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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (3 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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Bajar a la garganta del río Ordunte fue una odisea que aún recuerdo con estremecimiento. Las precarias sendas que mi padre y sus hombres habían abierto en los meses precedentes servían para mulas y caballos, pero acogían mal el ancho de nuestros pesados carros. Además, en numerosos puntos la falda del monte caía a pico, de manera que cada paso era una proeza al límite del abismo. Al menos así lo recuerdo yo. En un determinado momento, mi padre ordenó vaciar los carros: todos nuestros enseres y vituallas viajarían en las alforjas de las mulas. Los carros, sin peso, se descolgaron lentamente por las vertiginosas sendas bajo el tiro de los bueyes y retenidos con cuerdas por unos cuantos hombres que guiaron la marcha. Uno de los carros cedió en un recodo y se precipitó ladera abajo. Carro y bueyes rodaron pesadamente hasta estrellarse contra unas rocas. Hubo que sacrificar a los animales: su carne nos alimentaría en los próximos meses.

Sería incapaz de precisar cuánto tiempo nos llevó aquella locura. Sí recuerdo que antes de caer la tarde ya estábamos todos abajo, incluidos los carros supervivientes, y que Guma y Eterio dedicaron las siguientes horas a recuperar los restos del carro destruido y los cadáveres de los bueyes despeñados. El resto de la comitiva, mientras tanto, se dedicó a reunir el ganado que llevábamos con nosotros: nada podía perderse. En el descenso pudimos apreciar el aspecto del valle de Mena: una gran extensión de prados jugosos y árboles salvajes, regada por varios cursos de agua y cerrada por más montes allá abajo, al sur. Era hermoso, aunque no estoy muy seguro de que todos deseáramos convertirlo en nuestro nuevo hogar. ¡Había tanto por hacer…! Esa segunda noche volvimos a pasarla al raso, con la inquietud de hollar un paraje desconocido para nosotros, pero al mismo tiempo con la certeza de que habíamos conseguido nuestro propósito: el rumor de las aguas del Ordunte estaba allí para susurrarnos que el valle era nuestro.

La mañana nos sorprendió con un intensísimo aroma a hierba fresca. Tardamos muy poco en completar el camino hasta nuestro destino: los llanos que se dejaban regar plácidamente por el río Cadagua. Allí mi padre nos ordenó detenernos. Reunió a las familias. Con la solemnidad de Moisés en el mar Rojo, recitó una oración. Acto seguido vino a decir algo como lo siguiente: «Aquí tenemos la casa que buscábamos. Todos tendremos nuestra tierra, nuestros serán sus frutos y sus montes y su caza y su madera. Cada cual sabe dónde está ahora su hogar. Los hombres y yo hemos hecho presuras en estos últimos meses. Las lindes están marcadas. Es la hora de dar gracias a Dios y poner manos a la obra». Y dicho esto, cada uno de los hombres de mi casa —Cervello, Guma, Rui y los demás— partió hacia su nuevo destino. Lo mismo hicimos mis hermanos y yo, siguiendo a mi padre. Así empezó todo.

Las presuras, como llamábamos a la toma de posesión de las tierras, consistían en que uno llegaba a un paraje deshabitado y marcaba el terreno que reclamaba para sí. No hubo peleas, pues el trabajo de los meses anteriores había señalado de antemano dónde debía poner su marca cada cual y, por otro lado, allí había sitio para todos. Mi padre, como jefe del grupo, se había reservado un ancho espacio desde el paraje que llamamos Ordejón hasta el que llamamos la Hoz, al pie de una suave cresta boscosa. El resto de la compañía se extendió desde allí hacia el este, hasta la orilla del río.

Las tierras de presura se habían indicado con pequeños túmulos o mojones de piedras. No obstante, esto solo era la primera parte del trabajo. Después había que escaliar la tierra escogida, es decir, desbrozar matas, arrancar árboles, sacar piedras y, en fin, todo lo necesario para dejarla apta para el cultivo. Años más tarde, cuando llegaron nuevos colonos, se tomaría la determinación de que a nadie se le reconociera una presura hasta que hubiera escaliado el terreno: era la mejor forma de frustrar a los acaparadores. Pero tal problema no existía ahora, entre los flamantes amos de un paisaje donde lo único que sobraba era precisamente tierra. Empleamos el resto del día en escaliar nuestras nuevas posesiones. Lebato y todos nosotros, sus hijos, trabajamos sin descanso durante horas. Mientras tanto, mi madre, Muniadona, ayudada por mis hermanas, se dedicó a acondicionar la precaria cabaña que mi padre había levantado en sus anteriores exploraciones: una especie de choza circular con ancho tejado de paja, al más antiguo estilo cantábrico. Ese iba a ser nuestro hogar provisional hasta que pudiéramos levantar una casa digna de tal nombre.

