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Authors: José Pablo Feinmann

El cadáver imposible (10 page)

BOOK: El cadáver imposible
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Además, el miedo la paraliza. ¿Nunca tuvo una pesadilla en la que no logra moverse? ¿Nunca tuvo ese horrible sueño en el que uno quiere correr y no puede, o corre en el mismo lugar? Así está Carmen. Quieta contra la pared. Paralizada.

Entonces oye:

Ssssss… ¡tuc! Ssssss… ¡tuc!

Y una sombra se desprende de las sombras del pasillo. Y avanza hacia ella. Y Carmen quiere gritar, y no puede. Sólo puede abrir la boca. Sólo esto.

Y la sombra avanza. Y ya no es una sombra. Ahora es Ana. Es, en efecto, nuestra pequeña, que avanza lentamente, sosteniendo un enorme cuchillo en su diestra y arrastrando su pierna derecha.

Es Ana, que avanza con su cojera. O con su renquera, si prefiere usted que use este hispanoamericanismo.

Es la primera vez que la vemos renguear.

Lo había dicho, ¿recuerda? Hace ya muchas páginas, escribí: «La pequeña Ana será coja siempre que el horror y la desmesura lo requieran».

Lo requieren.

¿Imagina usted la figura de Ana? Ana es una muñeca viviente. Tiene ese aire entre cándido y terrible de las muñecas. ¿Necesito mencionarle la estética de la muñeca que cobra vida? Usted la conoce: hay pocas cosas tan terroríficas como la muñeca (O el muñeco, si usted quiere) que se lanza a caminar.

Me dirá usted: Ana no es una muñeca.

No se equivoque. No en vano he insistido en decirle que es pequeña. Que conserva su aspecto de niña. Que es rubia. Que sus ojos son claros.

Es cierto: Ana no es una muñeca. Pero se le parece tanto, que, en ella, el parecer es el ser. Lo es, al menos, aquí, en esta escena, cuando se desplaza hacia Carmen aferrando el enorme cuchillo con su puñito tenaz, arrastrando su pierna, renqueando, con un brillo obstinado en sus ojos, dispuesta, absolutamente, a matar.

Y mata. Porque, de pronto, como una fiera, de un salto, se arroja sobre Carmen y la acuchilla sin compasión.

¡Cuántas opciones he descartado y cuántas he asumido al narrarle estos sucesos del modo en que lo hice! Pude, por ejemplo, haberle ocultado la identidad del asesino. Pude haber escrito: «una mano, armada con un enorme cuchillo, se abate sobre Carmen». Y sólo esto. Hubiera, así, incorporado mi novela al policial
whodunit
. ¿Quién lo hizo, señor Editor? ¿No sería razonable descartar a Ana por ser, precisamente, la más sospechosa? ¿Habrá sido el doctor Aníbal Posadas, asumiendo esa mecánica exquisita que tienen los médicos para el cuchillo desde Jack el Destripador? ¿Habrá sido el cura O'Connor, a quien Elsa Castelli señaló como un fanático capaz de matar? ¿Habrá sido Heriberto Ryan, el amante de Elsa Castelli?

Vea, no. Fue Ana.

Así, he preferido el trazo fuerte, grueso, grandguignolesco al envejecido recurso de la galería de sospechosos. Ya lo sabe: no hay sospechosos. Aquí es Ana la que mata. Pero no por esto dejará este relato de ofrecerle descomedidas sorpresas. Lo crea o no: falta lo mejor.

Durante la mañana siguiente, tal como era previsible que ocurriera, un encargado de limpieza descubre los cadáveres. Supongamos que su nombre es Pedro. Supongamos que llama a Liliana, quien, ¿lo recuerda?, fue la encargada de limpieza que descubrió el cadáver de Elsa Castelli. Supongamos que Liliana exclama «¡Qué horror!» y supongamos que llama a Heriberto Ryan. Supongamos que Heriberto Ryan ya está aquí, pálido, sin poder, todavía, articular palabra. Supongamos que —cuando puede hablar— ordena que llamen al doctor Aníbal Posadas. Supongamos que ese día, otra vez casualmente, Posadas ha hecho su visita al Reformatorio. Supongamos, entonces, que, también él, ya está aquí, junto a Heriberto Ryan, mirando, ¿entre la incredulidad y el pasmo?, los cadáveres de Carmen que era gorda y de Rosario que era flaca. Supongamos que dice:

—Otro descuartizamiento —y que añade: —Esta vez nos han dejado algo más que una mano.

