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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El cadáver con lentes (3 page)

BOOK: El cadáver con lentes
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La anciana, que estaba sentada al lado del fuego haciendo media, inclinó la cabeza en respuesta a una mirada de su hijo.

–Siempre dije que debieras quejarte de ese baño, Alfredo –exclamó, de pronto, con la voz aguda propia de los sordos–. Creo que ahora la dueña de la casa se convencerá al fin. No sé cómo te habrías arreglado sin la policía. Aunque bien es verdad que sueles dar mucha importancia a las cosas y te alarmas por nada.

–Bien –dijo el señor Thipps, en son de disculpa–. Ya lo ve usted. Al parecer, se ha figurado que acabamos de cerrar el cuarto de baño, con el propósito de no volver a entrar en él. En cambio, ha sido algo horrible para mí, milord. Tengo los nervios destrozados. Nunca me había ocurrido cosa igual en toda mi vida. Esta mañana no sabía siquiera dónde me encontraba y permanecí largo rato en el baño, sin resolverme a salir para avisar a la policía. Eso me ha afectado mucho, milord. No he podido desayunarme ni comer. Y, además, he tenido que pasarme todo el día telefoneando, despidiendo a clientes y hablando con uno u otro. Ni siquiera sé lo que he hecho.

–Ya comprendo que ha sufrido usted un grave trastorno –replicó lord Peter–. Y más aún por haber ocurrido la cosa antes del desayuno, porque cuando uno está en ayunas, realmente se halla en una situación desventajosa.

–Así es –dijo el señor Thipps–, Cuando vi ese espantoso cadáver en mi baño, desnudo por completo, y sin llevar más que unos lentes, le aseguro, milord, que estuve a punto de devolver todo lo que tuviera en el estómago, si me permite Su Señoría tal expresión. No soy muy robusto, milord, y algunas mañanas me encuentro bastante mal; de modo que, a veces, me veo obligado a pedir a Gladys que me traiga una buena copa de coñac, pero como me sienta de un modo muy raro, no soy aficionado al licor, aunque procuro no carecer nunca de él, por si acaso.

–Es una buena precaución –contestó lord Peter afablemente–. Es usted un hombre muy perspicaz, señor Thipps. Es maravilloso el efecto que produce un poco de licor, y más cuando no se tiene costumbre de tomarlo. Espero que Gladys será una joven sensata. Es muy molesto, cuando ocurren cosas semejantes, tener mujeres en la casa que empiecen a chillar y desmayarse.

–¡Oh, Gladys es una buena muchacha! –contestó el señor Thipps–. Desde luego, sufrió una emoción tremenda, pero eso es comprensible. A mí me ocurrió lo mismo y no me extraña que una mujer se impresione mucho, en un caso tal, pero me ha prestado un servicio muy grande y ha demostrado ser enérgica. Hoy me considero feliz de tener en casa a una muchacha buena y decente, que me cuide y que también atienda a mi madre, aunque es algo descuidada y olvidadiza. Pero es natural. Sintió mucho haber dejado abierta la ventana del baño, y aunque al principio yo estaba enojado por las consecuencias que esto tuvo, me callé. Como ya sabe usted, las jóvenes son olvidadizas y la pobre estaba de tal modo trastornada, que no me atreví a regañarla. Me limité a decirle: «Podrían haber entrado ladrones. Recuerda eso otra vez, antes de dejar una ventana abierta por la noche. Hoy ha sido un cadáver –añadí–, cosa bastante desagradable. Pero otra noche podrían ser ladrones y todos nosotros seríamos asesinados en nuestras camas».

»En cambio, el inspector Sugg a quien llamaron de Scotland Yard, estuvo muy severo con la pobre muchacha. La asustó, dándole a entender su sospecha de que ella estuviese complicada en algo, aunque no puedo imaginarme qué bien puede haber resultado para ella de que ese cadáver estuviese en el baño. Así se lo dije al inspector y también me trató muy mal, milord, Le aseguro que no me gustaron sus maneras. «Si tiene usted alguna acusación que dirigirnos a Gladys o a mí, inspector –le dije–, hágalo en seguida. Pero yo no me figuraba que le pagaran a usted por tratar mal a un caballero en su casa». Le aseguro, milord –añadió el señor Thipps, congestionado por la ira–, que me trató con mucha rudeza, de modo que me enojé, aunque tengo muy buen carácter.

