Durante el camino a Santillana vi cosas nuevas para mí: soldados a caballo, lanza en ristre, soberbios en sus corceles enjaezados, y también comitivas de algún gran señor, con innumerables lacayos flanqueando lujosos carros cubiertos. Guma, al ver pasar a los soldados, los saludaba con un gesto abierto, como de viejo camarada, pero su actitud ante la aristocrática comitiva fue muy distinta: se apartó del camino, cedió el paso y compuso una profunda reverencia. Yo le imité.
—Has de saber esto, chico —me dijo—, al soldado le agrada encontrar a otros como él, pero al noble solo le gusta encontrar a quien vale menos que él. Con eso podrás moverte por el mundo.
Le tomé en serio, como no podía ser de otro modo.
Después Guma empezó a contarme historias inconexas. Era la primera vez que mi compañero hablaba sin trabas desde que salimos de Mena. Me refirió que su abuelo, que se llamaba también Guma, había sido uno de los guerreros godos que se refugiaron en el norte cuando la morisma implantó su poder en España. Este abuelo Guma estuvo en Covadonga con don Pelayo y después sirvió a su hijo, el infortunado rey Favila. «Dicen que le mató un oso, pero mi abuelo siempre sospechó que hubo una mano humana en aquella tragedia», me confió suspicaz. Muerto Favila después de apenas un par de años de reinado, le sucedió el rey Alfonso, yerno de Pelayo, y con él firmó el abuelo de Guma sus últimas correrías. «Entonces, ya maduro, se estableció cerca de estas tierras de Santillana, se casó y tuvo un hijo: Guzmán, mi padre, que siguió igualmente el camino de las armas». Decía todo esto con orgullo, como quien desgrana un linaje de reyes.
Las escenas que Guma relataba eran bien conocidas por todos: lo mismo podía haberlas vivido su abuelo que cualquier otro. Sospeché: no me resultaba muy verosímil que el linaje de un guerrero tan ilustre hubiera terminado acarreando mieses y criando ovejas en la clientela de Lebato. Pero Guma también tenía una explicación para eso:
—Mi padre, Guzmán, era un buen hombre, pero algo cabeza loca. Se enamoró perdidamente de una moza de Carranza, Ava, mi madre, y no paró hasta hacerla suya. Mi abuelo no dio su aprobación, pero mi padre ardía de amor. La desposó y marcharon a vivir a Cangas, cerca de la corte. Pero Dios quiso que Guzmán muriera joven en una refriega contra los musulmanes y mi madre quedó sola con un pequeño: yo. Mi madre quiso instalarse en Santillana, con mi abuelo, pero el viejo no la aceptó: no había perdonado que Guzmán se casara sin su consentimiento. Así mi madre terminó volviendo a Carranza, acogida a la caridad de sus familiares. Yo crecí huérfano. En cuanto tuve fuerza suficiente, me lanzaron a la vida. Así acabé entrando en la casa de tu abuelo, García, y de tu padre, Lebato. He vivido con ellos desde mucho antes de que nacieran tus hermanos. Tu padre siempre me ha tratado como a uno de la familia. Por eso yo estoy ahora aquí, contigo, acompañándote en este viaje. Lebato no podía confiar en nadie más para un trabajo de este tipo. Tu padre es un hombre cabal. Yo le estoy muy agradecido. Quiero que lo sepas, por si no te vuelvo a ver.
«Por si no te vuelvo a ver». Con aquellas últimas palabras sentí como si una cuerda se cortara; una cuerda que me retenía aún atado a mi familia y que ahora debía imperativamente soltarse. ¿Cuántos secretos sobre mi gente conocería aquel hombre? No me pareció prudente preguntarlo, pero sí le transmití algo que me estaba lacerando el alma: el agrio comportamiento de mi hermano mayor, García, cuando nos detuvimos en Carranza.
—Así es la vida —contestó Guma—. García es ahora el señor de esa casa. Hará su voluntad: es su privilegio. Pero también tiene nuevas obligaciones de las que ha de responder: debe mantener la casa próspera, debe cuidar y cultivar los campos, debe proteger y ampliar un patrimonio, debe casarse y tener hijos para que un día esa casa pase a otra generación, que ya no serán Lebatos, sino Garcías, porque así es como ha de ser. Que no te extrañe su comportamiento. Para él la vida ha cambiado. Después de todo, ¿acaso no ha cambiado también para nosotros? Nosotros vivimos ahora en un lugar donde hay tierra para todos, y también para mí, que nunca antes había pisado un suelo que pudiera llamar mío. Aún tengo tiempo de casarme y tener un hijo. De este Guma saldrá un Gómez con un mundo entero por conquistar. Por el contrario, él, García, queda condenado a sobrevivir en un mundo lleno de límites. No le envidio. Ni tú debes envidiarle.
