El Caballero Templario (34 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: El Caballero Templario
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Siegfried abrió la boca para objetar, pero decidió callar. Tenía demasiadas cosas sobre las que reflexionar a solas antes de lanzarse a nuevos debates con el hermano más joven y, sin embargo, tan sabio.

Al día siguiente Arn fue solo a visitar a los beduinos de la tribu Banu Qays, al sur de Gaza. Tenían su campamento donde se encontraban las montañas y la enorme playa del mar, cerca del camino hacia Al Arish. Estuvo fuera un día entero pero regresó a tiempo para las completas, y durante el vino de la noche anunció las buenas noticias: firmarían la paz.

Al acercarse la primavera, el
infirmatorium
del castillo de Gaza se fue vaciando hasta que quedaron sólo dos caballeros. Uno de estos dos últimos quedaría cojo para el resto de su vida y Arn lo puso a trabajar de herrero con el maestro de armas.

Siegfried de Turenne había vuelto a Castel Arnald unas semanas atrás, completamente recuperado por lo que se podía interpretar de sus últimos ejercicios con la espada y a caballo en Gaza.

La primavera era una temporada de preparaciones ante un período más febril, puesto que el tráfico marítimo siempre se reducía durante el invierno, cuando las tormentas se cobraban un precio demasiado alto en términos de heridos y barcos naufragados.

Arn se repartía el tiempo entre la contabilidad con el maestro pañero, los médicos árabes y sus estudios conjuntos del Corán, los ejercicios de equitación y sus caballos. Desde la partida de Siegfried de Turenne, el amado caballo árabe de Arn,
Chamsiin
, era el amigo con quien pasaba más tiempo. Posiblemente otros hermanos opinasen que en eso llegaba a niveles exagerados, pues él hablaba con su caballo, además en árabe, con tonos y gestos como si el animal lo comprendiese todo.

Lo extraño no era el amor a un buen caballo, eso era algo que cualquier templario podía comprender; lo extraño era que los caballos que eran los más sensibles a las flechas del enemigo durasen tanto como el del comendador. Era ese caballo el que montaba al acercarse al máximo a los arqueros del enemigo, cuando encabezaba la caballería ligera de los templarios, los turcópolos, contra los arqueros montados del enemigo. El caballo franco
Ardent
, con quien en absoluto tenía la misma relación personal, lo montaba en los ataques pesados de acorazados.

Con la primavera llegaron cada vez más naves a Gaza y, de vez en cuando, alguna carga con caballeros y sargentos recién reclutados. La imagen era siempre igual de lamentable cuando bajaban a tierra, pálidos y tambaleándose, tras pasar semanas en la mar; esas cargas —de hombres solían venir desde tan lejos como Marsella o Montpellier.

Arn y su maestro de armas se turnaban en recibir a los sargentos o caballeros completamente nuevos, pues ahora ya casi cualquier novato podía ser admitido como hermano allá en los preceptorios, en la tierra franca, sin haber pasado un primer año de prueba como sargento. Eso significaba que les enviaban a algunos blandengues que llevaban el manto blanco y que, por tanto, debían ser tratados como hermanos de pleno derecho. Eso exigía una buena dosis de paciencia, pues muchas veces los blandengues tenían una idea de sí mismos, de su bravura y capacidad y, ante todo, una idea de para qué debían utilizar esos conocimientos que pocas veces se correspondía con la realidad.

En ese sentido, eran más fáciles de manejar los sargentos nuevos, que muchas veces eran mayores y tipos más rudos con una mayor experiencia de guerra pero que carecían de la nobleza exigida para ser caballero.

En esta primera carga de sargentos mareados que al parecer habían pasado una última semana en el mar especialmente desagradable, había dos hombres que al formar para la ceremonia de bienvenida no mostraban señal alguna de haber sido dañados por el viaje. Ambos eran altos, uno pelirrojo con un cabello flameante, el otro rubio con una barba que le habría sentado bien a cualquiera de los templarios; los sarracenos solían temer más a los caballeros con barba rubia que a los de barba negra.

Los dos hombres estaban juntos charlando animadamente en medio de los demás compañeros agachados con las caras más o menos verdes, y estos dos despertaron de inmediato la curiosidad de Arn. Al estudiar el listado de nombres que le había entregado el comandante del barco sólo pudo adivinar un nombre que debía de ser uno de esos dos, un nombre que le despertaba débiles recuerdos del monasterio.

—Sargentos de nuestra orden, ¿quién de vosotros es Tanguy de Bretón? —bramó, y el pelirrojo se irguió al instante a modo de confirmación—. Y tú que estás a su lado, ¿cómo te llamas? —preguntó, señalando al amigo del pelirrojo, que obviamente debía de ser otra cosa que bretón.

—Mi nombre ahora es Aral dAustin —respondió el rubio del pelo largo, no sin ciertas dificultades con su franco.

—¿Dónde está Austin? —preguntó Arn, desconcertado.

—No está, es mi otro nombre, que no poder decir en franco —respondió el rubio, titubeando con el idioma.