Fueron meses de trabajo sin tregua. Todas y cada una de las familias instaladas en el valle regaron con chorros de sudor la tierra que había de darles sustento. Antes de llegar el otoño ya había quedado el suelo listo para el arado. El estiércol de las bestias fue el mejor abono. Pero aún había mucho por hacer. Ante todo, había que prevenir el invierno. El ganado y las aves que habíamos traído desde Carranza nos aseguraban comida suficiente, pero también era preciso protegerse contra el frío. Con las ramas procedentes del escalio, las mujeres confeccionaron sólidas urdimbres que mitigarían el efecto del invierno en nuestras cabañas. Al mismo tiempo, la construcción de las nuevas casas comenzó de inmediato. En aquella tierra de promisión no faltaban ni la piedra ni la madera, lo cual aceleró los trabajos. Mis hermanos Vítulo y Ervigio demostraron ser excelentes constructores. Los demás hombres de la aldea, cuando terminaban sus propias labores, acudían a mi casa para ayudar a mi padre: era su obligación hacia el jefe de la comunidad.

Lebato había pensado bien las cosas. En particular, se había ocupado de meter en la mollera de sus gentes que ahora todos tendrían sus propias tierras, sí, pero que el patrono seguía siendo él. Allá atrás, en Carranza, Lebato era el propietario de la tierra y los demás —Cervello, Rui, Guma, Eterio, García el Tuerto— eran su clientela: Lebato dejaba a los clientes trabajar la tierra y estos, a cambio, cedían al patrono una cantidad prefijada de las cosechas; Lebato, por su parte, se comprometía a proteger la vida de su gente. Era el viejo modelo ancestral de organizar la comunidad. Ahora, en este nuevo mundo que era el valle de Mena, los clientes tenían tierras en propiedad, pero la relación de clientela seguía vigente. Y todos sabían que su supervivencia dependía de que Lebato siguiera a la cabeza.

Lo primero que las familias de Mena experimentaron con alivio fue la ausencia del recaudador. En Carranza sufríamos periódicamente la visita del enviado del rey, o por tal se titulaba. Llegaba a casa y exigía el pago de una parte de la cosecha: se llevaba grano, algunas aves, a veces incluso una vaca. Y más valía no oponerse, porque alguno ya había pagado con sangre la negativa. De manera que los hombres de nuestra casa pagaban con su trabajo a mi padre, y mi padre a su vez pagaba al recaudador con el fruto de la tierra. En Mena, por el contrario, nadie venía a exigir nada: todo era enteramente nuestro. Con razón mi padre podía sentirse señor del valle.

Aquel primer invierno en el valle de Mena tuvo el grato sabor de una aventura fraterna. Celebramos el Adviento y la Navidad en una atmósfera de infinita esperanza. El pandero de Cervello y la gaita de Eterio pusieron música en aquellas soledades. Mi hermano Vítulo, que ya entonces había tomado los hábitos, dirigió los oficios y predicó la natividad del Señor en un humilde chamizo que hizo las veces de iglesia. La matanza de un par de puercos nos había provisto de carne suficiente para todos. Cuando llegaron las primeras nieves cesó el trabajo del campo, pero otras tareas llenaron el tiempo: exploraciones de caza hacia los bosques cercanos, aprovisionamiento de leña y, muy importante, el servicio de anubda, que es como se llamaba a la labor de vigilancia en la frontera de nuestro pequeño mundo. Los hombres marchaban hacia la peña que cerraba nuestro valle por el suroeste y desde allí oteaban el horizonte: si había algún peligro, solo desde ese punto podía venir; pero no vino, al menos aquel primer invierno.

Mi padre no se había equivocado: la tierra del valle de Mena era rica y fecunda. Las primeras cosechas fueron generosas. Cuando llegó el verano, todo nuestro nuevo hogar resplandecía de fruto. El viejo molino ruinoso que mi padre había descubierto en la orilla del Cadagua volvió a funcionar. Y qué decir de la caza, inagotable en aquellos bosques vírgenes. Ese verano supe por primera vez en mi vida qué era la abundancia. También habíamos terminado de construir las casas, de manera que aquello ya parecía realmente una aldea. Vítulo pudo sustituir su precaria iglesia por un templo más digno, en el que todos pusimos sudor. Dedicó el templo a San Emeterio, aquel soldado romano de Calahorra que murió mártir por no abjurar de su fe cristiana. Allí, en el rústico santuario de San Emeterio del Taranco, nos instruía a los más niños sobre las Sagradas Escrituras y también nos enseñaba a hacer cuentas.