De modo que se inclina sobre los cuerpos y empieza su trabajo.

¿Qué encuentra Aníbal Posadas?

De Carmen encuentra la cabeza, los brazos y las piernas. Pero no encuentra el tronco ni los pies. Con certidumbre, dice:

—Faltan el tronco y los pies.

Y prosigue su tarea.

De Rosario encuentra la cabeza, el tronco, las manos y las piernas. Pero no encuentra los brazos. Con certidumbre, dice:

—Faltan los brazos.
[22]

Aprisionados por el asombro y el horror, Ryan y Posadas nada se dicen durante un prolongado momento. Por fin, dirigiéndose a los encargados de limpieza, es decir, a Liliana y a Pedro, Ryan ordena:

—Cubran estos cuerpos —mira a Posadas y dice: —Sígame, por favor.

Posadas lo sigue.

No imagina usted las enormes dificultades que debo enfrentar y vencer para narrarle el traslado de los personajes. Sencillamente: para hacerlos ir de un lado a otro. Y no las imagina porque usted no es escritor, sino Editor. (Al menos, yo no he leído nada suyo.) Pero si alguna vez escribe algo lo descubrirá: narrar el desplazamiento de los personajes es, francamente, atroz. Por ejemplo: «Salen de la escena del crimen, atraviesan los pasillos del Reformatorio, llegan al Escritorio de Heriberto Ryan y entran». ¿No es horrible?

Ahórreme semejante tarea.

Heriberto Ryan y Aníbal Posadas ya están aquí, en el Escritorio del primero. Y Aníbal Posadas dice:

—Habría que avisar a la policía.

—Usted sabe que eso es imposible —dice Ryan. La policía empezaría por el principio. Empezaría por averiguar quién mató a Sara Fernández.

—Elsa Castelli —dice Posadas. ¿Por qué ocultarlo?

—¿Por qué? —Ryan se restrega nerviosamente las manos. Y dice: —Porque todos somos cómplices de ese asesinato. Y también de las crueldades que Elsa Castelli cometió en este Reformatorio. Cómplices, ¿entiende? ¿O alguno de nosotros dijo algo?

—Usted es quien tendría que haber hablado —dice Posadas.

Ryan deja de restregarse las manos y lo mira entre la sorpresa y la burla.

—¿No me diga? —dice. ¿Yo? ¿Y por qué?

—Porque es el Director del Reformatorio —muy seguro, afirma Posadas.

—¿Y eso lo absuelve a usted? —pregunta Ryan. Y continúa: —¿O usted no sabía lo que pasaba? ¿O usted no entregó el certificado de defunción de Sara Fernández? ¿O usted no curó las heridas de las reclusas azotadas? No diga disparates, doctor. Cuando el terror se desata, los que callan son tan culpables como los que matan.
[23]

Abrumado por semejante frase, Posadas inclina su cabeza y no articula palabra alguna.

—Esa frase no me cabe a mí —dice, desde la puerta, aún con su mano apoyada en el picaporte, el cura O'Connor.

—Intempestiva entrada la suya —dice Ryan.

—Entré en medio de su altisonante monólogo —dice O'Connor.

—Bien, vayamos al punto en cuestión —dice Ryan. ¿Usted se cree al margen de estos horrores?

—Yo le dije que había que detener a Elsa Castelli —dice O'Connor.

—Sí, pero sólo eso —dice Ryan. No nos engañemos, padre. Nadie aquí hizo nada por impedir el horror.

—Podemos hacerlo ahora —dice Posadas.

—Cómo —pregunta Ryan.

—Podemos contratar a un investigador privado —dice Posadas.

—Usted lee demasiadas novelas policiales —dice, acudiendo a una célebre frase del género, Ryan.

