Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
Cuando Siegfried oyó la traducción al idioma franco que Arn hizo esta vez al igual que siempre, le sorprendió que un hermano de la divina orden de los templarios pudiese caer tan bajo como para ocuparse de los problemas matrimoniales de aquellos salvajes. No obstante, pensó que la dignidad de Arn en esas circunstancias era admirable, y desde luego no pasó inadvertido el respeto con el que tanto fieles como infieles habían aceptado todos los veredictos.
Durante las siguientes horas no tuvo mucho tiempo para comentar todo lo que tenía en la cabeza, pues primero debían ir a vísperas y luego al
refectorium
donde, a pesar de comer junto a los otros caballeros en la misma parte de la sala, se había decretado silencio durante las comidas.
Pero tuvieron bastante tiempo para conversar entre la cena y las completas y la hora siguiente, cuando disfrutaban de unas copas de vino mientras distribuían las órdenes para el día siguiente.
Dado que Siegfried dudaba acerca de cuál era realmente su opinión, prefirió concentrarse al principio en la justificación de los veredictos, como si para poder discutir aceptase del todo esta forma de justicia en que se trataba a esclavos como a personas cristianas. Le resultó todavía más incomprensible cuando Arn le explicó que en realidad el verdadero juez era el sarraceno Utam ibn Khattab, pues él, a diferencia de Arn, tenía una larga experiencia en este tipo de trabajo. Especialmente cuando se trataba de interpretar la
sharia
, la ley de los infieles.
Podía parecer una comedia que Arn actuase como si en realidad fuese él el juez, pero sin embargo era algo necesario que Utam ibn Khattab no tenía problema alguno en comprender. Gaza pertenecía a los templarios, todo el mundo debía tener bien claro quién detentaba el poder.
En concreto, Siegfried encontraba esa cuestión completamente razonable. Pero de todos modos quería volver al asunto de alguno de los veredictos, especialmente el que se refería a la adúltera.
En referencia a la supuesta adúltera, Arn explicó, no poco divertido, que la testigo probablemente era la adúltera, al igual que el hombre, además de instigador de perjurio. Sin embargo, no podía saberse con certeza cómo estaban las cosas. Y los juicios de Dios, los hierros al rojo y las ordalías para sonsacar la verdad no tenían ningún sentido entre infieles pues consideraban que tales costumbres francas eran fruto de la barbarie. Y unos veredictos en que no creyesen carecerían por completo de valor.
No obstante, era cierto que el propio Corán no le daba en absoluto ningún derecho a cortarle la cabeza a su esposa pillada in fraganti, como al parecer pensaba el campesino palestino en su ignorancia, ese derecho que tanto Arn como Siegfried habrían tenido en casa. Realmente se exigían cuatro testigos.
—¡Pero cuatro testigos! —objetó Siegfried, escéptico—, ¿En qué momento iba alguien a cometer la vergonzosa acción ante los ojos de cuatro testigos que pudiesen atestiguar el adulterio?
—Probablemente, nunca —afirmó Arn—, Y seguramente fue ésa la idea del Profeta cuando formuló la norma, una ingeniosa forma de poner fin a todos los rumores de adulterio y las discordias que eso provocaba. —Y Arn tenía la esperanza de que ahora pasaría mucho tiempo hasta que un caso así fuese llevado de nuevo al tribunal de Gaza.
En ese punto, Siegfried se rindió y se rió durante tanto rato que al final le dolieron las heridas que tenía en el pecho. Tuvo que admitir que seguramente se acabarían ese tipo de discordias en Gaza, del mismo modo que ese profeta probablemente puso fin a lo mismo en su propia ciudad.
—Pero lo del caballo decapitado, ¿cuál era la intención en ese caso? —prosiguió Siegfried, animado tras recuperarse de los dolores que su risa le había provocado.
—Sangre y muerte eran cosas importantes —explicó Arn con seriedad—. Un tribunal no debía ser tomado como un espectáculo, por mucho que lo fuese. Si uno de los dos que reclamaban el caballo se hubiera derrumbado y hubiera reconocido su perjurio, su cabeza habría rodado por la arena al instante.
Y eso lo comprendía todo el mundo. Si todos esos súbditos estaban bajo la responsabilidad de los templarios, era importante gestionarla con mucha sensatez. Tenían que temer al tribunal. Pero también debían respetarlo, únicamente con temor no se llegaba a ninguna parte.
Siegfried estaba de acuerdo con eso en la teoría, como él decía. Pero seguía preguntándose a sí mismo si un comendador debía tratar a sus esclavos como si fueran cristianos, y encontraba que era un sacrilegio permitir que alguien jurase sobre la escritura de los infieles, que era un simple invento del diablo.
Arn dijo suspirando que bien podría ser así, aunque en ese caso el diablo tenía una curiosa semblanza a Jesucristo. No obstante, lo importante era otra cosa, que quien jurase ante el tribunal se tomase en serio su juramento. Porque ¿cómo se tomaría Siegfried un juramento que había sido obligado a prestar con la mano sobre el Corán?
