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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El cadáver con lentes (8 page)

BOOK: El cadáver con lentes
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Se iluminó extraordinariamente el rostro de lord Peter, al oír aquella afirmación.

–Un error –murmuró–. Un pequeño error que no pudo dejar de cometer. ¿Cuándo lavaron por última vez ese linóleo, Bunter?

–El lunes por la mañana, milord. La doncella lo limpió y se ha acordado. Es la única que tiene sentido común, porque los demás criados…

Las facciones del polifacético señor Bunter demostraron el mayor desdén.

–¿Qué te decía, Parker? Ciento sesenta centímetros y nada más. Y no se atrevió a hacer uso del cepillo para el cabello. ¡Magnífico! Pero tuvo que aventurarse con el sombrero de copa. Un caballero no puede volver a su casa cuando llueve, a la hora avanzada de la noche, sin llevar sombrero.

»Mira, ¿qué te parece? Dos series de huellas dactilares en todos los objetos, a excepción del libro y del cepillo. Y dos huellas de pies en el linóleo, así como también dos clases de cabellos en el sombrero.

Levantó el sombrero de copa para que le diese mejor la luz, y con unas pinzas sacó los cabellos.

–Fíjate, Parker, se acordó del cepillo para el cabello y, en cambio, olvidó el sombrero. Recordó en todo momento sus dedos, pero pisó el linóleo. Fíjate bien. Aquí tienes un cabello negro y otro castaño. Un cabello negro en el hongo y en el Panamá y, en cambio, un cabello negro y castaño en el de copa. Además, y para confirmarnos que seguimos la buena pista, un cabello pequeño de color castaño en la almohada, en esta almohada, Parker, que no se halla en su lugar debido. Eso es evidente a más no poder.

–¿Y qué quieres decir? –preguntó el detective.

–Sencillamente, que no era sir Reuben Levy la persona a quien vio entrar la cocinera. Era otro hombre, quizá cinco centímetros más bajo, que llegó cubierto por la ropa de Levy y entró con su llave. Era un hombre atrevido y astuto. Llevaba el calzado de Levy y todas las demás prendas, incluso la ropa interior. Se cubría las manos con guantes de goma, que no llegó a quitarse e hizo todo lo posible para darnos a entender que Levy durmió aquí anoche. Se aventuró y alcanzó el éxito. Subió la escalera, se desnudó y aun se lavó y se limpió los dientes, si bien no hizo uso del cepillo del cabello, por temor de que en él quedara algún cabello rojizo. Tuvo que adivinar lo que hacía Levy con el calzado y la ropa. Pero se equivocó en una cosa y en la otra no. También quiso dar la apariencia de que se había utilizado la cama, de modo que se metió en ella, después de haberse puesto el pijama de su víctima.

Luego, a determinada hora de la madrugada, quizás entre las dos y las tres, se levantó, se puso su propia ropa, que había llevado consigo en un maletín y bajó la escalera. En caso de que alguien despertara estaría perdido, pero era hombre muy atrevido y se aventuró. Sabía muy bien que, por regla general, la gente no se despierta cuando no hay gran ruido y así ocurrió. Abrió la puerta de la calle, que no cerró al entrar y prestó oído para evitar que algún transeúnte o el policía de guardia lo sorprendiera al salir. Cerró la puerta sin ruido con la llave y se alejó rápidamente, calzado con zapatos de suela de goma. Pertenece al tipo criminal que no está completo sin calzado de suela de goma. Pocos minutos después llegó a Hyde Park Corner. Después…

Hizo una pausa y añadió:

–Eso es lo que hizo y, aunque tal vez no aventurase nada, lo aventuraba todo. O bien sir Reuben Levy fue raptado a causa de una tonta broma o el individuo del pelo castaño tiene en su conciencia un asesinato.

–Muy dramático estás –observó el detective.

Lord Peter se pasó la mano por el cabello, con gesto de fatiga.

–Ten en cuenta que nos vemos ante el caso de un pobre hombre que ha desaparecido, y como no creo que jamás hubiese hecho daño a nadie, resulta muy extraño. Además, Parker, lo cierto es que, en definitiva, no me preocupa mucho este caso.