Empezó a llover antes de que llegáramos a Santillana. Guma no paró de hablar, pero ya no recuerdo qué más dijo.
Santillana era una aldea llena de vida. El rey Alfonso había ordenado repoblar aquel paraje a partir del monasterio fundado sobre las reliquias de Santa Juliana. De eso hacía aún pocos años, y ahora las callejas de Santillana eran un remolino de chiquillos correteando, madres gritando y hombres atareados de un lado a otro. Buscamos nuestro alojamiento, que era el propio monasterio de la santa. Entregué al hermano portero la correspondiente carta de mi padre y se nos procuró cama y comida. Una noche más en un convento distinto, pero siempre bajo la misma regla, la misma rutina, el mismo orden. De nuevo vísperas, sueño y, al alba, laudes. Y otra vez en camino.
Las confidencias de la jornada anterior habían soltado la lengua de Guma. En esta nueva etapa me dio todo tipo de explicaciones sobre la ruta. Nuestro siguiente objetivo era Evencia, que otros llamaban San Vicente por el mártir de León, y allí abandonaríamos el camino de la costa para coger la larga y penosa ruta lebaniega. A través de sus bosques y gargantas nos internaríamos en las montañas hasta llegar a Potes y, finalmente, a nuestro destino: San Martín de Turieno, en el valle de Liébana. Ese iba a ser mi hogar durante los próximos años.
—Te costará acostumbrarte, porque siempre has vivido libre, pero te harás un hombre de provecho —me explicaba Guma mientras nuestras mulas tomaban la ruta de Liébana—. Aprenderás letras y latín y teología, conocerás a personajes importantes y un día saldrás de allí convertido en pastor de almas. Mira a tu hermano Vítulo: desde que volvió a Mena, en realidad es él quien manda.
Dirigí a Guma una mirada suspicaz, como barruntando un reproche, pero no había tal.
—Y es bueno que así sea —continuó—, porque él es más sabio y más santo que nosotros. Y más joven, también. Nosotros ya nos vamos doblando. Tu padre también sabe eso.
Guma era apenas unos pocos años mayor que mi padre, no sabría decir cuántos. Sin embargo, la vida le había castigado más que a Lebato: en su boca quedaban pocos dientes, ya no tenía cabello en la cabeza, la barba era enteramente cana y unas profundas arrugas surcaban su frente y sus mejillas. ¿Podría aún tener hijos, como me había dicho? Tendría que darse prisa. Enjuto y prieto, conservaba la fuerza del hombre que ha vivido siempre de sus músculos, pero su espalda se estaba encogiendo y las piernas empezaban a flaquear. Quizá por eso decidió montar aquel pequeño taller de alfarería en Mena, un recurso para seguir siendo imprescindible. Era otro rasgo característico de Guma: su capacidad de iniciativa y de improvisación siempre resultaba desbordante. Sin duda por eso mi padre le había retenido tantos años junto a sí: era un buen compañero para asegurar la supervivencia. Y sin duda también por eso él había sido el elegido para acompañarme en este largo viaje.
Enfilamos la ruta de las montañas. La obra repobladora del primer rey Alfonso había hecho su efecto: buen camino, muchas aldeas, campos bien trabajados… Hasta estos valles habían venido no solo los montañeses que expulsaron al moro, sino también los cristianos rescatados por Alfonso en las llanuras del sur, en la tierra que llaman de Campos. Con ellos se había colonizado un territorio que daba fruto por doquier. «El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía», decía otro de los salmos preferidos de mi hermano Vítulo. En realidad, toda nuestra vida podía resumirse en los salmos. Las gentes aquí instaladas aguardaban pacientes el fruto de la tierra. Y otros marchábamos de nuevo al sur, a las tierras que ellos en su día dejaron. «Los que esperan en el Señor poseerán la tierra».
Al final de la jornada, el paisaje cambió súbitamente de aspecto. Nos encontrábamos en un denso bosque sin otra huella humana que el camino que pisábamos. Y aun este se iba haciendo más duro y primitivo, como si nadie lo transitara ya. Noté a Guma inquieto. Yo no lo estaba menos. Mi guía miraba a un lado y a otro. Comprobé que intentaba orientarse. La tarde caía velozmente en aquel tajo labrado por las aguas y el tiempo y la mano severa de Dios. Guma me miró consternado y me dijo: «Creo que nos hemos perdido». En algún momento habíamos tomado una senda equivocada. Caminábamos hacia el interior, sí, pero lejos de la ruta principal. Guma empezó a agitarse, como tratando de buscar bajo sus pies el buen sendero. Era inútil. Y además, anochecía. Por primera vez tomé yo la iniciativa:
—No nos queda otro remedio que pasar aquí la noche. Haremos fuego y nos quedaremos junto a él. Mañana buscaremos el camino.