Los tres permanecen silenciosos, se miran, dudan. Buscan en sus mentes —quizá no demasiado ágiles— algo que pueda impedir, develándola, la prosecución de la masacre. Ryan dice:

—Razonemos: Elsa Castelli mató a Sara Fernández y martirizó a varias reclusas. Luego, fue descuartizada. Y ahora aparecen dos reclusas en la misma horrible condición. ¿Qué podemos deducir de todo esto?

Otra vez se miran.

Y aquí los dejamos. Entregados a sus deducciones.

¿Develarán el misterio?

En todo caso, no están solos en esa tarea, porque Judith que es alta y Natalia que es baja, también quieren develar el misterio. Y cuanto antes, pues sienten que una amenaza feroz se cierne sobre sus vidas. Así, se reúnen en el Sótano de la Venganza, en el exacto lugar donde se juramentaran para asesinar a Elsa Castelli. Judith dice:

—Esto fue una venganza.

—Si fue una venganza, entonces alguien nos vio esa noche —dice Natalia. Alguien nos vio matar a Elsa Castelli.

—Algún celador —dice Judith. Y luego, chasqueando su lengua, se arrepiente de la idea. Y dice: —No tiene sentido. Aquí nadie ve a nadie. Y aunque un celador nos hubiera visto, ¿por qué habría de ejecutar una venganza tan terrible?

—Entonces… fue una venganza —insiste cautelosamente Natalia.

—Claro, idiota —dice Judith—, ¿qué otra cosa podría ser?

—Entonces… es muy fácil —dice Natalia, que no parece tan idiota.

—Qué —pregunta Judith.

—Si fue una venganza —razona Natalia—, el culpable es la persona que más quería a Elsa Castelli.

Silencio. Se miran. Juntas, dicen:

—Ana.

Judith se muerde los labios. Razona. Deja de morderse los labios y dice:

—No puede ser, Ana es muy pequeña, muy inocente.

No puede matar así.

—¿Quién entonces? —pregunta Natalia.

—Alguien que no conocemos —dice Judith. Alguien que quería mucho a Elsa Castelli sin que nadie lo supiera.

—Ana nos puede ayudar —dice Natalia. Elsa Castelli le debe haber confiado muchas cosas. Quizá sepa quién la quería tanto como para vengar su muerte.

—Vamos —dice Judith.

Traslado de personajes. Se dirigen al Taller de Costura de Ana.

Ya están aquí. También está Ana.

—Creemos que fue una venganza —dice Judith. Creemos que alguien asesinó y descuartizó a Carmen y a Rosario para vengar la muerte de Elsa Castelli.

—No sé nada —dice Ana. Y cose una muñeca. Pocas veces la hemos visto tan frágil, pequeña, ¿angelical?

—Pensá bien —insiste Judith. Es importante. Alguien está asesinando reclusas por venganza, por odio. Te puede tocar a vos, Ana.

—¿Qué quieren saber? —pregunta Ana.

—¿Elsa Castelli tenía un amigo? —pregunta Judith. ¿O una amiga?

—Yo era su amiga —dice Ana.

—Eso ya lo sabemos —dice Judith.

—¿Y un amigo? —pregunta Natalia. ¿Tenía un amigo?

—El doctor Ryan era su amigo —dice Ana. Y cose su muñeca.

Judith y Natalia salen del Taller de Costura. Se miran. Judith pregunta:

—¿Heriberto Ryan?

Esa tarde, sin velarlas, entierran a Carmen y a Rosario. Hay, desde luego, un cielo gris, denso, ¿plomizo? Se los ve cariacontecidos al cura O'Connor y a Heriberto Ryan. Contra su costumbre, nada dice Ryan esta vez. La atrocidad de los hechos ha sofocado su aptitud para hablar en los entierros.

