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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (10 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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—¿Te extraña? —seguía el hermano, bamboleándose sobre su mula—. Pues eso no es nada. De Bizancio vienen tintas hechas con oro y con plata. Y no solo lo más sublime, sino también lo más mezquino se emplea para el mismo fin. Yo he visto fabricar tintas con vinagre, con vidrio y hasta con heces. Todo vale si con ello se consigue nitidez en el color, estabilidad en la mancha y resistencia al tiempo.

Creí que el corazón se me paraba cuando constaté que nuestro camino iba directamente hacia la muchacha. Ella se había detenido en sus quehaceres y, girándose hacia nosotros, dibujaba un gesto amistoso con la mano. Entonces desapareció súbitamente, corriendo, los pies descalzos sobre la hierba aún fría de aquellos estertores del invierno.

—Ya hemos llegado a nuestro destino —anunció el hermano—. Ahora vendrá el dueño de la casa a tomar nuestro pedido. Un buen hombre. Se llama Asur. Viaja con frecuencia a Oviedo y a Somorrostro. No creas que es un simple buhonero: me ha contado que comercia con casas de Pravia e incluso de Galicia. Es el hombre indicado para este tipo de encargos tan especiales. ¡Deva! ¡Muchacha!

¡Deva! Ese era el nombre de mi dama, la hija de Asur. Deva corrió hacia el hermano, besó su mano y pidió su bendición. A mí solo me dirigió una mirada de soslayo, entre huidiza y cortés. Asur apareció inmediatamente detrás: un tipo macizo y calvo, vestido con algún lujo; incluso llevaba esos pantalones que llaman bragas, bien sujetos en los tobillos bajo los zancajos. El hermano y Asur intercambiaron algunas palabras. No sé cuáles porque yo no tenía ojos más que para Deva: la muchacha permanecía allí, atenta a la conversación de su padre, aparentemente ajena al hecho de que yo existiera. Pero yo ardía.

En un momento determinado, el hombre hizo un gesto a Deva. La muchacha se marchó con una graciosa reverencia. A mí me regaló una mirada de solemne desdén. Asur ofreció comida al hermano. Este la rehusó con amabilidad: la regla de San Benito prohíbe expresamente comer fuera a los que no viajan lejos del cenobio. Y cerrado el negocio, nos dispusimos a partir.

El hermano iluminador, de nuevo sobre su mula, empezó a explicarme cómo se fabrica una buena pluma para escribir. Las mejores son las de ganso y cuervo. Hay que procurarse un montoncillo de arena, lo suficiente para que quepa en el hueco de la mano, y calentarlo hasta llegar al rojo vivo. En ese momento, hay que hundir el cañón de la pluma en la arena ardiente y mantenerla así el tiempo de un padrenuestro, tres avemarías y un gloria. Basta ese lapso para que la punta del cañón quede dura como la roca. Después hay que mojar la punta en agua hirviendo, a ser posible con un poco de alumbre. Eso permitirá cortar luego la pluma a voluntad, con dos breves tajos sesgados, y practicarle por último la incisión final, la hendidura que hará correr la tinta.

Todo me daba vueltas. Sentía el estómago vacío y una especie de ligereza sobrenatural en el pecho. Instintivamente, giré la cabeza y eché la vista atrás. Vi a Deva en la ventana, su cabellera rubia flameando al sol. Y nos miraba. Me miraba.

—Y no sé si te he contado —seguía el hermano iluminador— que para fabricar tinta roja pueden utilizarse también los caparazones de los crustáceos. De eso saben algo en las aldeas de nuestras costas…

5. Dos espadas en la corte del rey Mauregato

La aventura más fascinante que viví con Beato fue la entrada en la corte. Reinaba entonces en Asturias nuestro señor Mauregato, un hombre que acumulaba una pésima fama y al que, sin embargo, Beato no tenía en poca estima. Yo no sabía nada de la política del país, ni me interesaba lo más mínimo. Lo único que tenía en la cabeza eran las misteriosas palabras del monje de Laredo: «Satanás tienta a los poderosos. Hay muchos en la corte que verían bien un pacto con los musulmanes. Ríos de sangre han corrido por esa causa». Y me imaginaba a los magnates del reino, ricamente vestidos y enjoyados, apuñalándose los unos a los otros bajo las satisfechas sonrisas de Satán. Pero cuando descubrí la verdad, me pareció aún más terrible que mis imaginaciones.

