Read El caballero del rubí Online

Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El caballero del rubí (31 page)

BOOK: El caballero del rubí
4.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Sparhawk nunca sabría qué lo indujo a formular aquella pregunta.

—¿Estaba sola allí adentro?

—No, mi señor. Los criados que eran sus esclavos estaban también allí, lamiendo la sangre caída en esas enmohecidas piedras. Y… —El hombre de demacrada cara titubeó.

—Continuad.

—No me atrevería a jurarlo, mi señor. Me daba vueltas la cabeza, pero me pareció que en el fondo de la habitación había una figura encapuchada vestida de negro cuya presencia me heló la sangre.

—¿Podríais describirla con más detalle? —inquirió Sparhawk.

—Alta, muy delgada, envuelta por completo en un sayo negro.

—¿Y? —lo incitó Sparhawk, sabiendo con escalofriante sorpresa lo que agregaría.

—La cámara estaba oscura, mi señor —se disculpó Occuda—, iluminada sólo por el fuego donde Bellina calentaba los instrumentos de tortura, pero en ese rincón de atrás creí ver un resplandor verde. ¿Es ello algo significativo?

—Podría serlo —respondió Sparhawk con expresión sombría—. Proseguid con vuestro relato.

—Corrí a informar al conde. Al principio se negó a creerme, pero lo obligué a bajar a la bodega conmigo. En un primer momento creí que iba a matarla al ver lo que hacía. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Ella se puso a chillar al verlo e intentó atacarlo con el cuchillo que había estado utilizando con la muchacha, pero yo se lo arrebaté.

—¿Fue entonces cuando la encerró en la torre? —Sparhawk estaba conmovido por la historia que acababa de escuchar.

—De hecho, fui yo quien tuvo la idea —reconoció con ceño torvo Occuda—. En el hospicio donde serví, siempre confinaban a los más violentos. La arrastramos hasta la torre y cerré la puerta con cadenas. Allí permanecerá durante el resto de sus días si yo tengo algo que decir en ello.

—¿Qué sucedió con los otros criados?

—Al principio realizaron intentos de liberarla y yo hube de matar a varios de ellos. Después, ayer, el conde oyó cómo algunos contaban una descabellada historia a ese mentecato trovador. Mi señor me encomendó echarlos a todos del castillo. Se apelotonaron alrededor de la puerta durante un rato y luego se fueron corriendo.

—¿Tenían alguna característica extraña?

—Todos tenían semblantes completamente inexpresivos —repuso Occuda— y los que yo maté murieron sin emitir queja alguna.

—Me lo temía. Ya hemos topado antes con gente así.

—¿Qué le ocurrió en esa casa, caballero? ¿Qué fue lo que le hizo perder el juicio?

—Habéis sido educado como monje, Occuda —señaló Sparhawk—, con lo cual es probable que hayáis recibido formación teológica. ¿Os resulta familiar el nombre de Azash?

—¿El dios de los zemoquianos?

—El mismo. Los estirios de esa casa de Chyrellos eran zemoquianos y es Azash quien posee el alma de lady Bellina. ¿Hay alguna salida por la que hubiera podido escapar de esa torre?

—Es totalmente imposible, mi señor.

—De alguna manera logró infectar a ese trovador y éste pudo transmitir el trastorno a Bevier.

—No pudo haber salido de la torre, caballero —aseguró Occuda.

—He de hablar con Sephrenia —anunció Sparhawk—. Gracias por ser tan honesto, Occuda.

—Os he contado todo esto con la esperanza de que pudierais ayudar al conde —contestó Occuda, poniéndose en pie.

—Haremos cuanto esté en nuestras manos.

—Gracias. Voy a poner la cadena en la puerta de vuestro amigo. —Se encaminó a la habitación de Bevier y se volvió a medio camino—. Caballero —dijo con voz sombría—, ¿creéis que debería matarla? ¿No sería mejor así?

—Puede que llegue el momento en que ello sea preciso —reconoció con franqueza Sparhawk— y, si lo hacéis, habréis de cortarle la cabeza. De lo contrario, volverá a cobrar vida.

