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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (5 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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Partí hacia Liébana una fría mañana de otoño; Lebato pensaba que aquel era el mejor momento para viajar, pues en los rigores de la estación disminuían los peligros del camino, en particular el riesgo de encontrar cuadrillas de salteadores. Mi padre y mi hermano Vítulo me acompañaron hasta los montes de Ordunte. Allí se despidieron. Mi padre, con gesto severo; Vítulo, con un abrazo fraternal. Mi hermano me había dado algunas indicaciones prácticas sobre la vida en el cenobio: obediencia, formalidad, aplicación, devoción… Sobre todo, dejarme llevar por los maestros. Y por supuesto, nada de tonterías con las mozas del lugar. Mi padre, por su parte, me entregó un pequeño zurrón con varios pergaminos de becerro: cartas para los hitos de la ruta. Lebato y Vítulo volvieron grupas. Yo me dispuse a desandar el camino andado cuando salimos de Carranza. Desde allí, desde la vieja aldea, debía marchar por la vía que llevaba a la costa. A partir de Laredo, un poblacho de pescadores, me esperaban al menos dos semanas de viaje hasta mi destino. Durante todo el trayecto me acompañaría el fiel Guma.

Nos detuvimos en Carranza para ver al abuelo y a mi hermano García. El abuelo había muerto la primavera anterior; mi hermano ni siquiera se había molestado en hacérnoslo saber. Los ancianos sirvientes que quedaron al cuidado de la casa tampoco estaban ya allí. En su lugar había dos labriegos de gesto estulto que atendían el servicio. García me recibió con una frialdad glacial. Parecía una persona distinta. Nunca había sido un espejo de cordialidad, pero el fondo hostil que brillaba ahora en sus ojos me pareció excesivo. ¿Quizá temía que viniera a disputarle la herencia? Confusamente me habló de una mujer de la costa, de la zona de las salinas, a la que había conocido en un viaje de comercio. No estuvimos en la vieja casa más que una noche; el tiempo suficiente para constatar que mi hogar ya no estaba allí, sino en Mena. Guma durmió en la caballeriza y yo en un jergón en el altillo. No pegué ojo. La excitación del viaje, la incertidumbre sobre mi destino y el resquemor hacia mi hermano me impidieron conciliar el sueño. Salimos muy temprano, con el alba, y no nos detuvimos hasta que las bestias dieron señales de cansancio. Eso ocurrió donde el río Carranza va a morir en el Asón. Caía la tarde y Guma consideró prudente alejarnos del camino y buscar un cobijo para pasar la noche. Guma era ya un veterano. Dócilmente, obedecí.

Todo cuanto mis ojos veían era nuevo para mí. Hasta ese momento mi mundo se limitaba al valle de Carranza y al valle de Mena, y mi mayor aventura había sido la anubda en la Peña, donde el encuentro con los moros. Cuanto ahora podía observar era una incesante repetición de lo mismo: valles iguales, gentes iguales, aldeas iguales, paisanos iguales… Se diría que el universo entero era un eco perpetuo de lo que yo conocía. Pero todo empezó a cambiar a medida que nos fuimos acercando a la costa. Allí los valles se abrían y los montes se achataban, y un olor salobre llenó de repente mis pulmones. Había más gente en los caminos, alguna con carros de extraordinaria factura, y sus rostros presentaban otro semblante que me pareció más despejado. Los rebaños pacían en los prados. Los huertos, exhaustos a estas alturas del año, descansaban aguardando el invierno. El paisaje ya no se limitaba a la perpetua repetición de pequeñas aldeas, sino que ahora muchas casas aisladas salpicaban los campos aquí y allá, señal inequívoca de que no tenían nada que temer, pues nadie abandona el grupo si no se siente seguro. Algunas de esas casas me parecieron auténticos palacios en comparación con lo que yo conocía; sin duda los patronos de estas tierras vivían con menos estrecheces que nosotros. Vi que había muchas iglesias por todas partes, y en algún punto del camino descubrí incluso pequeños monasterios que levantaban su voz a Dios sobre solitarios parajes. La comarca transmitía una intensa impresión de vida, cada vez más patente a medida que descendíamos hacia la calzada de la costa. Y al fin, apareció el mar.

Yo nunca había visto el mar. Cuando por primera vez contemplé aquella infinita extensión de agua, ya en la bajada hacia Laredo, quedé extasiado. Guma, que era de temperamento vivaz, pero no muy hablador, se limitó a decir: «El mar». Le miré con alguna sorna. «Acerquémonos», le dije. «Vas a hartarte de verlo», me contestó. Porque, en efecto, a partir de ese momento nuestra ruta iba a correr durante varios días paralela al mar. Nos encaminamos directamente hacia la inmensa llanura azul. Al doblar una loma apareció un burgo de casuchas apiñadas sin orden a escasa distancia de la orilla, bajo la sombra de una pobre fortaleza con muros de madera. Era Laredo. «Ahí dormiremos», me dijo Guma. Laredo era desde tiempos lejanísimos un poblado de pescadores. Sus gentes vivían de lo que sacaban de la mar. Me impresionó ver, varadas sobre la playa, decenas de pequeñas embarcaciones como las que debieron de tripular los discípulos de Nuestro Señor. Mi única noción sobre los pescadores bebía en los pasajes evangélicos que me había leído mi hermano Vítulo. Quizá por ello me decepcionó un poco el ambiente de aquel poblacho con su olor a podrido. «Es pescado», me aclaró Guma. Enseguida comprobé que aquella iba a ser también nuestra cena.