–¿Cuál? ¿Éste o el tuyo?

–Los dos. Mira, Parker, vámonos a casa, tomemos el aperitivo y luego iremos al Coliseum.

–Tú puedes hacer eso si quieres –contestó el detective–. Pero no tienes en cuenta que yo trabajo para ganarme la vida.

–Y yo no tengo siquiera esa excusa –replicó lord Peter–. Bueno, ¿qué hacemos ahora? ¿Qué harías tú en mi caso?

–Pues mira, como no confío en nada de lo que hace Sugg, averiguaría la historia de cada una de las familias que habitan en Queen Caroline Mansion’s. Examinaría sus viviendas, sin dejar un rincón, los haría conversar y de paso mencionaría las palabras cadáver y lentes, para ver qué impresión les producían, tal como hacen los psicoanalistas.

–¿Ah, sí? –preguntó lord Peter sonriendo–. Hasta ahora hemos cambiado nuestros casos respectivos, de modo que puedes marcharte para hacer lo que acabas de aconsejarme. Yo voy a pasar un rato distraído en Wyndham.

Parker hizo una mueca y dijo:

–Como supongo que tú no lo harías, me encargaré yo de eso. Nunca llegarás a ser un profesional hasta que aprendas a trabajar, Wimsey. ¿Qué hay del aperitivo?

–Estoy invitado –contestó lord Peter muy satisfecho–. Voy a cambiarme de ropa en el club, porque tal como voy, no podría ir a comer con Freddy Arbuthnot. ¡Bunter!

–Milord.

–Si estás listo, empaquétalo todo y acompáñame.

–Aún tengo trabajo para dos horas, milord. Necesito por lo menos treinta minutos de exposición. La corriente es muy débil.

–¿Ves cómo me trata mi subordinado, Parker? Pero en fin, no tengo más remedio que soportarlo.

Y silbando empezó a bajar las escaleras.

El concienzudo señor Parker soltó un gemido y se dispuso a llevar a cabo un registro sistemático en todos los papeles de sir Reuben Levy, gracias a la ayuda de una bandeja de emparedados de jamón y una botella de cerveza.

• • •

Lord Peter y el honorable Freddy Arbuthnot, parecidos a dos figurines, penetraron en el comedor de Wyndham.

–Hace mucho tiempo que no te veía –dijo el honorable Freddy–. ¿Qué has hecho mientras tanto?

–¡Oh, ir de un lado a otro! –contestó lord Peter en tono lánguido.

–¿Claro o espeso, señor? –preguntó el camarero al honorable Freddy.

–¿Cuál prefieres, Wimsey? –preguntó el interpelado transcribiendo a su amigo el cuidado de la elección del menú–. Los dos son igualmente venenosos.

–¡Hombre, si es claro no tendremos necesidad de lamer la cuchara!

–Claro –dijo el honorable Freddy.


Consommé polonnais
–dijo el camarero–. Muy bien, señor.

Languideció la conversación hasta que el honorable Freddy encontró una espina en el filete de lenguado e hizo llamar al camarero jefe para que le explicara su presencia. En cuanto se hubo zanjado aquel asunto, lord Peter halló la suficiente energía para decir:

–Siento mucho el estado de tu padre, muchacho.

–¡Sí, pobre hombre! –contestó el honorable Freddy–. Dicen que no podrá durar mucho. ¿Cómo? ¡Oh, Montrachet del año ocho! En esta casa no hay nada bueno que beber –añadió en tono voluble.

Después de aquel insulto deliberado a un noble vino, hubo otra pausa, hasta que lord Peter dijo:

–¿Cómo está la Bolsa?

–Muy mal –contestó el honorable Freddy mientras se servía malhumorado un plato de perdiz.

–¿Puedo hacer algo?–preguntó lord Peter.

–¡Oh, no, gracias! Te lo agradezco mucho, pero, a su debido tiempo, ya se arreglará.

