La carrera en pos del jabalí nos había llevado a un descubrimiento insólito: algo más abajo, en lo que parecía otro claro del bosque, lucía un resplandor. Era una hoguera. Y del mismo lugar venía, quedo, un grave repiqueteo. Nos aproximamos en silencio. Guma cubrió su tea con el manto. Ocultos por la noche y la selva, llegamos hasta la misma linde del calvero. Quedé petrificado: allí, alrededor del fuego, varias siluetas se agitaban. Percibí con toda nitidez que una mujer envuelta en un manto describía círculos con los brazos. En torno a ella, sentados a sus pies, un grupo de paisanos con las cabezas cubiertas, quizá una decena, musitaba raras letanías. Uno de los sujetos aporreaba rítmicamente un tambor. De vez en cuando la mujer arrojaba algo al fuego, una especie de polvo que arrancaba extraños colores a las llamas. Entonces los sujetos prorrumpían en una larga exclamación. A la luz de la hoguera pudimos ver distintos objetos: una calavera de oveja, piedras de caprichosas formas, toscas tallas de madera…
—Son brujos —me susurró Guma.
La mujer braceaba con gestos lánguidos, como inconscientes, y todo su cuerpo se movía como las olas del mar. Un imprevisto incidente vino a poner fin a su ritual.
El jabalí, al que ya casi habíamos olvidado por este nuevo encuentro, reapareció entre la maleza. Su figura maciza y descomunal se abalanzó sobre la extraña asamblea. Llevado seguramente por el miedo, arremetió contra el grupo. Unos corrían, otros rodaban. El choque fue terrible. Los que no se apartaron a tiempo salieron proyectados a un lado y otro del círculo ceremonial. El color blanco del jabalí, iluminado por el fuego de la hoguera, adquiría unos tintes rojizos que lo hacían aún más formidable. El animal se perdió en el follaje. Y los brujos quedaron espantados y maltrechos, preguntándose sin duda a qué extraña e implacable fuerza habían convocado. Hasta que uno de ellos nos vio.
—¡Vosotros! —gritó el brujo, descompuesto—. ¡Habéis sido vosotros!
Todos los demás miraron en nuestra dirección. Y allí estábamos, sí, nosotros: Guma con su tea, cuchillo en mano, y yo con mi cuchillo también, ofreciendo a la malparada asamblea un aspecto nada tranquilizador. La mujer y algunos de sus compañeros recogieron apresuradamente los objetos mágicos, ahora dispersos. El brujo vociferante insistía, apuntando hacia nosotros un dedo que me pareció largo como un palo:
—¡Vosotros habéis llamado a ese jabalí blanco, ese animal de los infiernos! ¿Quiénes sois? ¡No os tenemos miedo!
Los demás empezaron a darse cuenta de que nos superaban en número y sus miradas se tornaron amenazantes, más aún bajo la luz de la luna. Pude ver el rostro de la mujer y me sobrecogió su aspecto cambiante, porque tan pronto parecía bella como repulsiva. Me estremecieron sobre todo sus ojos, que en la distancia me parecieron de un intenso azul que giraba a violeta. Se sucedieron unos largos compases de alarmante silencio. Entonces Guma dio unos pasos hacia adelante, apuntó la tea hacia el grupo, esgrimió visiblemente el cuchillo y, con solemnidad impostada, exclamó:
—Ese jabalí es mío, sí. Él es el dueño de este bosque y nosotros somos sus guardianes. Él nos ha guiado hasta vosotros. ¡No queremos brujos en estos pagos! ¡Id a otra parte con vuestros conjuros y letanías! ¡Id a otra parte, o el jabalí volverá! —Y al decir esto agitaba la tea, como si quisiera ahogar en fuego a los intrusos.
Los brujos, o lo que fuera aquella pobre gente, quedaron parados en seco por las palabras de Guma. Rezongando, cogieron sus bártulos y lentamente abandonaron el lugar por el lado opuesto del claro del bosque.
—Ya hemos encontrado la salida de esta selva —musitó mi compañero. En efecto, aquel otro sendero conducía sin duda al camino que habíamos extraviado horas atrás—. ¡Fuera, fuera! —gritó todavía Guma, aunque ya habíamos perdido de vista a la extravagante congregación.
Luego me hizo una seña y volvimos a nuestro punto de partida.
—¿Eran en verdad brujos? —pregunté, una vez instalados de nuevo bajo nuestro cobertizo.
—Cualquiera sabe —repuso Guma—. Hay en este reino mucha gente que cultiva viejos ritos. Son cristianos y oyen misa, y rezan sus oraciones, pero no han olvidado sus supersticiones. Porque, además, algunas veces funcionan.
Miré a Guma con una mezcla de alarma y escándalo.
—¿Funcionan? —me interesé.
Mi compañero se encogió de hombros, se arrebujó en su manto y cerró los ojos. Yo no podía dormir, excitado aún por la misteriosa aventura que acababa de vivir. Soñaba despierto con el jabalí blanco y la sugestiva bruja del rostro cambiante. Hasta que el cansancio me rindió.