Nos alojamos en un minúsculo cenobio a la salida del pueblo. Enseñé al hermano portero uno de los pliegos que me había dado mi padre. El hermano nos hizo entrar y nos condujo hasta nuestro dormitorio. Una celda para los dos; sendos camastros en un agujero húmedo y oscuro. Limpio, eso sí. Después, se nos dispensó el ritual de recepción prescrito por la regla de San Benito: la comunidad, cuatro ancianos frailes de barbas blancas, oró con nosotros, nos besó en las mejillas y nos condujo a una salita donde los monjes nos lavaron las manos y los pies. La comunidad recitó al unísono: «Hemos recibido, Señor, tu misericordia en medio de tu templo». A la hora de cenar, los cuatro ancianos nos acompañaron en el refectorio. Después de las preceptivas oraciones, uno de los hermanos fue sirviendo los platos: una sopa de pescado y unas gachas con pescado. A mí se me ocurrió abrir el zurrón y compartir con los monjes algunas piezas de matanza que traía conmigo. Me miraron con un gesto de severidad que enseguida se convirtió en agradecimiento. Después de la cena, el que parecía ser el prior, que era también el más veterano, me dio alcance en el patio, se asió a mi brazo y, con parsimonia, abrió su boca apergaminada para desgranar lentamente algunas palabras:

—¿Así que te diriges a Liébana? Santa casa. Hay allí, en San Martín, hombres de profunda fe y también de mucha sabiduría. Quizá salgas convertido en un buen fraile. Necesitamos hombres jóvenes. La mies es mucha y pocos los obreros. Liébana es un buen sitio para aprender. Aquí ya casi no quedan jóvenes. Los hubo, pero pronto marcharon a la frontera y a tierras de Galicia, donde más precisa es la atención a las almas. Solo los más ancianos hemos permanecido en este lugar. ¿Dices que vienes de la frontera? No sabía que hubiera cristianos más allá de los montes de Ordunte. Es una buena noticia, porque hoy nuestra tierra es de nuevo tierra de misión. No todos lo entienden así, por desgracia. Satanás tienta a los poderosos. Hay muchos en la corte que verían bien un pacto con los musulmanes. Ríos de sangre han corrido por esa causa. Por eso es tan importante que los hombres de Dios recuerden todos los días qué lugar nos ha asignado la Providencia. Como dice el salmo, el Señor revela a las naciones su salvación, y a nosotros nos la reveló en Covadonga. Gracias por las longanizas: hacía tiempo que nadie nos traía manjares así. Ahora vayamos al oratorio. Es la hora de vísperas. Después, podréis retiraros.

Las palabras del monje me dejaron el alma literalmente en suspenso. «Satanás tienta a los poderosos», había dicho. «Hay muchos en la corte que verían bien un pacto con los musulmanes». Han corrido «ríos de sangre». Y luego estaba lo de Covadonga: allí, todos lo sabíamos, los cristianos de Pelayo derrotaron por primera vez a los sarracenos. ¿Esa era la salvación revelada por Dios a nuestra nación, siguiendo el salmo? ¿Y entonces nuestra salvación debía consistir en pelear sin tregua contra la media luna? Cuando acabaron los oficios de vísperas, el prior nos hizo un gesto a Guma y a mí, como despachándonos. Tras una profunda genuflexión, abandonamos el oratorio y nos dirigimos a nuestra celda. «Dura vida te espera», susurró Guma. Dura, sí, pero me había calado hondo el amor en el que aquellos cuatro ancianos envolvían todos sus gestos y todas sus palabras. Me dormí recitando, casi inconscientemente, el salmo citado por el prior: «El Señor revela a las naciones su salvación».

Abandonamos el convento después de laudes. El sol naciente arrancaba destellos de plata en las aguas del mar, ahora más agitado que el día anterior. Sobre la superficie azul se veía una multitud de pequeñas barquichuelas. Guma me explicó que aquellos hombres salían a la mar antes del alba y lanzaban sus redes, siempre cerca de la costa, en espera de los peces. Con frecuencia no daban por concluida su labor hasta muy entrada la tarde. Después, el pescado se consumía directamente en la aldea o se ponía en salazón para venderlo en otros pueblos. Pregunté qué era un pescado en salazón. Entonces Guma, con aire triunfal, extrajo de sus alforjas una bolsa de lana. Se la había dado uno de los monjes antes de nuestra partida. Dentro había, sí, pescado en salazón. Con eso nos desayunamos sobre nuestras mulas, siempre caminando al lado del mar. No me desagradó el sabor. Tampoco el frío del agua cuando, por fin, conseguí convencer a Guma para que me dejara bañarme en la playa.