—Bueno, pues entonces, ¿cómo te llamas en tu propio idioma? —continuó Arn, entretenido.

—Mi nombre es Harald Øysteinsson —contestó el rubio y con eso al parecer dejó al templario de alto rango sin habla.

Arn buscaba en su memoria las palabras nórdicas que iba a pronunciar ahora, la primera vez que se encontraba con un compañero nórdico en Tierra Santa, pero las palabras no le venían a la cabeza, pues cuando no pensaba en franco le salía en latín o en árabe.

Abandonó el intento y en lugar de eso pronunció su discurso de bienvenida habitual a los recién llegados y presentó al sargento del castillo, que ahora se encargaría de solucionar el alojamiento y el registro de los nuevos. Pero al alejarse le susurró rápidamente al sargento del castillo que le enviase a ese tal Aral d'Austin al
parlatorium
cuando hubiesen terminado con lo otro.

Tras haberse cantado sexta, el noruego, a quien como a todos los noruegos le sentaba bien un pequeño paseo por el mar, fue a ver a Arn, abatido a causa del pelo recién cortado. Era evidente que no le gustaba haber perdido su abundante cabellera. Arn señaló una silla y el noruego le obedeció, aunque no con la clara rapidez de quienes llevaban mucho tiempo viviendo entre templarios.

—Dime ahora, hermano… —empezó esforzándose con las palabras nórdicas que había intentado pensar de antemano—. ¿Quién eres, quién es tu padre y a qué linaje de Noruega perteneces?

El otro se lo quedó mirando fijamente unos instantes como si no lo comprendiese hasta que se le iluminó la cara y entendió. Luego soltó una larga y triste historia acerca de su origen. Al principio Arn tuvo dificultades en seguirlo y comprender pero pronto fue como si su viejo idioma fuese volviendo palabra a palabra, llenándole lentamente la cabeza de comprensión.

El joven Harald era hijo de Øystein Moyla, que a su vez era hijo del rey Øystein Haraldsson. Pero más de un año atrás los Birkebeinar, ése era su linaje y así se llamaban sus parientes, habían perdido una decisiva batalla en Re i Rammes, a las afueras de Tonsberg, donde el rey Øystein, el padre de Harald, había sido asesinado y entonces las cosas se habían complicado para todos los Birkebeinar. Muchos habían huido a Götaland Occidental, donde tenían amigos. Pero como hijo del rey Øystein, Harald se había dado cuenta de que no lograría escapar de los vengadores a menos que se marchase muy lejos. Y si de todos modos se veía obligado a huir de la muerte, ¿por qué no buscarla en otro lugar y morir por una causa mayor que meramente por ser el hijo de su padre?

—¿Quién es ahora rey en Götaland Occidental, lo sabes? —preguntó Arn lleno de una tensión que se esforzaba en no manifestar.

—Allí el rey desde hace tiempo es Knut Eriksson y a los Birkebeinar nos es muy cercano, al igual que su canciller el Folkung Birger Brosa. Esos dos buenos hombres son nuestros amigos más cercanos en Gotaland Occidental. Pero dime ahora, caballero, ¿quién eres tú y a qué se debe tu gran interés por mí?

—Mi nombre es Arn Magnusson y soy del linaje de los Folkung, el hermano de mi padre es Birger Brosa. Mi querido amigo desde que éramos niños es Knut Eriksson —respondió Arn con una repentina e intensa emoción que le fue difícil ocultar—. Cuando Dios te llevó en tu camino hacia nuestra hermandad, al menos te estaba dirigiendo hacia un amigo.

—Por tu modo de hablar pareces más un danés que un hombre de Götaland Occidental —observó Harald, dudoso.

—Es cierto, de niño estuve durante muchos años con los daneses en el monasterio de Vitae Schola, he olvidado cómo se llama en el idioma común. Pero puedes estar bien seguro de que lo que dije es cierto, como puedes ver, soy templario y los templarios no mentimos. ¿Pero por qué te han dado un manto negro y no uno blanco?

—Tiene algo que ver con tener un padre caballero. Se dijeron muchas cosas confusas en este asunto. Mi palabra de que mi padre no era caballero pero sí rey al parecer no sirvió de mucho.

—En tal caso se hizo una injusticia contigo en este asunto, compañero. Pero veamos la parte buena de ese error, pues yo necesito un sargento y tú necesitas un compañero en este mundo tan lejano de Noruega. Con manto negro aprenderás más y vivirás por más tiempo que si te hubiesen dado un manto blanco. Pero una cosa debes guardar en tu memoria. Aunque nosotros los Folkung y vosotros los Birkebeinar somos parientes en el norte, aquí en Tierra Santa tú eres sargento y yo comendador. Yo soy como un canciller y tú como un guardia y nunca pienses o imagines otra cosa a pesar de que tú y yo hablemos el mismo idioma.

—Ésa es la suerte de quien se ve obligado a huir de su tierra —respondió Harald, triste—. Pero podría haber sido peor. Y si puedo elegir entre servir a un hombre de linaje franco y a un hombre del linaje de los Folkung, la decisión no es muy difícil.