Con los hombres atareados en mil labores de construcción, las mujeres se entregaron a dar un aspecto más hermoso a nuestro pequeño paraíso en la tierra. Recuerdo con toda claridad el día en que mi madre, Muniadona, apareció con enormes cantidades de flores silvestres. El resto de las mujeres imitó a mi madre. En unas pocas horas, nuestras rústicas balconadas se vieron embellecidas por aquella sinfonía de color. Era la guinda para un duro trabajo de arreglo de fachadas, puertas, ventanas… Las mujeres habían convertido nuestra aldea en un lugar donde apetecía vivir. Y Muniadona se movía de un lado para otro con la seguridad de un artista que confía en su obra.

Mi madre venía de tierras de los vascones, justo al borde de las montañas inhóspitas. Mi padre la conoció allí cierta vez que fue a comprar caballos. La moza le gustó, de manera que volvió al año siguiente, y al otro. La familia de Lebato encontró que los caballos de aquella gente eran duros y estaban bien criados, y la familia de Muniadona constató que Lebato era un buen partido. El viejo García, mi abuelo paterno, acudió a ver a los padres de mi madre y cerraron el acuerdo. Después Lebato, acompañado de un sacerdote y de gente de su casa, fue a buscar a la novia. Trajo a la vascona a Carranza. Contrajeron matrimonio y se instalaron en la casona familiar. Muniadona demostró ser una madre amorosa y un ama excelente, ese tipo de mujer que gobierna y administra con cuidado infinito. Solo puedo decir de ella que inspiraba seguridad a todos cuantos la rodeaban, empezando por mi padre. Y las mismas virtudes desplegaba ahora, en nuestra tierra nueva, previendo y proveyendo los mil detalles de un mundo que nacía.

Los colonos de Mena constituyeron pronto una singular comunidad de hombres libres. Lebato seguía llevando la voz cantante y nadie discutía su autoridad, pero el resto de nuestros amigos operaba ya con entera autonomía, dueños de sus propias tierras. Mi padre puso buen cuidado en organizar bien los recursos: quedó establecido que los montes y los pastos altos serían de uso comunal, lo cual era una garantía para todos. A Guma se le ocurrió montar un torno de alfarero y hubo que arbitrar cuándo y cómo podía cada cual requerir sus servicios. En cuanto al molino restaurado a la vera del Cadagua, todos podrían usarlo, pero según rigurosos turnos. Asimismo, Lebato se ocupó de restablecer el contacto con Carranza, el hogar que habíamos dejado atrás, donde permanecía mi hermano García. También envió noticia de nuestra existencia a las Asturias de Santillana, donde mantenía viejas amistades. De allí vino un día un tipo singular: Ramiro, el herrero, que tendría una imprevista influencia en mi vida.

Este Ramiro era un personaje de leyenda: un tipo fuerte y grande y hosco, de enormes ojos azules clavados a martillo sobre un rostro colorado, y con unos brazos gruesos como mis piernas. Nos lo mandó un amigo de mi padre desde las Asturias de Santillana porque nosotros necesitábamos un herrero y él era de los más afamados. Pero Lebato dejó caer un día, como quien no dice nada, que si el herrero había abandonado su casa para venir a la frontera no era por azar ni tampoco por afán de aventura. ¿Qué secreto escondía Ramiro? ¿Era tal vez un brujo, como se contaba de tantos herreros? El enigma inflamaba la imaginación de los niños y levantaba las suspicacias de los mayores. El hombre vino solo, sin familia, y eso preocupó sobremanera a mi madre, que pronto empezó a enredar para encontrarle una mujer. Había en la aldea algunas mozas casaderas, como las hijas de García el Tuerto. Pero Ramiro se mostraba siempre esquivo, dedicado día y noche a su forja.

Aquel hombre se instaló sobre las ruinas de piedra de una choza abandonada, construyó allí un horno y se volcó en su trabajo con frenesí. Durante horas sonaban los golpes de su martillo y los bufidos del fuelle. Cuando, cansado, asomaba su corpachón por la estrecha puerta para tomar aire, los chiquillos corríamos a verle para que nos contara historias. Ramiro respiraba profundamente, bebía de un enorme cántaro y, tras una larga mirada silenciosa, comenzaba a hablar. Nos contó que también su padre y su abuelo fueron herreros, y que su familia, de linaje godo, había llegado al norte escapando del yugo sarraceno. Nos relataba aventuras formidables del tiempo de Pelayo y aun antes. Nos explicaba que su abuelo y su padre le habían enseñado el secreto del acero, y que algún día él lo enseñaría a su vez a alguno de nosotros. Y cuando estaba particularmente locuaz, nos hablaba de sus investigaciones sobre el arado, y de cómo él había imaginado un arado capaz de labrar la tierra más hondo que ninguno. «Pero aún no he sido capaz de forjarlo —concluía—. Por eso me oís trabajar día y noche».

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