Siegfried tuvo que reconocer que poco se preocuparía por un juramento así. Añadió tras un breve rato de reflexionar en silencio que probablemente ese tipo de espectáculos no sería posible en su propio castillo, ni en ninguno de los otros que conocía. Por otra parte, había oído hablar del asunto y además había una gran diferencia cuando se tenía a tantos subditos infieles como aquí en Gaza, añadió de prisa como para arreglarlo. Por ejemplo, él sabía muy poco acerca de los beduinos.
Entonces Arn preguntó si quería ver a unos beduinos porque eso era justo lo que él mismo iba a hacer al día siguiente en referencia a los jóvenes fugitivos, los que habían cometido el rapto de la novia.
Siegfried opinaba que era inapropiado que Arn, como comendador, se ocupase de un asunto tan irrelevante como el apareamiento de los infieles. Pero Arn le aseguró que no era un asunto irrelevante en absoluto y que Siegfried probablemente lo vería muy claro si lo acompañaba en su visita.
Siegfried accedió entonces a acompañarlo, más que nada por curiosidad.
Al salir al día siguiente para buscar uno de los dos campamentos de beduinos, Siegfried protestó contra que cabalgasen solos, sin un único escuadrón para protegerlos. A pesar de todo, eran dos caballeros con rango de comendador y muchos sarracenos estarían encantados de regresar triunfantes junto a sus parientes con sus cabezas ensartadas en las lanzas.
Ciertamente era así, admitió Arn. Y tampoco era demasiado improbable que sus dos cabezas fuesen presentadas de ese modo un mal día, pues a los sarracenos les encantaba ver ni más ni menos que las cabezas cortadas de los templarios sobre las puntas de las lanzas, tal vez por las barbas o tal vez por algún otro motivo. Los francos seglares iban muy bien afeitados, quizá sus cabezas tuviesen menos gracia en la punta de una lanza.
Siegfried tenía serios reparos para con esta forma tan frivola de pensar. La barba de los templarios no tenía nada que ver en el asunto; sencillamente, los templarios eran los enemigos más temidos por los sarracenos.
Arn cortó de inmediato esa discusión, pero insistió en que cabalgarían sin escolta.
Tan sólo tardaron una hora de marcha pausada en llegar al lugar al norte de Gaza donde la tribu Banu Anaza tenía su campamento de tiendas negras. Al estar al alcance de la vista, más de una veintena de hombres saltaron a sus caballos y se les acercaron al galope, gritando como salvajes y con las lanzas y las espadas en posición de ataque.
Siegfried empalideció un poco, pero al ver que Arn sacaba su espada, él hizo lo mismo.
—¿Puedes cabalgar a toda velocidad, al menos un trozo? —preguntó Arn con una expresión en el rostro que a Siegfried le pareció incomprensiblemente entretenida ante un asalto de jinetes sarracenos tan superior. Taciturno, asintió con la cabeza—, ¡Entonces sígueme, hermano, pero por el amor de Dios, no ataques a ninguno de ellos! —ordenó Arn, espoleando a su caballo a galopar directamente hacia el campamento de beduinos a modo de contraataque.
Tras un breve momento de duda, Siegfried lo siguió agitando su espada por encima de la cabeza de la misma manera que Arn.
Al encontrarse con los beduinos, éstos se unieron a ellos a ambos lados, de modo que parecía como si ahora juntos, templarios y defensores, estuviesen atacando el campamento. Se acercaron a la tienda más grande, donde un hombre mayor con una larga barba gris y vestido con ropas negras los estaba esperando. Arn se detuvo justo delante del anciano, desmontó de un salto y saludó a todos a su alrededor con la espada mientras susurraba a Siegfried que hiciera lo mismo. Los jinetes beduinos cabalgaban al paso formando un gran círculo en torno a ambos y devolviendo el saludo con sus armas.
Luego Arn envainó su espada, con lo cual Siegfried hizo lo mismo y los jinetes beduinos se alejaron hacia el interior del campamento.
Arn saludó ahora al anciano con cordialidad y presentó a su hermano. Fueron invitados a entrar en la tienda, donde les sirvieron agua fresca antes de sentarse sobre montones de alfombras y almohadas de vivos colores.
Siegfried no entendió ni una palabra de la conversación que siguió entre Arn y el anciano que suponía era el jefe de los beduinos. Sin embargo le pareció entender que ambos se hablaban con un gran respeto y que repetían constantemente las palabras del otro como si hubiese que dar mil vueltas a cada frase de cortesía antes de poder continuar. Pero pronto el anciano se alteró y enfureció y Arn tuvo que hablarle sumiso y con delicadeza para conseguir tranquilizarlo. Al cabo de un rato, el anciano parecía estar reflexionando, murmurando y suspirando mientras se mesaba las barbas.
De pronto Arn se puso en pie y empezó a despedirse y pareció como si entonces fuese recibido con protestas cordiales pero insistentes. Siegfried también se levantó como para apoyar a Arn y las amables protestas, que parecían referirse a comer antes de separarse, murieron. Se despidieron tomando al anciano de las dos manos e inclinándose ante él, algo que Siegfried hizo con cierto reparo. Pero pensó que en tierra extraña sería mejor seguir el ejemplo de su hermano Arn.