Fuimos a la corte porque Mauregato se encontraba muy enfermo y había pedido confesar con mi maestro. Era un gran honor para Beato, pero también lo era para el rey. Y desde luego lo fue para mí, aunque yo solo figurara en aquel periplo como asistente de mi buen monje. La corte se hallaba entonces en Pravia, al borde de la calzada de Astorga. Nos llevó varios días de camino llegar hasta allí. Pero esta vez no tuve que andar a pie ni a lomos de mula, sino que el rey había enviado un cómodo carruaje cubierto, tirado por cuatro briosos corceles, para buscar a su confesor. Fue un viaje inolvidable a través de Cangas de Onís, la vieja capital de don Pelayo, y Oviedo, la ciudad edificada por el rey Fruela. En cada etapa del camino disfrutábamos de la hospitalidad que se concede a la gente principal: dormitorios limpios, comidas apetitosas… Aunque Beato aplicó la regla de San Benito a todos estos placeres, disminuyendo ostensiblemente su calidad, aun así me supieron a gloria. Por otro lado, a lo largo del trayecto tuve tiempo para aprender todo lo que hasta entonces ignoraba acerca de las convulsiones políticas del reino. Beato era un maestro de recursos inagotables.

—¿Sabes quién fue el rey Alfonso? —me preguntó.

Yo lo sabía perfectamente: Alfonso era el yerno y sucesor de Pelayo, el mismo rey en cuyas correrías participaron mi bisabuelo y el abuelo de Guma. El rey que había llevado los límites del reino desde Galicia en el oeste hasta las tierras de los vascones en el oriente. Y a partir del rey Alfonso, Beato me explicó todo lo que había pasado en Asturias en los últimos años.

—Al rey Alfonso le sucedió su hijo Fruela. Un hombre tremendo, este Fruela. Un hombre sin suerte. Le tocó gobernar un país cruzado por mil pasiones, un país que estaba naciendo. Solo supo hacerlo con el hierro, y eso le granjeó infinitas enemistades. Este Fruela tenía un hermano: Vimarano. Y algún espíritu maligno quiso que los muchos enemigos de Fruela vieran en Vimarano a su redentor. Tanto creció el odio de Fruela hacia Vimarano que terminó matándolo con sus propias manos, como Caín a Abel; crimen nefando que Dios ya habrá sentenciado con su justicia. Pocos años después, y como si los cielos hubieran querido castigar aquel fratricidio, Fruela se vio envuelto en mil querellas. Los señores de la tierra se levantaron en Galicia. Los musulmanes atacaron la frontera. Aquel fue el ataque que nos obligó a Eterio y a mí a buscar refugio en Liébana. Fruela gobernó como pudo todo aquello, sofocó la revuelta gallega, derrotó a los sarracenos, pero… Demasiadas heridas habían quedado abiertas. Los amigos del difunto Vimarano, el hermano asesinado, se confabularon contra el rey. Acudieron a su palacio de Cangas y allí murió por el hierro quien a hierro había matado. Al rey Fruela le mataron sus primos, los hijos del guerrero Fruela Pérez, hermano del rey Alfonso. Y sobre el cadáver aún caliente del rey muerto proclamaron a un nuevo rey: Aurelio. Y tú te preguntarás: ¿Y qué iba a ser entonces de los hijos de Fruela? ¿Correrían la misma suerte que el padre?

