El cadáver imposible (12 page)

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Authors: José Pablo Feinmann

BOOK: El cadáver imposible
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Se oyen gritos, órdenes, imprecaciones. Y ladridos. Los celadores siguen a Judith con perros voraces, que tironean ferozmente de sus correas, arrastrándolos tras una pista certera, la de Judith, que continúa huyendo dominada ahora por el pánico, que respira entrecortadamente, que siente el galope tumultuoso de su corazón, que corre aún más, y que tropieza con una cruz, tropieza y cae, y se agarra de la cruz con desesperación, intentando ponerse en pie, y, abruptamente, descubre que hay una inscripción tallada en la cruz, y la mira, y la inscripción es un nombre, y el nombre es

ELSA CASTELLI

Judith abre grandemente sus ojos, se lleva las manos al rostro y grita. Grita:

—¡No! ¡No! ¡No!

Y continúa su carrera.

Las luces de las linternas horadan la noche. Los ladridos de los perros se multiplican. Cada vez se oyen más cercanos. Así, al menos, los oye Judith. Cercanos, atrapándola ya. Y corre. Corre. Quiere llegar a la carretera. Huir. No regresar. No regresar al Reformatorio del terror, allí, donde una muerte segura la aguarda. Quiere llegar a la carretera. Y conseguir que alguien la ayude. Un automóvil. Que un automóvil detenga su marcha y la salve, quiere, patéticamente, Judith. Y corre. Corre sin control, dominada por el pánico, por el terror de ser atrapada, y castigada, y conducida hacia su muerte implacable. Y corre. Judith corre. Y la carretera está allí. Sólo resta un esfuerzo más.

Y llega a la carretera. Y una luz la enceguece. Y oye una bocina. Y el chirrido agudo, ensordecedor de unos frenos.

Y la aplasta un camión.

Y así muere Judith, que era alta.

Memorioso, se dirá usted: ¿no era sólo Felisberto López quien no moría a manos de otro personaje? ¿No fue establecido, como modalidad del relato, que todos los personajes que mueren lo hacen —es decir, muerenasesinados por otro personaje? Si es así, ¿quién asesinó a Judith? ¿El camión?

Bien, no.

La asesinó el camionero.

Lo sé: usted no lo acepta. Se dice: fue un accidente. Judith apareció intempestivamente en la ruta y nada pudo hacer el camionero. Judith es la culpable.

¿Cree que me ha acorralado?

No es así: tengo una impecable respuesta para este problema. Preste atención: el camionero estaba borracho. Atropelló a Judith. Dijo, turbiamente, «¡Carajo!», y se dio a la fuga.

Además, ¿es necesario que discutamos por semejante nimiedad? ¿Por qué se empeña en señalarme contradicciones? ¿Tan escasamente confía en mí? ¿Tan escasamente lo atrapa la tensión del relato que recuerda —aquí— algo que afirmé treinta mil palabras atrás?

Continúo.

Los celadores llegan a la ruta y rodean a Judith iluminándola con sus linternas. El camión se ha perdido en la noche.

—La hizo puré —dice un celador sin pasión, sin dolor ni asco, sólo verificando un hecho.

No demora en aparecer Heriberto Ryan. Viste una bata arrugada. El suceso lo ha sorprendido durante el sueño. Pero ya está aquí.

—Pobrecita —dice, con algún pesar.

Esa misma noche la entierran. La entierran sin velarla. ¿Es ya la muerte una rutina? ¿Ya no merece un velatorio una vida humana perdida? Nadie responderá estas preguntas, porque nadie se las formula.

¿Dice algo en el entierro Heriberto Ryan?

Nada.

Sin embargo, cree encontrar en esta muerte un significado especial. No es, conjetura, una muerte como las otras. Así se lo dice al cura O'Connor.

—¿Qué me quiere decir? —pregunta, sorprendido, O'Connor.

—Lo que le dije —dice Ryan. Y, contundente, afirma: —Ya no habrá más crímenes.