Cuando desperté, el sol brillaba en lo alto, Guma ya tenía aviadas las mulas e incluso había preparado un desayuno a base de gachas. Lo devoré. Para mi consternación descubrí que eran gachas de pescado, pero no cabía hacer ascos a un alimento reparador. Sin pausa abandonamos aquel lugar. Guma enfiló, decidido, el mismo camino que la noche anterior nos había conducido hacia el calvero de los brujos. Lo encontramos sin esfuerzo a la luz del día. Permanecían claras las huellas del jabalí entre las matas y los abrojos. Tardamos muy poco en llegar al mágico claro. Ahora pude advertir cosas que en la oscuridad se me habían escapado: unas fuertes rocas y, aflorando entre ellas, un manantial. Me aclaré la cara y las manos en el agua fresca. Guma, mientras tanto, revisaba los restos que los brujos habían dejado sobre la hoguera: huesos, cuerdas, lienzos… También algunos signos garabateados sobre el suelo. Mi compañero componía un singular gesto mientras husmeaba en todas esas cosas; su boca desdentada sonreía con aire malévolo. Creo que sabía más de lo que me había contado. Pero no me atreví a preguntar.
El sendero que salía del bosque conducía, efectivamente, al camino que habíamos perdido en la jornada precedente. Era la calzada que llamaban del Burejo. Recuperada la ruta, tardamos relativamente poco en llegar a Potes, donde las aguas del Quiviesa vierten en el Deva. Esta aldea, como las anteriores, había sido repoblada pocos años atrás y en sus callejas latía intensamente la vida. No fue difícil encontrar la iglesia, que se destacaba entre las casas del pueblo. El templo estaba dedicado a San Vicente, el mártir leonés: un abad benedictino que fue asesinado por no aceptar la herejía arriana, esa blasfemia según la cual Jesús es hijo de Dios, pero no es Dios. Vítulo me había puesto al corriente de estas cosas. También me había informado sobre los pormenores de nuestra estancia allí: debíamos acudir a la iglesia de San Vicente, pedir cobijo y aguardar hasta que alguien viniera de San Martín de Turieno a buscarme. Entonces Guma volvería a Mena y yo marcharía, solo esta vez, a mi destino.
La iglesia de San Vicente era una pequeña construcción con techumbre de madera sobre lienzos de piedra. Me recordó poderosamente a la iglesia que mi familia había levantado en Mena, en honor de San Emeterio. Un monje de aspecto mezquino, probablemente un hermano lego, recogió la carta que mi padre había reservado para este momento, desapareció con ella y volvió al poco con un cántaro de agua y dos trozos de pan. Ese fue su recibimiento. Después nos condujo hasta una especie de chiscón que descansaba sobre la tapia del templo. Allí nos dejó.
Guma abrió la puerta del chamizo. Dentro, casi en penumbra, había otros tres mozos de mi edad.
—Tienes compañía —me dijo.
Aquellos muchachos habían llegado hasta allí para lo mismo que yo: ingresar en San Martín de Turieno. Estaban solos, sin escolta, no como yo. Sin duda eran campesinos en situación más menesterosa. Guma abrió su bolsa de viandas y repartió algunos trozos de cecina a los futuros novicios. La devoraron con desconfianza. Parecían asustados. Pasaron las horas. Nadie hablaba. Cayó la tarde. Guma, cansado de la espera, decidió ir en busca de alguien que nos diera razón de nuestro estado. Según salía de nuestro chiscón, se topó con un monje que entraba.
—A la paz de Dios, hermano —dijo Guma.
—Y con tu espíritu —contestó el monje—. ¿Vienes tú con estos mozos?
—Solo con uno de ellos —repuso mi amigo.
Me fijé en el monje. Si el primero me había dado una impresión mezquina, este otro manifestaba cierta majestad en sus movimientos pausados, en su mirada serena, en las largas barbas rojas que caían sobre su pecho.
—Acompañadme —ordenó el monje—. Cenaremos y rezaremos.
Allá que fuimos todos, encabezados por el fiel Guma. El monje, que en ningún momento dijo su nombre, andaba de una manera singular, con pasos firmes que desmentían la tópica humildad monástica. Debía de ser un gran señor metido a clérigo. Nuestro nuevo guía nos hizo pasar al interior del templo por una portezuela trasera. No dimos a la iglesia, sino a una estancia de paredes desnudas y sin más mobiliario que unos toscos bancos. En el suelo de tierra apisonada había una palangana. Para mi sorpresa, el gran señor nos hizo sentar y procedió a lavarnos las manos y los pies. Lo hacía con una desenvoltura sorprendente y un exceso de energía, lejos de la mansedumbre que yo había conocido en los otros conventos, pero fue grato en cualquier caso. Cuando terminó, nos hizo una seña para que le siguiéramos. Obedecimos. El monje nos hizo pasar justo delante del altar. Allí se arrodilló y persignó. Todos le imitamos. Era la hora de vísperas. Rezamos al unísono. Después nos guió hasta el comedor.