–Ya conozco a Sugg –le respondió lord Peter–. Cuando no sabe qué decir, es violento y descortés. Es evidente que ni usted ni Gladys tienen interés alguno en hacer colecciones de cadáveres. ¿A quién podría convenir eso? Por lo común, todo el mundo trata de librarse de ellos. Y dígame, ¿se han llevado ya a ése?

–Aún está en el cuarto de baño –contestó Thipps–. El inspector Sugg dijo que nadie debía tocar cosa alguna hasta que llegaran sus subordinados, para hacerse cargo de todo. Les espero de un momento a otro. ¿Acaso Su Señoría tiene interés en dar un vistazo…?

–Muchas gracias. Realmente, me gustaría mucho, si no le molesta.

–De ningún modo –dijo el señor Thipps.

Y sus maneras, mientras lo conducía al cuarto de baño, convencieron a lord Peter de dos cosas: primero, de que a pesar de que se trataba de algo fúnebre, el hombrecillo se regocijaba por la importancia que aquel suceso le daba y, segundo, también de que el inspector Sugg le había prohibido mostrar a nadie el cadáver. Esa última suposición quedó confirmada porque el señor Thipps se detuvo para buscar la llave de su dormitorio, diciendo que la policía tenía la otra, pero que, por suerte, él observaba la costumbre de tener dos llaves para cada puerta, con objeto de evitar accidentes.

Nada de particular tenía el cuarto de baño. Era largo y estrecho y la ventana se hallaba exactamente encima de la bañera. Los vidrios eran esmerilados y la abertura bastante grande para dar paso a un cuerpo humano. Lord Peter se acercó rápidamente a ella, la abrió y miró al exterior.

El piso estaba en lo alto de un edificio y, más o menos, en el centro de la manzana. La ventana del cuarto de baño daba a la parte trasera de la casa, donde había pequeñas construcciones, garajes, carboneras, etc. Más allá estaban los jardines pertenecientes a las casas del otro lado. A la derecha se erguía el enorme edificio del Hospital de San Lucas, Battersea con sus jardines, y al lado se hallaba la residencia del famoso cirujano sir Julián Freke, unida al hospital por un paso cubierto. Este cirujano era el director del nuevo hospital y además muy conocido en Harley Street como distinguido neurólogo.

Todo eso fue comunicado por el señor Thipps a lord Peter. El pequeño arquitecto parecía darse cuenta de que aquella vecindad le honraba en cierto modo.

–Esta mañana ha venido él mismo –dijo, refiriéndose al notable cirujano–, para enterarse de este horrible asunto. El inspector Sugg creyó, de pronto, que alguno de los internos del hospital pudiera haber metido el cadáver aquí, en broma, porque, como sabe usted muy bien, en la sala de disección siempre hay cadáveres. Así el inspector fue esta mañana a visitar a sir Julián, para preguntarle si faltaba algún cadáver. El doctor se condujo con la mayor bondad, a pesar de que entonces estaba trabajando en la sala de disección. Consultó los registros para saber cuántos cadáveres había, luego vino a ver éste –añadió señalando el baño–, pero dijo que, lamentándolo mucho, no podía ayudarnos, porque ese cadáver no respondía a las señas de los que había en el hospital.

–Y supongo –observó lord Peter– que tampoco responderá a las señas de ninguno de sus enfermos.

El señor Thipps palideció al oír estas palabras.

–No he sido testigo de la investigación del señor Sugg –dijo con alguna agitación–, pero lo que acaba usted de decir, milord, sería horrible. ¡Dios mío, nunca se me habría ocurrido!