A pasos lentos se alejan del camposanto. La noche es oscura, sin luna ni estrellas. Los sepultureros arrojan tierra sobre el ataúd de Judith. O'Connor pregunta:

—¿En qué se basa para decir eso?

Ryan responde:

—Se lo diré mañana. Lo espero en mi Escritorio a las diez.

—¿Por qué mañana y no ahora? —pregunta O'Connor.

—Quiero pensarlo mejor —responde Ryan.

—Está bien —acepta O'Connor. A las diez estoy con usted.

Durante esa noche casi no duerme Heriberto Ryan. Se pasea por su Escritorio. Reflexiona. Busca su botella de whisky siempre oculta tras el
Ulises
. Y bebe. (¿No bebe demasiado este personaje?)

Son exactamente las diez de la mañana cuando aparece el cura O'Connor. Unas ojeras profundas se deslizan bajo sus ojos. Tampoco él ha pasado una buena noche.

—Lo escucho —secamente, dice.

—Ya no habrá más crímenes —dice Ryan.

—Eso ya me lo dijo —dice O'Connor. Ahora dígame por qué.

—Porque la asesina era Judith —dice Ryan. Atormentada por su culpa, huyó. Llegó a la ruta y se arrojó bajo un camión. Todo ha terminado. Podemos estar tranquilos.

—¿Y para decirme semejante idiotez me tuvo sin dormir toda una noche? —se encoleriza O'Connor.

—¿No durmió? —pregunta Ryan.

—Casi nada —resopla O'Connor.

—¿Por qué? —pregunta Ryan.

—Creí que usted tenía la solución del problema.

—Acabo de dársela —dice, convencido, Ryan.

—No sea ridículo —dice, siempre colérico, O'Connor. ¿Usted se cree muy listo, eh? Muy inteligente. Pero no, Ryan. Yo, como detective, soy el Padre Brown al lado suyo. ¿O cree que no pensé algo parecido? iJudith culpable! ¡Atormentada por la culpa se tiró bajo un camión! iJa! iJa! iJa!

—Oiga, no se ría —dice Ryan. Esto es serio.

—Usted es patético —dice O'Connor. Llámeme otra vez, si quiere. Pero, por favor, no para decirme estupideces.

—Entonces… ¿usted cree que los crímenes continuarán? —pregunta, balbuceante, Ryan.

—Nada indica que no —dice O'Connor.

Tres golpes en la puerta.

¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!

—Adelante —dice Ryan.

Entra Liliana. Se la ve pálida, temblorosa. Abundantes lágrimas surcan su rostro.

—¿Qué sucede? —pregunta Ryan.

—¡Qué horror! —exclama Liliana.
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—Explíquese —exige Ryan.

Liliana saca un pañuelo y se seca las lágrimas. Dice:

—La tumba de Judith ha sido profanada.

—¿Profanada? —se asombra Ryan. ¿Usted sabe lo que está diciendo?

Aún dolida pero digna, dice Liliana:

—Sé lo que esa palabra significa, si usted se refiere a eso. La tumba ha sido profanada, doctor Ryan. Alguien, con una pala, no lo dudo, quitó la tierra que cubría el ataúd, lo abrió y…

Liliana estalla en un estridente sollozo.

—¿Y… qué? —inquiere Ryan. Vamos, no se detenga. ¿Qué ocurrió?

—¡Cortaron las manos de Judith! —exclama Liliana. —¡Qué horror!

Nada dice Ryan. Tampoco O'Connor. Cruzan una rápida mirada. Luego, Ryan, seco, le dice a Liliana:

—No llore más, por favor.

—Sí, doctor Ryan.

—Retírese.

—¿No va usted a hacer nada?

—Ya voy para allí. Ahora retírese.

Liliana sale del Escritorio. O'Connor, altanero, casi triunfal, encara a Ryan:

—¿Y? ¿Qué me dice ahora?

—La pesadilla no cesa —dice Ryan. Tenía usted razón. Judith no era la culpable. Me equivoqué. Los crímenes continuarán. Sólo me pregunto… —Ryan se detiene. Luce atormentado.