»Años atrás —continuó Beato— Fruela había contraído matrimonio con una noble vascona: doña Munia de Álava. En su momento fue la prenda con la que el rey apaciguó un levantamiento en aquellas tierras, pero puedo dar fe de que Fruela amaba verdaderamente a esa mujer. La cubrió de joyas y regalos. Para ella construyó hermosos palacios en Oviedo. Ahora, muerto Fruela, Munia quedaba desamparada. Y con ella, los dos hijos del matrimonio: Alfonso y Jimena. La reina doña Munia no perdió el tiempo: envió a sus hijos al monasterio de Samos y ella misma se evaporó; al parecer ingresó en un convento. Así salvó la vida de su progenie.

»El nuevo rey, Aurelio, resultó ser un tipo bastante gris. Fueron años duros y malos en todo el reino. Los señores de la tierra pensaron que, muerto el terrible Fruela, podrían campar a sus anchas. Al mismo tiempo, los sarracenos, envueltos en sus propios problemas, quisieron sacar tajada de la situación en forma de nuevos tributos. Aurelio estaba dispuesto a dar a todos lo que cada cual pedía: tributos a los moros, riquezas a los señores de la tierra… Pero las gentes de este suelo no están acostumbradas a doblar la cerviz más que ante Dios, y se levantaron, como no podía ser de otro modo. A fe que nadie amaba al rey Aurelio. Había llegado al trono con las manos manchadas de sangre. Los remordimientos le movieron a cambiar la corte, que se trasladó a San Martín, no lejos de Oviedo. Allí murió poco después, joven aún, pero enfermo de angustia. Y sin hijos.

»Entonces los magnates del reino discutieron ásperamente sobre la sucesión al trono. Unos querían que la corona volviera a cualquiera de los parientes de Aurelio, pero no se ponían de acuerdo entre sí. Otros querían que se proclamase al pequeño Alfonso, el hijo del asesinado rey Fruela, pero aún era muy niño. No era una disputa dinástica. Yo te contaré la verdad: lo que entonces estaba en juego era ni más ni menos que el orgullo de la cristiandad. Los amigos del difunto Aurelio, todos ellos grandes magnates con abundantes posesiones, temían las acometidas sarracenas y estaban dispuestos a pactar algún tipo de acuerdo con el moro. Por el contrario, los partidarios del pequeño Alfonso, el hijo de Munia, deseaban mantener enhiesta la bandera de Pelayo y el primer Alfonso, la bandera de la lucha contra el islam. Era imposible conciliar posiciones. Pero alguien pensó una solución de compromiso: una hija del primer Alfonso, Adosinda, estaba casada con un rico magnate del valle del Narcea llamado Silo. Este Silo gustaba a los señores de la tierra porque era uno de ellos, y Adosinda gustaba a los otros porque era la directa heredera de Pelayo. Y así la corona fue a parar a las sienes de Silo.

»Turbias maniobras se sucedieron entonces en el reino —proseguía Beato—. Los amigos de Silo llegaron a acuerdos con los sarracenos, y el propio rey respaldó el negocio. Como no podía hacerlo personalmente, por miedo a encolerizar al otro partido, delegó la tarea en su madre. Mientras tanto, la esposa del rey, Adosinda, educaba al pequeño Alfonso, su sobrino, para que un día ciñera la corona de Asturias: le confió nada menos que la administración de palacio. Las dos facciones del reino movían sus peones: unos, con Silo; los otros, con Adosinda. Era una carrera contra el tiempo. Tarde o temprano la situación estallaría. Y eso fue lo que ocurrió cuando Silo dijo adiós a la vida.

»Muerto su marido, la reina viuda Adosinda trabajó con rapidez para que el segundo Alfonso, que por entonces ya pasaba de los veinte años de edad, subiera al trono. El joven Alfonso fue coronado rey. Pero el otro partido no se había estado quieto: mientras Adosinda trenzaba su jugada, los magnates partidarios de entenderse con Córdoba habían compuesto una tupida red de complicidades e intereses. En esa red cayeron Adosinda y el joven Alfonso. Los conjurados buscaron un nuevo rey: un hijo bastardo del primer Alfonso llamado Mauregato. La estirpe de Pelayo pronto comprobó que estaba en posición muy desventajosa. Al joven Alfonso no le quedó más salida que huir: se refugió en las tierras de los vascones, entre los parientes de su madre doña Munia, donde aún habita. En cuanto a Adosinda, ingresó en un convento. Todo parecía perdido para los abanderados de la fe. Pero lo peor estaba aún por llegar: la traición de la propia Iglesia.