—Bien dicho, compañero —dijo Arn levantándose, en señal de que la reunión había terminado.

Al acercarse el verano y con ello el tiempo para la guerra, se dedicó mucho tiempo a preparar a los sargentos y a los caballeros nuevos de Gaza. Por parte de los caballeros se trataba ante todo de hacer que se adaptasen a las tácticas de la caballería, a las señales de órdenes y a meterles en la cabeza la disciplina, que era muy severa. El caballero que por decisión propia abandonase una formación se arriesgaba, en el peor de los casos, a perder su manto blanco bajo formas deshonrosas. El único caso en que las reglas admitían tales excursiones era cuando con eso podía salvarse la vida de un cristiano. Sin embargo, era algo que había que demostrar posteriormente.

La mayor parte de los nuevos, que más que por otro motivo se habían convertido en caballeros gracias a su origen, eran en su mayoría jinetes experimentados, así que esta parte del entrenamiento era la más fácil y agradable.

Peor era tener que sudar con todos los ejercicios armas en mano, pues casi todos los blandengues eran tan poco diestros en eso que pronto morirían inútilmente a menos que entrasen en razón y comprendiesen que, entre los templarios, debían deshacerse de la idea que habían tenido hasta el momento de que eran mejores que nadie con la espada, el hacha de combate, la lanza y el escudo. Sólo con ese conocimiento sincero era posible hacer que los nuevos volviesen a aprender desde cero. Debido a esa cruda necesidad, todos los profesores mayores atacaban con dureza al principio, de modo que sus cuerpos fueron llenándose de morados y les dolían tanto cuando buscaban el descanso por las noches que desde luego se merecían el apodo de blandengues.

Harald Øysteinsson era un guerrero tan salvaje como malo. Al principio eligió una espada demasiado pesada y con ésta se lanzó con todas sus fuerzas contra Arn cual un bruto nórdico sin juicio alguno. Arn lo derribó con golpes y patadas, lo golpeó con el escudo, le sacudió los brazos y los muslos con su espada roma que, aunque no atravesase la cota de malla, dejaba morados en cada golpe.

Pero a Harald le costaba entrar en razón, pues si algo no le faltaba era valor y bravura. El problema era que luchaba como un vikingo y si seguía haciéndolo no viviría por mucho tiempo en Tierra Santa. Además era tozudo, y cuanto más castigaba Arn su cuerpo con azotes con el lado plano de la espada o su filo, tanto más se enfurecía al atacar de nuevo. Todos los demás que habían actuado de ese modo no solían tardar en ablandarse en mente y cuerpo, reflexionar y empezar a preguntarse qué estaban haciendo mal. Pero no el joven Harald.

Arn dejó que la tortura se prolongase durante una semana con la esperanza de que Harald fuese aprendiendo. Pero cuando se dio cuenta de que eso no servía de nada se vio obligado a hablar con su compañero e intentar que entrara en razón.

—¿No comprendes que acabarás muerto si no te desprendes de todo lo viejo que has aprendido y llevas en la mente y vuelves a empezar? —le imploró al salir de vísperas teniendo una hora libre antes de la cena para pasear juntos por uno de los espigones de Gaza.

—No creo que el problema sea mi arte con la espada —gruñó Harald, enojado.

—¿Ah, no? —dijo Arn, sinceramente sorprendido—. ¿Y por qué entonces te duele el cuerpo desde la tibia hasta el cuello sin que hayas logrado tocarme con tus salvajes golpes ni una sola vez?

—Porque me he enfrentado a un adversario que ni siquiera los dioses podrían vencer, contra cualquier otro hombre sería diferente. He matado a muchos hombres, así que eso es algo que tengo por seguro.

—Mientras sigas diciendo estar seguro de eso te matarán en menos de lo que te puedes imaginar —repuso Arn, escueto—. Eres demasiado lento. Las espadas de los sarracenos son más ligeras que las nuestras, igual de afiladas que las nuestras y muy rápidas. Y por lo que se refiere a mi capacidad estás equivocado. Aquí en Gaza somos cinco caballeros con el mismo nivel, pero tres de ellos me superan.

—¡No me lo creo, es imposible! —objetó Harald, acalorado.

—¡Bien! —dijo Arn—, Mañana lucharás contra Guy de Carcasonne, pasado mañana contra Sergio de Livorne y luego contra Ernesto de Navarra, que es el mejor de todos nosotros aquí en Gaza. Y si después de eso puedes mover piernas y brazos, vuelve a verme porque entonces probablemente la medicina ya te haya hecho efecto.

La medicina resultó ser muy eficaz. Tras tres días de lucha contra los mejores espadachines de Gaza, Harald era incapaz de levantar siquiera un brazo sin sentir dolor, y casi no dar un paso sin tambalearse. Ni una sola vez durante esos tres días con los mejores de los mejores había acertado un golpe, ni siquiera había estado cerca de hacerlo. Decía que era como intentar luchar en un mal sueño, una pesadilla en la que estaba atrapado.

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