—Hable —exige O'Connor.

—¿Por qué estas mutilaciones? —pregunta Ryan. ¿Por qué este martirio de los cuerpos?

—Si supiéramos eso, lo sabríamos todo —dice O'Connor.

Se dirige hacia la puerta, la abre, gira levemente, mira a Ryan y dice:

—Tiene trabajo, doctor Ryan. Entierre otra vez a la desdichada Judith. Y Dios quiera que no tenga que hacerla más. Porque ni los muertos son respetados en este lugar demoníaco.

Cierra la puerta y se va.

Ryan queda solo. Se restrega, según es otra de sus costumbres, las manos. Nerviosamente lo hace. Se acerca a la biblioteca, quita el
Ulises
y toma la botella de whisky. Bebe, bebe abundantemente.

Sí, ya no caben dudas: este personaje bebe demasiado.

Pero, ¿podría ser de otro modo? Es el Director del Reformatorio. Los hechos lo han sobrepasado. Y está solo. Solo ante el horror. Su viaje a Buenos Aires fue un fracaso. El Comisario General Anastasio Romero le dijo: «Jodasé». Sólo esto. Y el doctor Aníbal Posadas apenas atina a redactar certificados de defunción. Y el cura O'Connor parece un juez impiadoso, dispuesto a destrozar toda esperanza y a tornar aún más infernal la situación. ¿Es esto propio de un cura? ¿No sería más adecuado que dibujara algún horizonte? ¿Que alimentara la fe? ¿O no están los curas en este mundo para decir que todo horror concluirá, que de las tinieblas surgirá la luz? Pareciera que el cura O'Connor no. Pareciera, a veces, que encuentra solaz en señalar la persistencia, la indestructibilidad del Mal.

Sin embargo (¿lo creerá usted, señor Editor?), los padecimientos de Heriberto Ryan están por concluir.

Seré sincero: nuestra historia está por concluir.

Nos acercamos a la
gran escena final
. ¿Recuerda mi promesa? Le dije: la escena final de este relato será aún más desmesurada,
más loca
que la inicial, es decir, que la
gran escena inicial desquiciadora
.

Prepárese.

También le hablé de la irrelevancia climática de nuestra narración.

Frío, calor, lluvia. Y le dije: este relato necesita una estrepitosa tormenta.

¿Le sorprende hasta qué punto recuerdo mis promesas? No es casual. Soy prolijo: las anoto en un pequeño cuaderno. Anoto, por ejemplo: «estrepitosa tormenta». O también: «Ana será coja siempre que el horror y la desmesura lo requieran». Y otras cosas: «Felisberto López y Aníbal Posadas tienen bigotes». O refinamientos como: "he utilizado
narración
y
relato
como sinónimos". ¿No es admirable?

Continúo.

La profanación de la tumba de Judith fue descubierta la mañana siguiente a su entierro. ¿Podemos elegir la exacta noche de ese día como la noche de nuestra
gran escena final
? ¿Por qué no? ¿O no hemos ya establecido que los acontecimientos se precipitan? Bien, así continúan entonces. Precipitándose.

De modo que:
esa noche estalla una estrepitosa tormenta
.

Heriberto Ryan está en su Escritorio. Se ha dejado caer en un sillón. Se lo ve abatido. Viste una camisa en la que se dibujan incontables arrugas, una corbata floja, suelta, mal anudada y un pantalón casi tan arrugado como la camisa. Una barba de dos días oscurece su rostro y sus ojeras son profundas, violáceas. ¿O son negras como lo es —en este momento— su visión de la vida?

La botella de whisky ya no está tras el Ulises. Está sobre la mesa-escritorio y está vacía. Brevemente: Heriberto Ryan la vació.

Hasta tal punto ha estado bebiendo.

Truenos y relámpagos.

¿Necesito describirle esto? Usted sabe cómo es una tormenta. Los relámpagos iluminan los rostros de los personajes y los truenos sacuden los caireles de las arañas. O, en este caso, la botella de whisky y el vaso del demudado Ryan.