Seguimos viaje hacia el oeste, con el sol a las espaldas. Aquel paisaje tenía algo de agobiante. Cuando uno se ha acostumbrado, como yo lo estaba, a grandes espacios vacíos, de tierra virgen y horizontes abiertos, esta interminable sucesión de aldeas y casas y prados cultivados transmitía una sensación de colapso, como si allí ya no cupiera nadie más. Apenas si había campos incultos. Incluso las densas arboledas de los montes parecían seguir un designio doméstico, hijo de la mano del hombre. «Los jóvenes se marchan a la frontera», me había dicho el viejo prior. Sin duda en otros lugares del reino había más comunidades como la nuestra de Mena, aventureros en busca de una libertad nueva. Observé con detalle los campos que flanqueaban el camino y a los labriegos que allí trabajaban. No pude evitar un atento examen a sus aperos y en especial a sus arados, muchos de ellos aún de madera. Aunque el hierro abundaba en las comarcas vecinas, era difícil proveerse de material bien confeccionado. Entendí que el problema llegara a obsesionar a Ramiro, nuestro herrero. Poco a poco todas estas ideas iban encajando en mi mente como las piezas de un rompecabezas.

La siguiente etapa de nuestro viaje era Somorrostro, el cerro sobre el que se eleva la abadía de los Cuerpos Santos, que se llama así porque allí están los restos de San Emeterio y San Celedonio, los legionarios mártires de Calahorra. Según la tradición local, las reliquias de Celedonio y Emeterio habían llegado hasta aquel lugar navegando sobre una barca de piedra. A San Emeterio había consagrado mi hermano Vítulo nuestra pequeña iglesia de Mena, y San Emeterio daba nombre también a aquel monasterio. La devoción por aquellos mártires parecía muy viva en todo el reino, y eso me hizo pensar de nuevo en el salmo según el cual el Señor revela a las naciones su salvación. ¿Quizá nuestra salvación colectiva estribaba en perecer mártires? Mi hermano me había contado numerosas historias de mártires, aquellas santas y santos de la cristiandad que entregaron su vida antes que abjurar de su fe. «Somos tierra de misión», decía el anciano prior de Laredo. Aquellas brevísimas palabras del anciano monje me habían abierto una ventana a un mundo que desconocía. Y sentía que ese era el mundo en el que ahora me iba a sumergir. No podía quitarme todo eso del pensamiento.

El monasterio de Somorrostro o de San Emeterio me causó una impresión enteramente distinta al humilde cenobio de Laredo. En la abadía de los Cuerpos Santos había una verdadera multitud: muchos monjes y también muchos visitantes, gentes de paso e incluso, por lo que allí mismo me refirieron, huéspedes que habitaban entre sus muros prestando algún servicio temporal a la comunidad. Cerca de la abadía se alzaba un castillo que a mí me pareció grande, aunque todo el mundo decía que era pequeño. Bien es cierto que hasta entonces yo nunca había visto una construcción de este tipo. Decían los lugareños que el castillo siempre había estado allí. Desde él, un conde nombrado por el rey gobernaba la vida de los pescadores y labriegos que poblaban la aldea. No sé por qué los lugareños empezaban a llamar a aquel sitio «SantAnder» o «Santander». Entre el castillo y la abadía se desplegaban de manera anárquica callejas con tenderetes de artesanos y comerciantes. Abundaba el pescado en salazón, para gozo de mi compañero Guma. A mí me marearon tanto ajetreo y tanto grito.

Pasamos por la abadía de los Cuerpos Santos como dos sombras anónimas perdidas entre la muchedumbre. Partimos al alba después de una noche salpicada de oraciones. Nuestra siguiente meta era el burgo de Santillana, aquel lugar donde Lebato guardaba ciertas amistades y del que había venido nuestro herrero Ramiro. Santillana daba nombre a toda la región de las Asturias de Santillana. Se decía que el poblado nació sobre el sitio de Planes cuando unos monjes llevaron allá las reliquias de Santa Juliana de Bitinia, mártir griega. Mi hermano Vítulo me había puesto al corriente de la vida de Santa Juliana. Hija de paganos, se convirtió en secreto y decidió entregarse a Dios, pero he aquí que su padre la prometió a un ilustre senador. Como ella no se quiso casar, el senador la denunció ante su padre, que dijo: «¡Por Apolo y Diana, más quiero verla muerta que cristiana!». La encerraron y torturaron para que abjurara de Cristo. Durante su encierro, un ángel de luz se le aparecía para persuadirla de que abandonara su fe y aceptara las cosas que el mundo le ofrecía. Pero aquel ángel de luz era Satán, con el que Juliana luchó hasta vencer. Fue decapitada. Mi hermano me decía: «Quédate con esto: muchas veces el mal aparece envuelto en las luces del bien».

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