Guma me miró entristecido; efectivamente, no había otro remedio.
Hacer fuego no fue difícil. Encontrar un buen cobijo tampoco, dada la densidad de aquella selva. Por todas partes alzaban sus brazos los tejos y las hayas, los robles y los castaños, y helechos del tamaño de un hombre se entrecruzaban con matas de zarzas y espinos. Una alfombra de hojas muertas tapizaba uniformemente el suelo. Localizamos un mínimo claro. Allí, a la sombra de un enorme tejo, organizamos nuestra morada. Guma era hombre de recursos y con cuatro machetazos y unas cuantas ramas viejas construyó un apresurado cobertizo, cosa que nos haría mucha falta si comenzaba a llover, como efectivamente ocurrió. Era suficiente para nosotros. Las mulas quedaron atadas a un árbol junto a nuestro refugio. Mi guía abrió la bolsa de las viandas. A mí me dio unas longanizas secas y él siguió fiel al pescado en salazón. La noche cayó en un instante. Las nubes desaparecieron y una luna de aspecto turbador se adueñó del cielo. Guma empezó a cantar, primero en un susurro, después más fuerte. Era transparente: tenía miedo. Y yo también.
Hay pocas cosas más sobrecogedoras que pasar la noche en el interior de un bosque cerrado. Por habituado que esté uno a la naturaleza y sus mil sonidos, siempre sentirá un estremecimiento al escuchar el temblor de las hojas, el roce de una culebra, los pasos apagados de un ratón o el canto lúgubre de la lechuza. El rumor de un arroyo lejano adquiere dimensiones de fragor insoportable. Los árboles adoptan formas sobrenaturales y entre ellos se agitan sombras que no parecen de este mundo. Es la hora en la que las criaturas del bosque se adueñan de la tierra. Y entre esas criaturas surgen también duendes y trasgos y espíritus, unos malignos y otros no, que reproducen en la noche oscura la guerra eterna entre el bien y el mal.
—Durmamos —dijo Guma mientras acercaba otra tranca al fuego.
Y bien le hubiera obedecido, pero dentro de mí se había despertado una suerte de angustiosa vibración, un estado de alerta que había puesto todos mis músculos y todos mis nervios en una tensión casi dolorosa. Y fue entonces cuando lo escuché.
Todo lo que sucedió esa noche permanece en mi memoria como entre la bruma de un sueño, pero no mentiré si digo que jamás me había visto ni después me vería enfrentado a fuerzas semejantes. Lo que escuché fue un brusco ruido detrás de nosotros, cerca de nuestro cobertizo. Fue como un áspero chocar de ramas acompañado de un grave gruñido. Las mulas piafaron inquietas y patearon el suelo. Me levanté de un salto. Guma también lo había oído. Enarboló un leño ardiendo y me tendió un cuchillo. Ambos nos precipitamos fuera del cobertizo, arma en mano; si eran malhechores, cobraríamos caras nuestras vidas. Al tenue resplandor del fuego escrutamos las sombras. Allí no había nada. Nada humano, al menos. Exploramos unos pocos metros alrededor de nuestro refugio. Solo el silencio nos respondía. Hasta que volvimos a escuchar con toda nitidez el mismo sonido unos pies más allá, detrás de un tupido soto. Guma y yo cruzamos una mirada cómplice; empuñamos nuestros cuchillos y nos lanzamos al unísono sobre el soto, nuestras voces fundidas en un alarido. Lo que vimos nos dejó helados.
Una forma de grandes dimensiones salió disparada del soto. Era un animal. A la luz incierta de la tea de Guma creí ver que se trataba de un jabalí. Y lo más formidable: era un jabalí de color blanco. El animal saltó de un lado a otro, se detuvo, gruñó, por fin se arrancó hacia nosotros. Las mulas relincharon aterrorizadas. Guma y yo nos apartamos de un brinco, pero mi compañero cayó de bruces sobre el soto. El jabalí, un macho adulto a juzgar por su tamaño, echó a correr hacia la espesura. Instintivamente le seguimos a la carrera. Aún pudimos escuchar, ya que no ver, el ruido de las ramas quebradas por su corpachón. La extraordinaria bestia desapareció. Pero aquella no era la única sorpresa que esa noche nos reservaba.