El refectorio de aquella casa era otra estancia de paredes desnudas adosada al templo. Largas bancadas cruzaban la sala. Cinco monjes aguardaban en una de ellas. Nuestro anfitrión, que debía de ser el superior de aquella pequeña congregación, nos sentó en otra bancada, frente a los hermanos. Bendijo la mesa. Dio una airosa palmada. Tras una cortina apareció el mezquino hermano lego que antes nos había recibido. Portaba una gran cacerola humeante. Era una sopa de berros. Después vinieron algunos huevos cocidos. Di gracias a Dios: Guma y yo llevábamos dos días sin comer caliente. Entonces el superior habló:
—Mi nombre es Clodio. A pesar de mis pecados, Dios ha querido que sea el presbítero de esta iglesia de San Vicente. Pasaréis aquí la noche, con nosotros. Mañana llegará un hermano de San Martín de Turieno para llevaros al monasterio. Mientras tanto, disfrutad de esta humilde cena de bienvenida y pedid a Nuestro Señor que repare vuestros cuerpos y prepare vuestras almas. —Su voz sonaba metálica, como de plata, y se expresaba en lengua culta; decididamente, aquel hombre era de muy alta cuna.
Terminada la cena, todos nos dirigimos al altar para rezar completas. Confieso que nunca en mi vida había rezado tanto. Y concluida la oración, el mezquino hermano lego nos guió hasta la misma sala del lavatorio, convertida ahora en improvisado dormitorio comunal.
—Dura vida te espera —volvió a susurrarme Guma antes de cerrar los ojos y empezar a roncar a pierna suelta.
Tuve un sueño agitado. En mi espíritu se trenzaban el anciano monje de Laredo, el jabalí blanco, la bruja del bosque y este presbítero Clodio de ahora, todo ello envuelto en bruma y agua de mar y pescado en salazón. En plena noche nos levantaron para rezar otra vez, y finalmente pude dormir algunas pocas horas antes de que el sol rompiera sobre el ventanuco del dormitorio. En ese momento volvió a entrar el lego para levantarnos una vez más a rezar laudes. «Señor, abre mis labios y mi boca proclamará tu alabanza». Noche y aurora pasaron como en un suspiro. También el suculento desayuno con el que nos sorprendió el padre Clodio: pan, leche, queso, miel… Era su regalo de despedida, porque pronto llegaría la hora de partir para siempre.
Nos dejaron a los cuatro mozos al aire libre, en la puerta de la iglesia. Amanecía y el pueblo se despertaba perezosamente. Algún paisano cruzaba ya las callejas con un par de vacas. En la ventana de una casa próxima creí vislumbrar el movimiento de unos cabellos dorados. Atraído por el vaivén, me acerqué unos pasos. Una muchacha se asomó: ella era la dueña de los cabellos. Quise aproximarme más, pero recordé las palabras de mi hermano Vítulo: «Sobre todo, nada de tontear con las mozas del pueblo». Volví con los demás.
La espera fue breve. El sol aún no había empezado a calentar nuestros cuerpos cuando vimos llegar al hermano del monasterio de San Martín. Venía a lomos de una mula y tirando de otras dos. Guma asió de las riendas a nuestras monturas y salió al encuentro del monje sin perder un instante. Oí lo que le decía:
—Hermano, traigo un mensaje para el padre abad de San Martín de Turieno, te ruego que se lo entregues. Es del padre de este muchacho. El padre se llama Lebato, de Mena. El muchacho, Zonio. Dos de sus hermanos son clérigos ya. Lebato me ha ordenado que os entregue esta mula en prenda de agradecimiento. En cuanto al muchacho, es despierto y trabajador. Os lo encomiendo en nombre de su familia.
El hermano guardó la carta de mi padre en su zurrón, esbozó un gesto de gratitud y unció mi mula a las suyas. Después Guma se acercó a mí:
—Aquí nos separamos, chico. Yo regreso a Mena. A partir de ahora te las tendrás que arreglar solo. Me alegra haber compartido camino contigo. Quizá no nos volvamos a ver. O quién sabe, quizá vuelvas a la aldea hecho un señor eclesiástico, como tus hermanos, y yo esté aún allí para verlo. Queda con Dios.
Me abrazó. Yo ahogué como pude un infantil sollozo.
El hermano subió a su mula. En las otras dos cargó ciertos enseres que le había entregado el lego mezquino. Nos hizo un gesto imperativo y tomó el camino hacia San Martín. Los cuatro mozos le seguimos. Solo yo iba montado; en mi propia mula. Los otros, más pobres, iban a pie. Reparé en que alguno de ellos caminaba descalzo. Otro calzaba unos zapatos, por así llamarlos, de deshechas tiras de cuero. Bajo los colgajos de cuero sus pies sangraban. Instintivamente, me apeé del mulo y ofrecí al muchacho mi cabalgadura. En ese momento el monje que nos guiaba se giró. Posó su mirada en los pies heridos de mi compañero. No dijo nada.