—Puedo hacerlo si es necesario. Tengo un hacha y haría cualquier cosa por liberar de su sufrimiento al conde.

Sparhawk posó afectuosamente la mano en el hombre del criado.

—Sois un hombre bueno y sincero, Occuda —dijo—. El conde es afortunado al teneros a su servicio.

—Gracias, mi señor.

Sparhawk se quitó la armadura y después se dirigió a la habitación de Sephrenia.

—¿Sí? —contestó ésta en respuesta a su llamada a la puerta.

—Soy yo, Sephrenia.

—Entrad, querido.

—He tenido una conversación con Occuda —informó después de entrar.

—¿Y?

—Me ha contado lo ocurrido aquí. No estoy seguro de que queráis oírlo.

—Si he de curar a Bevier, me temo que deberé escucharlo.

—Estábamos en lo cierto —comenzó Sparhawk—. La mujer kelosiana que vimos salir de la casa de los zemoquianos en Chyrellos era la hermana del conde.

—Estaba convencida de ello. ¿Qué más?

En pocas palabras, Sparhawk refirió lo que Occuda le había explicado, resumiendo los detalles más escabrosos.

—Es creíble —dictaminó Sephrenia—. Esa forma de sacrificio forma parte de la adoración de Azash.

—Hay algo más —agregó Sparhawk—. Cuando entró en la cámara de la bodega, Occuda vio una figura en sombras en uno de los rincones. Llevaba sayo y capucha negros y su cara tenía un brillo verde.

La mujer aspiró hondamente.

—¿Podría Azash tener más de un Buscador suelto? —preguntó Sparhawk.

—Con un dios mayor todo es posible.

—No podía ser el mismo —afirmó él—. No hay nada que pueda estar a la vez en dos lugares distintos.

—Como ya he dicho, querido, con un dios mayor todo es posible.

—Sephrenia —confesó con voz turbada—, siento tener que decirlo, pero todo esto está comenzando a asustarme un poco.

—Y a mí también, querido Sparhawk. Mantened a vuestro alcance la lanza de Aldreas. Puede que el poder de Bhelliom os proteja. Ahora id a acostaros. Necesito pensar.

—¿Me daréis vuestra bendición antes de ir a dormir, pequeña madre? —solicitó, hincándose de rodillas.

De improviso se sintió como un pequeño e indefenso niño, y besó con suavidad las palmas de las manos de la mujer.

—De todo corazón, querido —repuso la estiria, cubriéndole la cabeza con los brazos y atrayéndolo hacia sí—. Sois el mejor de todos, Sparhawk —le dijo—, y, si sois fuerte, ni las mismas puertas del infierno lograrán deteneros.

Cuando se puso en pie, Flauta bajó de la cama y se acercó gravemente a él. Se sintió de pronto incapaz de moverse. La niña lo tomó de las muñecas, asiéndolo suavemente, sin que él pudiera resistirse. Luego le volvió las manos y le besó cada una de las palmas, y sus besos ardieron en sus venas como un fuego sagrado. Conmovido, Sparhawk abandonó la habitación sin agregar palabra alguna.

Tuvo un sueño intranquilo, despertándose a menudo y revolviéndose inquieto en la cama. La noche parecía interminable y el fragor de los truenos sacudía los propios cimientos del castillo. La lluvia que la tempestad había traído arañaba la ventana de la habitación en que Sparhawk trataba de dormir y el agua caía torrencialmente del tejado de pizarra aporreando las piedras del patio. Debió de ser después de medianoche cuando al fin renunció a su intento y, levantando las mantas, se sentó en el borde de la cama, malhumorado. ¿Qué iban a hacer con Bevier? Sabía que la fe del arciano era profunda, pero el caballero cirínico carecía de la voluntad de hierro de Occuda. Era joven e ingenioso y apasionado como todos los arcianos. Bellina podía servirse de ello. Aun cuando Sephrenia consiguiera sustraer a Bevier de su compulsiva obsesión, ¿qué garantía tenían de que Bellina no pudiera volver a imponérsela en cuanto quisiera? A pesar de su deseo de ahuyentar tal idea, Sparhawk hubo de admitir que la solución propuesta por Occuda era tal vez la única de que disponían.