–No se apure, porque si hubiesen echado de menos algún enfermo, ya lo habrían encontrado. Vamos a examinar a éste –dijo lord Peter. Se puso el monóculo, añadiendo–: Ya veo que tienen ustedes aquí el inconveniente del hollín. En casa me ocurre lo propio. Me estropea todos los libros. Y ahora, no se moleste, si no quiere ver el cadáver.

Tomó de la temblorosa mano del señor Thipps la sábana extendida sobre la bañera y la retiró.

El cadáver que había dentro era de un hombre alto y vigoroso, de unos cincuenta años. Tenía el cabello negro, espeso y rizado, y evidentemente lo peinó un buen peluquero. Exhalaba un débil perfume de violetas, que se advertía muy bien en el estrecho recinto del cuarto de baño. Las facciones eran gruesas, carnosas y muy acentuadas, los ojos negros, salientes, y la nariz, larga y encorvada, apuntaba a una gruesa barbilla. Los labios, eran gruesos y sensuales, y la boca abierta permitía ver unos dientes manchados de tabaco. En el rostro del muerto, los lentes de oro, que se sujetaban con una pinza sobre el puente de la nariz, parecían burlarse de la muerte con grotesca elegancia; la cadenita de oro descansaba su extremo en el desnudo pecho. Las piernas estaban tendidas y los brazos reposaban al lado del cuerpo; los dedos estaban naturalmente doblados. Lord Peter levantó un brazo y observó la mano con la mayor atención.

–Este desconocido era un hombre elegante –murmuró–. Violeta de Parma y manicura. –Se inclinó de nuevo para deslizar la mano por debajo de la cabeza. Los lentes se desprendieron para caer con ruido al fondo del baño, y ello acabó de hacer insostenible la excitación nerviosa del señor Thipps.

–Si me lo permite –dijo–, saldré, porque no puedo más.

Así lo hizo, y lord Peter aprovechó su ausencia para levantar rápidamente el cadáver y examinarlo por medio de su monóculo. Apoyó luego la cabeza sobre su brazo, y sacando el encendedor de plata lo metió en la boca abierta del muerto. Lo dejó luego reposando en el baño, recogió los lentes, se los puso para mirar tras ellos, y los ajustó, por fin, en la nariz del cadáver, para que el inspector no se diera cuenta de lo que había hecho. Volvió a la ventana y, asomándose, hizo un examen del exterior, moviendo su bastón en todas direcciones. Pero de aquella investigación no resultó nada, y después de cerrar la ventana fue al encuentro del señor Thipps. Éste, emocionado por el interés que demostraba el hijo menor de un duque, se tomó la libertad de ofrecerle una taza de té.

Lord Peter, que se había dirigido a la ventana y admiraba el parque Battersea, disponíase a aceptar, cuando vio llegar una ambulancia por el extremo del Camino del Príncipe de Gales. Ello le recordó una cita importante y se apresuró a despedirse del señor Thipps.

–Mi madre me ha encargado que lo salude a usted –dijo, estrechando la mano del dueño de la casa–. Espera que volverá usted pronto a Denver. ¡Adiós, señora Thipps! –gritó con acento bondadoso al oído de la anciana–. ¡Oh, no, por Dios, no se moleste en acompañarme hasta la puerta!

Salió con la mayor oportunidad. Cuando se halló en la puerta de la calle, se detuvo una ambulancia, y el inspector Sugg, se apeó, acompañado de dos agentes. Habló luego al agente de guardia parado a la puerta de la casa y dirigió una mirada recelosa a lord Peter, que se alejaba.

–¡Pobre Sugg! –murmuró lord Peter–. Sin duda, me está odiando con toda su alma.