–Ese guisado no está mal –dijo lord Peter.

–Peores los he comido –contestó su amigo.

–¿Y qué te parecen esas argentinas? –preguntó lord Peter–. ¡Eh, camarero! En mi copa hay un poco de corcho.

–¿Corcho? –preguntó el honorable Freddy alarmándose un tanto–. Mozo, ya nos veremos las caras. Es asombroso que un individuo que cobra por hacer ese trabajo… ¿Qué dices? ¿Argentinas? Se han ido al infierno. La desaparición del viejo Levy las ha hecho bajar con exceso.

–¿Y qué le habrá pasado a ese hombre? –preguntó lord Peter.

–Que me maten si lo sé –contestó el honorable Freddy.

–Tal vez habrá desaparecido por su propia voluntad –sugirió lord Peter–. Hay individuos que llevan una vida doble. Esos hombres de la
City
son unos sinvergüenzas.

–¡Hombre, no! –exclamó el honorable Freddy–. Yo no me atrevería a decirlo. Ese hombre es muy decente y tiene una hija encantadora. Además, no sumiría voluntariamente en la miseria a nadie. El viejo Anderson ha salido muy malparado.

–¿Quién es Anderson?

–Un individuo que tiene muchas propiedades. Es argentino. El martes había de ver a Levy. Teme que los individuos del ferrocarril se apoderen del asunto y entonces todo se irá a paseo.

–¿Y quién dirige ese ferrocarril? –preguntó lord Peter, sin dar importancia a sus palabras.

–Un yanqui llamado John P. Milligan. Tiene una opción o asegura tenerla. No es posible confiar en estos brutos.

–¿Y Anderson no puede aguantar?

–Anderson no es Levy. No tiene bastante dinero y, además, está solo. Levy es allí el dueño y podría boicotear el ferrocarril de Milligan si se le antojara. Eso es lo malo.

–Me parece que ya conozco a ese Milligan –dijo lord Peter–. ¿No es un individuo muy corpulento de barba y cabellos negros?

–Sin duda recuerdas a otro –dijo el honorable Freddy–. Milligan no es más alto que yo. Es decir, que medirá un metro sesenta y, además, es calvo.

Lord Peter reflexionó acerca de eso, mientras se servía queso, y luego dijo:

–Ignoraba que la hija de Levy fuera una muchacha tan encantadora.

–¡Oh, sí! –contestó el honorable Freddy–. Conocí a ella y a su mamá el año pasado, en el extranjero. De este modo entré en relación con el viejo. Se condujo con mucha decencia y me permitió entrar en el negocio de la Argentina.

–No está mal –contestó lord Peter–. El dinero es el dinero, ¿verdad? Además, lady Levy casi redime a ese hombre. Por lo menos, mi madre conoce a su familia.

–¡Oh, no hay nada que decir de esa señora! –exclamó el honorable Freddy–, y el viejo no tiene nada de qué avergonzarse. A ganado su fortuna a puños, pero no se da aires de gran señor. Todas las mañanas se va a trabajar tomando el autobús noventa y seis. «No puedo decidirme a tomar taxis», dice. «Cuando era joven tenía que economizar los peniques y no he podido quitarme la costumbre». Pero cuando sale con su familia, nada le parece bastante bueno. Rachell, es decir, la hija, siempre se ríe de las pequeñas economías de su padre.

–Supongo que habrán llamado a lady Levy –observó lord Peter.

–Así lo creo –dijo su compañero–. Yo debería ir por allá, a expresar mis simpatías. ¿No te parece? Aunque es bastante desagradable. ¿Qué voy a decir?

–Me parece que eso no tiene mucha importancia –le contestó lord Peter–. Ahora, que quisiera saber si tú podrías hacer algo.

–Gracias –dijo su interlocutor–. Lo haré. Soy hombre enérgico. Llámame a cualquier hora del día o de la noche. Eso es lo correcto, ¿verdad?

–Precisamente –contestó lord Peter.