Al alejarse cabalgando se repitieron casi las mismas ceremonias que a la llegada, los guerreros beduinos cabalgaron un trecho a su lado con armas en mano, pero de repente dieron media vuelta todos a la vez y regresaron al campamento a una tremenda velocidad.
Arn y Siegfried redujeron entonces el ritmo al trote y Arn empezó a explicarle el significado de todo.
En primer lugar, uno no debía llegar sin avisar a un campamento de beduinos acompañado por un escuadrón, pues con eso se demostraba hostilidad o cobardía. Sin embargo, quien se adentraba sin protección en un campamento era un hombre valiente y de intenciones honestas. Por eso habían sido recibidos con un saludo guerrero pero amistoso.
Esos beduinos pertenecían a Gaza, al menos desde el punto de vista de los contables cristianos y los templarios. Pero en el propio mundo de los beduinos era impensable que un beduino pudiese ser el esclavo de nadie, y también se decía que los beduinos no podían estar prisioneros como otros, pues privados de la libertad fallecían. Verlos como si fueran esclavos de Gaza sería un razonamiento infantil, ya que en el mismo instante que ellos mismos sospecharan algo así, su campamento se desvanecería en los desiertos. En el mundo sarraceno, los beduinos eran el mismísimo símbolo de lo indomable y la eterna libertad.
Por consiguiente, se trataba de un pacto mutuo de seguridad y negocios. Mientras los beduinos tuviesen sus campamentos dentro de las fronteras de Gaza estarían protegidos contra todos los enemigos que ha—
bía entre los sarracenos. Por tanto, Arn no dudaría en mandar a toda su caballería a la ofensiva si alguien amenazaba a los beduinos de Gaza.
A cambio, los beduinos se encargaban del tráfico de caravanas para y desde Tiberíades con azúcar y material de construcción, así como a La Meca con especias, aceites aromáticos y lapislázuli.
La tribu que acababan de visitar era la del raptor de la novia, el joven llamado Ali. Los raptos de novias podían darse cuando los jóvenes beduinos querían algo diferente que sus padres. Pero quienes habían huido, pues más que un rapto de novia se trataba de una fuga, tendrían que aceptar la situación de que serían repudiados por ambas tribus; si vivían con la del hombre, serían atacados por la tribu de la mujer y a la inversa. Era una cuestión de honor.
Por desgracia, las dos tribus eran enemigas desde tiempos ancestrales, nadie recordaba ya por qué, pero la tregua sólo duraba mientras permanecieran dentro de los límites de Gaza.
Lo que Arn le había propuesto al anciano jefe era dejar que los dos . fugitivos fueran casados según la ley y que este enlace representase la paz entre todos los beduinos de Gaza. El anciano, que era tío de Ali, había dicho que no creía en esa posibilidad, pues la rivalidad era demasiado fuerte. Pero él no se opondría a tal acuerdo de paz si la otra parte accedía a ello, cosa que sin embargo dudaba. La pequeña esperanza existía por el hecho de que ambas tribus se habían enriquecido considerablemente gracias a fijar sus campamentos dentro de las fronteras de Gaza y cerrar acuerdos con los templarios.
Siegfried permaneció un buen rato en silencio pensando en lo que había escuchado. Era fácil comprender el bien que el tráfico de caravanas hacía a los negocios de los templarios, pues cualquier transporte a través de los desiertos sería imposible sin las caravanas de los beduinos.
Y en cuanto a las economías de estos salvajes, había sido fácil observar la cantidad de armas de mamelucos y sillas de montar artísticamente decoradas que había en el campamento que acababan de visitar. Jamás habrían participado de un saqueo más beneficioso que el que hubo tras Mont Gisard.
No, suspiró Arn. Era probable que no y seguramente preferían la victoria de los templarios sobre los mamelucos más que a la inversa sólo por ese mismo motivo. Los templarios derrotados carecían de valor como prisioneros y, además, nunca llevaban nada de valor encima.
Siegfried se asombraba de cómo su hermano Arn, que era más joven y tampoco había estado muchos más años que él en Tierra Santa, pudiera haber aprendido todas estas cosas extrañas, ese ruido animal que era el idioma de los sarracenos y sus bárbaras costumbres.
Arn respondió que él siempre, desde el tiempo que de niño había pasado en el monasterio, se había interesado por adquirir nuevos conocimientos. De pequeño, en el monasterio, había buscado sobre todo el conocimiento de la filosofía y de los libros, pero de eso no había mucho en Tierra Santa. Aquí en cambio había buscado conocimientos prácticos, todo aquello que pudiese ser de provecho en la guerra y en los negocios, algo que normalmente era un mismo asunto. Y con relación a lo de los bárbaros, bromeó descaradamente, al fin y al cabo, los médicos sarracenos tampoco lo hacían tan mal, ¿verdad? Después de todo, Siegfried acabaría siendo un guerrero tan bueno tras las heridas de Mont Gisard como antes.