Entonces, de improviso, lo invadió el espanto. Algo abrumadoramente maligno rondaba cerca. Se levantó de la cama y buscó la espada entre las tinieblas. Luego se encaminó a la puerta y la abrió.

El solitario corredor estaba parcamente iluminado por la luz de una sola antorcha. Kurik permanecía sentado, dormitando, en una silla fuera de la habitación de Bevier. Entonces se abrió la puerta del dormitorio de Sephrenia y ésta salió presurosa con Flauta pisándole los talones.

—¿Lo habéis notado también?

—Sí. ¿Habéis detectado de dónde viene?

La mujer señaló la puerta de Bevier.

—Está allí adentro.

—Kurik —llamó Sparhawk, tocando el hombro de su escudero.

Kurik abrió los ojos al instante.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Hay algo adentro con Bevier. Sé cauteloso.

Sparhawk descolgó la cadena que había dispuesto Occuda, corrió el cerrojo y abrió despacio la puerta.

Una extraña luz bañaba la habitación donde Bevier se revolvía en la cama bajo la reluciente y borrosa forma de una mujer desnuda. Sephrenia hizo acopio de aire.

—Un súcubo —musitó.

Inició un encantamiento sin dilación, haciendo una señal a Flauta. La pequeña comenzó a tañer una melodía tan compleja que Sparhawk no pudo siquiera seguirla.

La rutilante mujer que se hallaba junto a la cama, de indescriptible belleza, se volvió hacia la puerta y separó los labios para mostrar sus chorreantes colmillos. Emitió un siseo de despecho que mas bien parecía el chirrido de un insecto, habiendo perdido al parecer la capacidad de movimiento. El hechizo siguió su curso y el súcubo comenzó a encogerse, oprimiéndose la cabeza con las manos. La música de Flauta se tornó más severa y el encantamiento de Sephrenia sonaba cada vez más alto. El súcubo empezó a retorcerse, gritando imprecaciones tan viles que Sparhawk se arredró al oírlas. Entonces Sephrenia alzó una mano y, para sorpresa de aquél, habló en elenio y no en estirio.

—¡Volved al sitio de donde venís! —ordenó—. ¡Y no volváis a aventuraros a salir esta noche!

El súcubo se disipó con un inarticulado aullido de frustración, dejando tras él el fétido olor a putrefacción y corrupción.

Capítulo 15

—¿Cómo ha salido de esa torre? —susurró Sparhawk—. Sólo hay una puerta y Occuda la tiene cerrada con cadenas.

—No ha salido —respondió distraídamente Sephrenia, frunciendo el entrecejo—. Sólo una vez había presenciado algo así —agregó. Entonces esbozó una torcida sonrisa—. Ha sido una suerte que recordara el hechizo.

—Lo que decís carece de sentido, Sephrenia —objetó Kurik—. Estaba aquí.

—No, en realidad no estaba. El súcubo no es de carne. Es el espíritu de quien lo envía. El cuerpo de Bellina está todavía confinado en esa torre, pero su espíritu vaga por los corredores de esta melancólica casa, infectando todo cuanto toca.

—Bevier está perdido entonces, ¿no es así? —preguntó Sparhawk, entristecido.

—No. Lo he sustraído al menos parcialmente a su influencia. Si actuamos con suficiente rapidez, podré liberar su mente enteramente. Kurik, id a buscar a Occuda. He de hacerle algunas preguntas.

—Ahora mismo —repuso el escudero, encaminándose a la puerta.

—¿No volverá mañana a infectar de nuevo a Bevier? —inquirió Sparhawk.

—Creo que hay un modo de impedirlo, pero debo interrogar a Occuda para estar segura de ello. No habléis tanto, Sparhawk. Necesito reflexionar. —Se sentó en la cama y aplicó con gesto ausente la mano en la frente de Bevier, el cual se revolvía inquieto—. Oh, parad ya —espetó al joven dormido. Murmuró unas palabras en estirio y el arciano hundió de pronto la cabeza en la almohada.