Al día siguiente, las reclusas reciben orden de reunirse en el patio. Aquí están ahora. Los celadores, quizá con mayor convicción ante los recientes sucesos, blanden sus bastones de goma. Aparece Heriberto Ryan y, ahora sí, habla. ¿Qué dice? Nada sorprendente. Dice que hay un asesino en el Reformatorio. O varios, dice. Dice que todos deben cuidarse, permanecer alertas. Y, finalmente, dice que el culpable o los culpables serán, tarde o temprano, descubiertos. Esto dice y luego se va. Entra en su Escritorio, extrae el
Ulises
, extrae el whisky y bebe, largamente bebe. Se lo ve más cariacontecido (me gusta esta palabra, ¿a usted no?) que nunca.

No perdamos más tiempo.

Debo narrarle ahora el asesinato de Natalia que es baja.

Supongamos que cierta noche (sólo tres o cuatro noches después del asesinato de Carmen y Rosario, para qué más), Ana le pide a Natalia que la acompañe a su Taller de Costura. Supongamos que Natalia la acompaña. Supongamos que ya están aquí. Supongamos que Ana le dice:

—Tengo un regalo para vos.

—¿En serio? —pregunta Natalia. ¿Y por qué?

—No importa por qué -dice Ana. Tomá.

Supongamos que le alcanza el paquete.

—¿Qué es? —pregunta Natalia.

—Es una muñeca —dice Ana.

Supongamos que Natalia abre el paquete. Supongamos que mira la muñeca

—Pero… soy yo —sorprendida, dice.

—Sos vos —confirma Ana.

—Pero… ¿por qué? —pregunta, otra vez, Natalia.

—Me cansé de hacer muñecas que no se parecen a nadie —dice Ana.

—Es idéntica a mí —dice Natalia.

—Sí, idéntica —dice Ana.

—Pero le falta algo —dice Natalia.

—Qué —pregunta Ana.

—Le faltan las piernas —dice Natalia.

Supongamos que Ana dice: «Es cierto, le faltan las piernas». Y supongamos el resto, lo que ya sabemos: supongamos que Ana le pide a Natalia que le devuelva la muñeca, que le promete que la completará y que se la entregará mañana a la noche en su Taller de Costura. Supongamos, también, que le dice que no le diga nada a nadie, porque si no todos le pedirán una muñeca y no puede hacer tantas, ni para todos a la vez. Supongamos que Natalia acepta.

Supongamos que es la noche siguiente, que Natalia llega al Taller de Costura y llama, en voz baja, leve, ¿cautelosa?, a Ana.

—Ana —susurra, casi. Soy yo. Natalia.

Supongamos que Ana no está. Supongamos que Natalia empieza a buscarla. Supongamos que sale, con lentitud, ¿sigilosamente?, del Taller de Costura. Supongamos que, ahora, se desplaza por un pasillo en penumbras, iluminado apenas por una lamparita escuálida. Supongamos que nuevamente susurra:

—Ana, soy yo. Natalia.

Supongamos que entonces oye:

Ssssss… ¡tuc! Ssssss… ¡tuc!

Supongamos que es Ana. Supongamos que avanza con implacable lentitud, renqueando, aferrando el cuchillo con su puñito tenaz. Supongamos que Natalia quiere gritar pero no puede, ya que el terror la ahoga. Supongamos que Ana levanta su puñito y lo descarga una vez, y otra, y otra. Supongamos, en suma, que Ana acuchilla ferozmente a Natalia.

Supongamos que usted no cree nada, absolutamente nada de lo que he supuesto hasta aquí.

Lo conozco. A esta altura del relato, pocos lo conocen como yo. Conozco su racionalismo, su necesidad de tornarlo todo creíble (¿casi verificable?) o su temor ante las grandes aventuras de la imaginación.

No lo desprecio.

Usted es así.

Hubiera deseado narrarle la muerte de Natalia del modo en que supuestamente lo he hecho: con muñeca incompleta, con Taller de Costura y pasillo penumbroso. Hubiera, así, logrado un estilo. Una misma mecánica narrativa para todas las muertes.

Pero imagino sus objeciones. ¿Cómo no habría de aterrorizarse Natalia no bien Ana le mostrase una muñeca sin piernas? ¿Cómo no habría de informarle a Judith? ¿Cómo habría de ir sola al Taller de Costura? ¿Cómo habría de entregarse así?

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