alcance de cualquiera. Ramiro sabía hacerlo, y muy bien, pero el herrero quería más: en algún lugar había oído hablar de unos arados normandos guiados por ruedas y con una reja que se hincaba bien hondo en la tierra más dura. Si además fuera posible voltear la tierra hacia los lados, de manera que cada año fuera como plantar en tierra nueva… Aquellos eran los afanes que ocupaban el espíritu de nuestro herrero.

>Un día mi padre me llevó consigo a la Peña, la torre natural que cerraba nuestro mundo por el suroeste.

—Quiero enseñarte algo —me dijo.

A lo largo del trayecto me fue indicando lomas y hondonadas, prados y cerros y sotos, poniendo nombre a las cosas. Me hizo subir con él a lo alto de la roca. Lo que vi me dejó boquiabierto: una inmensa llanura se abría a nuestros pies, hasta donde la vista se perdía.

—El mundo no se acaba en Mena —habló Lebato—. La nueva frontera está aquí, bajo estas quebradas. Un día volverá aquí la cruz y a su sombra plantaremos mares de cereal, océanos de cebada y trigo. Ellos lo saben. Los moros lo saben. Harán todo lo que puedan para impedir que esta tierra sea nuestra. Vendrán, atacarán, saquearán nuestros campos, talarán nuestros frutales, arrancarán nuestras cepas y se llevarán a nuestra gente. Pero esta tierra es nuestra. Perteneció a nuestros padres y nos pertenece a nosotros. Por eso es tan importante que vivamos en Mena. Por eso hemos de perseverar en ese suelo que hemos conquistado. Mares de cereal… Mares de cereal…

Aún musitó más veces, como una letanía, aquel «mares de cereal».

Mi padre me enseñó todo. Me enseñó a sobrevivir. A cazar conejos y nutrias y armiños, y cómo desollarlos. A curtir las pieles y fabricar con ellas zapatos, gorros, zurrones… Me enseñó qué tierra es buena y cuál no, y por dónde había que cortar la madera. Me enseñó a distinguir unas semillas de otras y cuándo era el buen momento para plantar las simientes. Me enseñó el significado de cada sonido del bosque y de cada color del cielo. Me enseñó los nombres de las bestias y cómo saber si estaban sanas o enfermas. Y a encontrar el camino cuando la niebla o la noche te hacen perderlo. Todo eso me lo enseñó mi padre.

A pesar de nuestros temores, aquel primer año no hubo ningún ataque de los moros, ni tampoco al año siguiente. Pudimos disfrutar tranquilamente de nuestra nueva riqueza. Mena era ya nuestro mundo. Pasaron los meses. Pasaron los años. Mi madre dio a luz un hijo muerto: le bautizamos como Bartolomé, en homenaje a la vieja aldea que habíamos dejado atrás, y fue el primer inquilino de nuestro camposanto. Después le siguió Rosamunda, la mujer de Eterio, que murió de unas fiebres. La rueda de la vida giraba obediente a la mano divina. Mi hermano Ervigio marchó a tomar los hábitos, como antes lo había hecho Vítulo. Lebato le había encontrado una buena recomendación para el monasterio de Samos, en la lejana Lugo. Para mis padres, como para toda la comunidad, tener dos hijos eclesiásticos era signo de distinción, además de una vía para el cielo. Y era el camino natural para los hijos menores del patrono, dado que mi hermano mayor, García, iba a heredar la propiedad de Carranza, y a mi otro hermano, Tello, le correspondería lo mismo en Mena. Cuando vi marchar a Ervigio, abrazado por los sollozos de mi madre, supe que algún día yo seguiría el mismo camino.

Alguna vez nuestros hombres en servicio de anubda vieron pasar huestes moras por la vieja calzada de la arruinada Aria Patriniani, al oeste de nuestro valle, pero nunca penetraron en Mena; quizás ignoraban que estábamos allí. Yo crecí. Dejé de ser un niño. Y un día se me encomendó la misión más excitante que podía imaginar: marchar en misión de anubda hacia la Peña.