¿Qué ocurre ahora?

Digamos que los truenos ya no son tan, si se me permite decirlo así, atronadores. ¿Por qué? Vea, necesito que Ryan oiga
otros sonidos
. Mantengamos, sí, la lluvia. En suma: los truenos se han aplacado pero llueve con tanta intensidad como siempre. O: como desde el inicio de la
gran escena final
.

Ryan se pone de pie y enciende un cigarrillo. ¿Lo hice fumar antes? ¿Dije que no fumaba? No lo recuerdo. No he anotado en mi pequeño cuaderno: «Heriberto Ryan no fuma».

En fin, hagámoslo fumar.

Fuma y se pasea nerviosamente por el Escritorio. ¿Espera algo? No. Abrumado por sus problemas, sólo está cavilando. Lo que está por ocurrir habrá de sorprenderlo
infinitamente
. Tanto, así lo deseo, como a usted.

Dije que necesitaba que Ryan oyera
otros
sonidos, no sólo los truenos, y hasta he eliminado los truenos para abrir el
espacio auditivo
de esos otros sonidos.

Bien, ya los oye.

Heriberto Ryan oye:

Ssssss… ¡tuc! Ssssss… ¡tuc!

Se detiene. Deja de pasearse por el Escritorio. Se pregunta: ¿qué es eso? Se dice: no es un trueno. Se dice: los truenos han cesado, sólo llueve ahora. Y otra vez se pregunta: ¿qué es eso? Y otra vez oye:

Ssssss… ¡tuc! Ssssss… ¡tuc!

Y apaga el cigarrillo. De modo que si alguna vez hemos dicho que Heriberto Ryan no fumaba, nuestra contradicción ha sido mínima, ya que lo hemos hecho fumar escasamente.

De pronto, un trueno.

¿No habían cesado?

No por completo. Siempre son buenos para subrayar una situación. Además, ¿cómo habrían de cesar tan abruptamente? Además (sí, otro
además
), Heriberto Ryan ya oyó lo que queríamos que oyera, ¿por qué, entonces, no seguir con los truenos? Digamos que siguen, pero con menor persistencia que antes. ¿O usted concibe una tormenta sin truenos?

Continúo.

¿Qué más oye Heriberto Ryan?

Oye golpear a su puerta.

Oye:

¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!

Vacila. Se pregunta: «¿Quién puede ser a esta hora?» Mira su reloj:
son las doce de la noche
. Diablos, ¿quién puede estar aún despierto en el Reformatorio?

¿Habrá ocurrido una nueva tragedia?

Abre la puerta. Ahí, frente a él, está Ana.

—Ana, ¿qué hacés aquí? —pregunta.

Ana viste un camisón blanco, está pálida y sus ojos claros miran fijamente a Heriberto Ryan.

—Tengo que hablar con usted —dice.

—Bueno, entrá —dice Ryan, ¿intrigado?

Ana, renqueando, entra en el Escritorio. Ssssss… ¡tuc! Ssssss… ¡tuc!

—¿Qué te pasó? —pregunta Ryan. ¿Te lastimaste?

—Sí —contesta Ana—, hace muchos años.

—No lo sabía —dice Ryan.

—Ahora lo sabe —dice Ana.

—Heriberto Ryan busca los ojos de la pequeña. Hay en ellos un brillo que nunca antes había notado. ¿Qué es? ¿Rencor? ¿Furia? ¿Obstinación?

Un relámpago y un trueno.

Ryan pregunta:

—¿Para qué viniste, Ana?

—Se lo diré —dice Ana. Tengo que hablar con usted.

—Bueno —acepta Ryan—, te escucho.

La mirada de Ana pierde ese brillo entre rencoroso y obstinado. No se vuelve tersa, según suele serlo (
a veces
), pero se aplaca, ¿se dulcifica?

—Usted es una buena persona —afirma nuestra pequeña.

—Eso creo —dice Ryan, quien, en efecto, es una buena persona. (¿
Lo es
?)

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