»Porque ocurrió, en efecto, que en aquellos años la Iglesia de Toledo sucumbió ante las asechanzas de los mahometanos. En realidad se veía venir desde mucho tiempo atrás. Si conoces la historia de Covadonga, habrás oído hablar de don Oppas, el obispo traidor: aquel que intentó convencer a don Pelayo para que se rindiese ante los moros. Don Oppas era un hombre muy poderoso: hermano del rey Witiza y obispo de Sevilla. Cuando los musulmanes se apoderaron del reino, este hombre quiso llegar a un entendimiento. Era obispo y no podía dejar de ser cristiano, pero sí podía retorcer la fe y ponerla al servicio de sus intereses. Verás: los musulmanes no niegan la existencia de Jesús, sino su divinidad; para ellos nuestro Salvador solo es un profeta más en la lista de elegidos por Mahoma. Semejante blasfemia encajaba bastante bien con las pretensiones de la secta arriana, muy extendida entre los godos: para el maldito Arrio, Jesús era hijo de Dios, pero no Dios mismo. Así, en la mente enferma de Oppas, y de otros como él, tomó forma la idea de utilizar todo eso en su propio provecho: los nuevos amos, los islamitas, nada tendrían que temer de quienes estaban dispuestos a sacrificar la divinidad de Jesús. Al contrario, en ellos hallarían su principal apoyo para conservar el poder recién conquistado. Otros abjuraron de su fe y se convirtieron al islam para mantener su posición. Oppas lo lograría sin necesidad de hacerse musulmán; le bastaría con deformar la fe verdadera.

»Oppas murió en la retirada de Covadonga, pero en Sevilla, Mérida y Toledo quedaron muchos que siguieron su ejemplo. La crónica de la Iglesia española en estos años es de una tristeza sin límites. Muchos hermanos, por conservar la fe verdadera, prefirieron emigrar al norte, a nuestro reino. Otros muchos, la gran mayoría del buen pueblo, quedaron en sus tierras cultivando el credo de Nuestro Señor en pequeñas comunidades, solos frente al poder sarraceno, salvajemente explotados con impuestos y otras crueldades. Y lo que es peor: se vieron privados de buenos pastores, porque el alto clero, siguiendo el ejemplo del traidor obispo Oppas, retorció la fe para ponerla a su servicio.

»En tu pequeñez e inexperiencia —me amonestaba Beato— no puedes ni imaginar el alcance que tomó el problema. El mismísimo Carlomagno, el gran rey de los francos, hubo de intervenir para aclarar las cosas. Carlomagno vio claramente lo que estaba pasando: una Iglesia desvirtuada en España podía terminar entregando completamente el país al islam. Mientras nosotros, aquí, en Asturias, levantábamos iglesias y comunidades por doquier para mantener la fe verdadera, nuestros obispos del sur iban islamizando poco a poco el credo de Jesús de Nazaret. Naturalmente, esas traicioneras maniobras de los blasfemos forzosamente tenían que seducir a quienes aquí, entre nosotros, aspiraban a un entendimiento con Córdoba. En Asturias nos habíamos levantado en defensa de la cruz, pero ¿y si hubiera una manera de hacer compatible la cruz con la sumisión a los mahometanos? Muchos magnates de nuestro reino vieron aquí una oportunidad de oro para conservar su poder. Ellos, como don Oppas, estaban dispuestos a retorcer la fe para ponerla a su servicio. Quizás esto te permita entender mejor cuanto te he referido antes acerca de los dos partidos que pugnan en el reino. Porque has de saber una cosa: quienes en Córdoba, Toledo o Sevilla trabajan para falsear la fe de Jesús, están en plena sintonía con quienes aquí, en Asturias, conspiran para someterse al emir de Córdoba. Y la mejor prueba de esta confabulación infame vino a dárnosla el propio obispo de Toledo, el oprobioso Elipando.

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