Fue entonces la primera vez que vi a un moro. A cuatro moros, para ser precisos. Yo compartía la anubda con Illán, hijo de García el Tuerto, un mocetón que me doblaba la edad y también la estatura. Matábamos las horas apedreando pajarillos cuando, al mediodía, cuatro jinetes aparecieron en el horizonte. Aguzamos la vista y pudimos observar sus atuendos. Eran moros, no cabía duda. Y galopaban con presteza hacia la Peña donde nos hallábamos. «¿Qué hacemos?», pregunté. Pero Illán no contestó: había salido corriendo y se había escondido en cualquier agujero de los alrededores.

Perdí un tiempo precioso buscando a mi compañero. Cuando me quise dar cuenta, los jinetes ya estaban a un tiro de piedra allí abajo, al pie de la Peña. Se quedaron clavados, mirándome con ojos inquisitivos. Yo estaba atenazado por el miedo. Uno de tez renegrida y barba rala reía con ojillos siniestros. Dijo a sus cofrades algo que no entendí. Entonces se adelantó otro que, para mi sorpresa, lucía una densa barba rubia y me habló en mi lengua: «¿De dónde eres, chico? ¿Dónde está tu pueblo?». Por puro instinto extendí el brazo en dirección contraria al valle, lejos de nuestra casa, hacia el lugar donde un día estuvo Aria Patriniani. «¿Y hay mucha gente allí?», preguntó de nuevo el moro rubio. Negué con la cabeza; el miedo no me dejaba escapar ni una sílaba. Los cuatro agarenos se miraron mientras yo impetraba la protección de todos los santos. El rubio hizo caracolear su caballo, los cuatro dieron la vuelta y se marcharon por donde habían venido. Solo cuando estuvieron bien lejos reapareció Illán, mi compañero, que se había ocultado cuan largo era en una mata de aliagas. Su aspecto me habría levantado carcajadas de no estar todavía paralizado por el susto. Sin perder un minuto, corrimos hacia el pueblo para dar a mi padre noticia del encuentro.

Referí a Lebato lo sucedido. Mi padre me avasalló a preguntas que apenas supe contestar: qué aspecto tenían los moros, la salud de sus caballos, si llevaban las alforjas llenas o vacías, si iban armados, si sus ropas estaban sucias o limpias… Mil detalles que debían darnos indicios de a qué nos enfrentábamos. Torpemente hice memoria. Para mi sorpresa, Illán había reparado en más cosas que yo. Por ejemplo, en los odres que colgaban de las grupas de los caballos. «Señal de que vienen de lejos», dijo mi padre con alivio. Entre unas cosas y otras, Lebato compuso su diagnóstico: una cuadrilla de exploradores en busca de tierras para saquear. No había que temer nada por el momento, pero su presencia indicaba que no tardaría en aparecer una fuerza más numerosa. Sin duda pronto habría una aceifa en las tierras de la frontera. ¿Dónde exactamente? Mi padre me observaba, silencioso. «¿Eso fue todo?», preguntó. Contesté que sí. «Has obrado bien», me dijo.