Sparhawk aguardó con nerviosismo mientras la menuda mujer ponderaba la situación. Varios minutos después, Kurik regresó con Occuda y Sephrenia se levantó.

—Occuda —comenzó a hablar, pero entonces pareció cambiar de idea—. No —dijo, casi para sí—, existe un método más rápido. Esto es lo que quiero que hagáis. Quiero que rememoréis el momento en que abristeis esa puerta de la bodega…, únicamente el instante en que la abristeis. No os concentréis en lo que hacía Bellina.

—No acabo de comprender, mi señora —confesó Occuda.

—No es preciso que lo entendáis. Sólo debéis hacerlo. Nos queda poco tiempo. —Murmuró unas palabras para sus adentros y luego le pasó la mano por la frente, para lo cual hubo de ponerse de puntillas—. ¿Por qué sois todos tan altos? —se quejó. Mantuvo un momento los dedos sobre la frente de Occuda y después espiró ruidosamente—. Tal como pensaba —afirmó, exultante—. Debía estar allí. Occuda, ¿dónde está el conde ahora?

—Me parece que todavía está en la misma sala, señora. Por lo general pasa casi toda la noche leyendo.

—Bien. —Dirigió la mirada a la cama y chasqueó los dedos—. Bevier, levantaos.

El arciano se incorporó rígidamente, con los ojos en blanco.

—Kurik —indicó la estiria—, vos y Occuda, ayudadlo. No lo dejéis caer. Flauta, vuelve a la cama. No quiero que veas esto.

La niña asintió con la cabeza.

—Vamos, caballeros —instó bruscamente Sephrenia—. Nos queda poco tiempo.

—¿Qué es exactamente lo que os proponéis hacer? —preguntó Sparhawk mientras la seguía por el corredor. Tratándose de una persona tan bajita caminaba muy deprisa.

—No es momento para dar explicaciones —contestó—. Necesitamos el permiso del conde para ir a la bodega… y su presencia, mucho me temo.

—¿La bodega? —repitió Sparhawk, desconcertado.

—No hagáis preguntas estúpidas, Sparhawk. —Sephrenia se detuvo y lo miró gravemente—. Os he dicho que no os separaseis de esa lanza —lo reconvino—. Ahora volved a vuestra habitación a buscarla.

El caballero extendió los brazos con indefensión y giró sobre sus talones.

—¡Corred, Sparhawk! —gritó tras él la mujer.

Los alcanzó cuando llegaban a la escalera que conducía a la sala situada cerca del centro del castillo. El conde aún permanecía sentado inclinado sobre un libro a la vacilante luz de la vela. Del fuego sólo restaba el rescoldo, y el viento aullaba con violencia en la chimenea.

—Vais a estropearos la vista —le advirtió Sephrenia—. Dejad el libro. Hay tareas que nos reclaman.

El aristócrata la miró estupefacto.

—He de pediros un favor, mi señor.

—¿Un favor? Desde luego, señora.

—No os precipitéis en conceder vuestro asentimiento, conde Ghasek…, no hasta saber qué voy a pediros. Hay una habitación en la bodega de vuestra casa. Necesito visitarla con sir Bevier y también será preciso que vos nos acompañéis. Si actuamos con celeridad, podré curar a Bevier y librar esta casa de la maldición que sobre ella pesa.

Ghasek clavó los ojos en Sparhawk, con expresión de absoluta perplejidad.

—Os recomendaría que hagáis lo que dice, mi señor —le aconsejó Sparhawk—. Al final acabaréis haciéndolo de todos modos y resulta mucho menos embarazoso si accedéis de buen grado.

BOOK: El caballero del rubí
4.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Silver Moon by Rebecca A. Rogers
Waiting for Godot by Samuel Beckett
Simply Sex by Dawn Atkins
A Roast on Sunday by Robinson, Tammy
The Anarchist Cookbook by William Powell
Ancestor by Scott Sigler