CAPÍTULO II

–¡MAGNÍFICO, Bunter! –dijo lord Peter, dejándose caer en un cómodo sillón–. No lo habría hecho mejor yo mismo. Se me hace la boca agua al pensar en el
Dante
y en
Los cuatro hijos de Aymon
. Me han ahorrado sesenta libras esterlinas. Es estupendo. ¿En qué las vamos a gastar, Bunter? Piénsalo bien. Son nuestras y podemos hacer con ellas lo que se nos antoje, porque, según dicen los sabios, sesenta libras ahorradas son sesenta libras ganadas, y voto por que se gasten hasta el último penique. Esto es un ahorro tuyo, Bunter y, en realidad, ese dinero te pertenece. ¿Qué necesitamos? ¿Te falta algo aquí? ¿Te gustaría alguna cosa en el piso?

–Puesto que Su Señoría es tan bueno… –contestó el servidor mientras servía una copa de coñac a lord Peter.

–Bien, habla, muchacho. Eres un hipócrita imperturbable. Fíjate en que estás sirviendo coñac. ¿Qué necesita ahora tu hermoso cuarto oscuro?

–Hay un doble anastigmático, con una colección de objetivos de recambio, milord –dijo Bunter, hablando casi con fervor religioso–. Si ahora hubiese algún caso de falsificaciones o se tratara de huellas de calzado, podría hacer unas ampliaciones magníficas. O bien, utilizaríamos el objetivo gran angular. Eso equivale casi a que la cámara fotográfica tenga ojos en el cogote. Haga el favor de examinar el catálogo, milord.

Sacó un cuaderno de su bolsillo y lo sometió al examen de su señor. Lord Peter leyó lentamente la descripción del aparato fotográfico y sonrió.

–Eso es griego para mí, y me parece que el precio de cincuenta libras es enorme y ridículo para unos pedacitos de cristal. Y supongo, Bunter, que tú, en cambio, opinarás que el de setecientas cincuenta libras es un precio disparatado por un libro escrito en una lengua muerta.

–No me corresponde decir eso, milord.

–Desde luego, Bunter, yo te pago doscientas libras al año para que te guardes tus propias ideas. Pero dime, Bunter, ¿en nuestra época democrática no te parece que eso es injusto?

–No, milord.

–No es verdad. ¿Quieres decirme francamente por qué no lo consideras injusto?

–Francamente, milord, por el mismo motivo de que Su Señoría, recibe, en cierto modo, un salario propio de una persona noble, para acompañar a cenar a lady Worthington y abstenerse, al mismo tiempo, de hacer uso del indudable atractivo de Su Señoría.

Lord Peter examinó aquel argumento.

–¿Eso piensas, Bunter? En primer lugar, ten en cuenta que
noblesse oblige
. Creo que tienes razón. Y, en tal caso, te hallas en situación mejor que yo, porque aun cuando no tuviese un penique, habría de portarme de igual modo con lady Worthington. Y ahora dime, Bunter, si te despidiese en este momento, ¿me dirías lo que piensas referente a mí?

–No, milord.

–Pues tendrías derecho a ello, Bunter. Y si te despidiera después de haber tomado una taza de café hecha por ti, merecería todo lo que pudieras decirme. Con el café eres un brujo, Bunter. No quiero saber cómo lo haces, porque supongo que será algo de brujería y no quiero arder eternamente. Bueno, desde luego, puedes comprarte esos lentes bizcos.

–Gracias, milord.

–¿Has terminado tu trabajo en el comedor?

–Aún no, milord.

–Pues cuando estés listo, vuelve, porque he de decirte muchas cosas. ¿Quién será? –preguntó al oír el timbre de la puerta–. Si no es una visita interesante, no estoy en casa –añadió.

–Muy bien, milord.

La biblioteca de lord Peter era una de las más agradables estancias de Londres. Sus dos colores dominantes eran negro y rosado; las paredes estaban ocultas por gran cantidad de ediciones de libros raros y sus sillones y el sofá eran comodísimos. En una esquina había un piano de media cola y en otra una chimenea encendida, en cuya repisa se veían algunos jarros de Sévres llenos de crisantemos rojos y amarillos, y a los ojos del joven que había entrado en aquella estancia desde la niebla de noviembre, le pareció hallarse en un lugar cordial y conocido, en una especie de paraíso de un cuadro de la Edad Media.

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