• • •

El señor John P. Milligan, representante en Londres de la gran Compañía ferroviaria y naviera Milligan, dictaba cables en clave a su secretario en una oficina de Lombard Street cuando le entregaron una tarjeta que decía sencillamente:

LORD PETER WIMSEY

Marlborough Club

El señor Milligan se sintió molesto ante aquella interrupción, pero, como muchos de sus compatriotas, tenía cierta debilidad por la aristocracia inglesa. Aplazó unos minutos la eliminación del mapa de una granja modesta, aunque próspera, y dio orden de que hicieran pasar a su visitante.

–Buenas tardes –dijo éste al entrar–. Ha sido usted muy amable permitiéndome que lo interrumpiese en sus tareas. Me esforzaré en despachar rápidamente mi asunto, aunque resulta bastante difícil exponerlo.

–Me alegro mucho de verle, lord Wimsey –contestó el señor Milligan–. ¿Quiere tomar asiento?

Al mismo tiempo ofreció a su visitante un hermoso cigarro habano.

–Muchas gracias –contestó lord Peter–, pero no debiera usted tentarme a que me sienta inclinado a permanecer aquí toda la tarde. Si ofrece a todos sus visitantes un blando sillón y un estupendo cigarro, no me explico cómo no vienen a vivir en su oficina.

Pero al mismo tiempo, se decía: «Ojalá pudiera apoderarme de una de tus botas. ¿Qué número calzará? Y tiene una cabeza como una patata».

–Vamos a ver, lord Wimsey, ¿qué puedo hacer en su obsequio? –dijo Milligan.

–Desde luego, es mucho atrevimiento lo que voy a pedirle. Pero es cosa de mi madre, ¿sabe usted? Es una mujer estupenda, pero no se da cuenta de lo que pide a un hombre tan ocupado como usted.

–Desde luego, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por complacer a la duquesa.

–Muchas gracias. Es usted muy amable. Verá usted: mi madre está organizando una especie de bazar de caridad en Denver, este invierno, para contribuir a la construcción del tejado de la iglesia. Es un caso triste, lord Milligan. Es una iglesia muy antigua, que tiene ventanales magníficos y todo se está cayendo a pedazos. Entra la lluvia dentro del templo, etcétera. El vicario ha contraído un grave reumatismo a causa de la corriente de aire que sopla en el altar. Han encargado las obras a un arquitecto, muy pequeñito, llamado Thipps, que vive con su madre en Battersea. Es un hombre vulgar, pero muy inteligente en tejados y cosas por el estilo, según me han dicho.

Lord Peter observó a su interlocutor y pudo observar que toda su charla no producía en él otra reacción que una atención cortés y cierta extrañeza; de modo que, abandonando aquel tema de conversación, procuró encauzarlo de nuevo para no levantar recelos.

–Le ruego que me dispense, pero sin duda me he apartado de lo que quería decir. Mi madre organiza, como digo, ese bazar y ha creído que sería muy interesante dar algunas conferencias de las que se encargarían los hombres de negocios más notables de todas las naciones. «Cómo conseguí el éxito». Éste sería un tema. «Una gota de petróleo por un rey del petróleo». «Dinero, conciencia y cacao». Y así, sucesivamente. Estarían allí todos los amigos de mi madre, y como ninguno de nosotros tiene dinero, es decir, lo que ustedes llaman dinero, creo que nuestras rentas no bastarían para pagar las conferencias de ustedes, pero, en cambio, nos gustaría mucho oír a las personas capaces de ganar dinero. Eso nos daría cierto ánimo, ¿comprende usted? Así, pues, mi madre estaría satisfechísima y agradecida a usted, señor Milligan, si consintiera en ir allá y pronunciar algunas palabras en su calidad de representante del pueblo norteamericano. Cosa de diez minutos, ¿sabe usted?, pues la gente de por allá no sabe nada, si no es cazar y pescar, y los amigos de mi madre son incapaces de fijar la atención en alguna cosa más allá de diez minutos. Pero agradeceríamos mucho que fuera usted allá y permaneciera uno o dos días con nosotros para darnos algunas ideas curiosas acerca del todopoderoso dólar.

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