Pregunté a mi padre por la identidad de aquel moro rubio que hablaba nuestra lengua. Si era sarraceno, ¿por qué su aspecto era igual al nuestro? Fue así como mi padre me refirió la traición multitudinaria de los grandes, que se rindieron a los invasores y se convirtieron a su blasfema religión a cambio de conservar sus tierras y su poder. Mucho tiempo atrás, cuando la última gran guerra civil —narró Lebato—, uno de los bandos, el del rey usurpador Agila, llamó en su socorro a los musulmanes del otro lado del mar. Los moros desequilibraron la balanza. El partido de Agila venció al del noble príncipe don Rodrigo. Pero llegado el momento de despedir a la fuerza mercenaria, esta no se marchó, sino que se adueñó del país. La monarquía hispana de los godos, desgarrada por la guerra, se hundió sobre sí misma. Los musulmanes trajeron más hombres. Ciudad tras ciudad, todo el viejo reino fue entregándose. Si alguien se negaba, los moros lo arrasaban todo. Como ya no quedaba ejército para defenderse, nadie pudo oponer la menor resistencia. Los nuevos amos del país eran muy pocos, pero supieron ganarse la voluntad de las grandes casas y de los principales linajes: vida, riqueza y poder a cambio de someterse al nuevo amo. Así cayeron Sevilla, Mérida, Toledo, Zaragoza, las joyas de la corona visigoda, y también el Levante y el rico valle del Ebro. Solo en nuestras tierras, en el norte, al cobijo de las montañas, pudo la cristiandad resistir. El duque Pedro de Cantabria perdió la fortaleza de Amaya, pero supo parapetarse detrás del Escudo de Cabuérniga. Allí estuvo el padre de mi abuelo. Mientras tanto, en Asturias se levantaba don Pelayo. Los moros, derrotados, abandonaron la región. Pero en el resto del antiguo reino muchos cristianos se pasaron al enemigo, y con ellos sus hijos y los hijos de sus hijos. Por eso —concluyó Lebato— yo había podido ver a un moro rubio que hablaba nuestra lengua: algún día la sangre que corría por las venas de ese hombre fue cristiana. Con la ayuda de Dios, algún día volvería a serlo.

Mi padre nunca me había hablado de aquello. Sus palabras me permitieron entender muchas cosas. Entendí, por ejemplo, la amargura de mi abuelo al contar sus aventuras: es que el viejo García, como antes su padre, no había librado una guerra contra el enemigo invasor, sino que había combatido contra la traición de sus propios hermanos. Nuestro mundo no se había hundido por una calamidad venida de fuera; nuestro mundo se había hundido desde dentro, horadado por nosotros mismos. Ahora era preciso empezar a reconstruirlo todo desde el principio, con cimientos nuevos en la vieja tierra de nuestros antepasados.

Después de aquel suceso, Lebato quedó pensativo. Aparentemente le restó importancia, pero no debía de tenerlas todas consigo porque, a la mañana siguiente, marchó con los hombres hacia el suroeste, donde el valle se abría al peligro, y dedicaron varios días a cavar fosos y construir empalizadas. Haciendo rodar grandes piedras levantaron unos dientes de dragón y con agudas estacas erizaron el campo. Nada que pudiera detener a un ejército, pero suficiente para retrasar su marcha. Al mismo tiempo, dio instrucciones para levantar graneros escondidos bosque arriba, en el monte: si algún día aparecían los moros, todos deberíamos huir hacia allí, a esas cabañuelas bien provistas de víveres, y mantenernos ocultos hasta que el peligro hubiera pasado. Ese año no llegaron los moros. Pero todos vivíamos ya con la certidumbre de que, tarde o temprano, el enemigo intentaría asolar nuestras tierras. Mi imaginación ardía soñando una épica batalla como las que libró mi abuelo.

Al fin llegó el día en que me tocó también a mí partir hacia mi destino: los hábitos. Mi padre me había arreglado la entrada en el monasterio de San Martín de Turieno, en Liébana: una casa de mucha fama en todo el reino por la sabiduría y santidad de sus monjes. Lebato me llamó para explicarme lo que esperaba de mí: ingresaría en el noviciado de San Martín, allí me enseñarían latín y teología y, quién sabe, quizás incluso llegara a ordenarme como mi hermano Vítulo. Mi padre decía todo esto con un gesto de honda satisfacción, como el del hombre que no puede estar más convencido de sus razones. Con mis padres quedaban mis otros hermanos: Tello, Adosinda, Munia y el pequeño Esteban. Esa noche lloré: no quería marchar. No podía entonces imaginar siquiera hasta qué punto Liébana iba a cambiar mi vida.

3. El viaje a Liébana
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