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Authors: José Pablo Feinmann

El cadáver imposible (13 page)

BOOK: El cadáver imposible
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—¿Haría algo por mí? —pregunta Ana.

—Depende —dice Ryan.

—¿Depende… de qué? —pregunta Ana.

—De lo que me pidas —dice Ryan.

Ana permanece silenciosa durante un largo, muy largo momento. Continúa la tormenta: los relámpagos y los truenos. Ana dice:

—Quiero mostrarle algo.

—Qué —pregunta Ryan.

—Lo va a saber cuando lo vea —dice Ana. Sígame.

Salen del Escritorio.

Detesto (se lo he dicho claramente) el traslado de personajes. Salen de aquí. Llegan allá. Abren una puerta. Cruzan un umbral. Recorren un pasillo. Caramba, qué aburrido. Usted lo sabe:
la marquesa salió a las cinco
. Es mortal.

Pero, ¿y si hay algo fascinante, misterioso o prohibido más allá del umbral? Y —digo yo— ¿si los personajes se
trasladan
en busca de un final sorprendente? ¿Y si la marquesa sale a las cinco y le suceden tantas cosas que ya no regresa jamás?

Créame, nuestros personajes se trasladan en busca de su definitivo destino. En el final del traslado están la pasión, lo desmedido y la locura. Hágame caso. Caminemos tras Heriberto Ryan y Ana. No nos vamos a arrepentir.

Recorren, ahora, un largo pasillo penumbroso, apenas iluminado por esporádicas lámparas. Las sonoridades de la tormenta se oyen cada vez más lejanas. Ana avanza renqueando. Heriberto Ryan la sigue.

—¿A dónde vamos, Ana? —pregunta.

—A la cocina —responde Ana.

—Por aquí no se va a la cocina —dice Ryan.

—A la otra cocina —dice Ana.

—No hay otra cocina —dice Ryan.

—Usted sabe que sí —insiste Ana. Hay otra.

—Hace años que está clausurada —dice Ryan. Que nadie la usa.

—Yo la uso —dice Ana.

Y continúan caminando a través del largo y laberíntico pasillo.

¿Los imagina usted? ¿Los ve? Ana con su renquera. Ssssss… ¡tuc! Ssssss… ¡tuc! Y Heriberto Ryan tenso, expectante, preguntándose: ¿qué está sucediendo?

Una luz blanca, contundente, asoma ahora al final del pasillo.

Sí, es la cocina.

—Esa cocina se usaba cuando esto era un Hotel —dice Ryan algo balbuceante, sólo por necesidad de hablar, sólo porque no tolera el silencio. Ahí se hacía la comida de la servidumbre y…

—Eso ya lo sé —dice Ana, secamente. Lo sabe usted y lo sé yo. Así que no perdamos tiempo. No hablemos de cosas que ya sabemos.

Se acercan a la cocina. Ana dice:

—No me pregunte quién colocó otra vez las luces. Fui yo. No me pregunte quién arregló el refrigerador. También fui yo. Estamos aquí por otro motivo.

—¿Cuál? —inquiere Ryan.

—Pronto lo sabrá —dice Ana.

Llegan a la cocina. La puerta del refrigerador está abierta y una niebla helada sale desde allí. La cocina está limpia. Los azulejos brillan. Es como si acabaran de construirla.

Pero es
otra cosa
la que reclama la inmediata atención de Heriberto Ryan. Cerca del refrigerador, envuelta en una niebla helada, hay una mesa. Y sobre la mesa hay algo.

Algo.

Algo que está cubierto por una sábana blanca. Y sus contornos son humanos. Son los contornos de un cuerpo humano.

—¿Qué es eso? —pregunta Ryan.

—Doctor Ryan —dice Ana con un sosiego tan helado como la niebla que surge del refrigerador—, yo nunca fui feliz.

Ryan ha comenzado a transpirar.

Otra vez pregunta:

—¿Qué es eso?

—Sólo fui feliz cuando mi mamá volvió —dice Ana. Porque ella volvió buena. Y dulce. Y generosa. Y me la quitaron, doctor Ryan. Me la quitaron.

—Ana, por Dios —insiste Ryan—, ¿qué es eso?

—Es una muñeca —dice Ana. Usted sabe que yo hago muñecas. ¿No, doctor Ryan?

—Sí —afirma Ryan—, sé que hacés muñecas.

—Usted sabe que mis muñecas son perfectas. ¿No, doctor Ryan?

—Terminemos, Ana —dice, con cierta firmeza esta vez, Ryan. ¿Qué es eso?

—Es mi mejor muñeca —dice Ana. Nunca hice una mejor. Es la más perfecta de todas.

—Quiero verla —dice Ryan.

Ana emite una pequeña risa.

—Claro que la va a ver —dice. Para eso lo traje aquí.

Mírela. Mire mi muñeca, doctor Ryan.

Y, con lentitud, retira la sábana y la deja caer al piso.

Y Ryan ve la muñeca.

Reposa sobre la mesa y está vestida con una blusa azul, una pollera blanca y unos zapatos rojos. Gruesas costuras unen el tronco con el cuello, el tronco con los brazos, los brazos con las manos y las piernas con los pies. Si tiene otras costuras no se ven pues están cubiertas por las delicadas prendas con que Ana la ha vestido.

Heriberto Ryan, retrocediendo unos pasos, golpeado por el asombro, exclama:

—¡Es Elsa Castelli!

—Es mi mamá —dice Ana. Y, con dulzura, añade: —La mamá que volvió para quererme.

Ryan respira agitadamente.

—Ya entiendo —dice. Entiendo todo. Los crímenes. Las mutilaciones. Todo.

—Hice mi muñeca, doctor Ryan —dice Ana. Y es mi mamá. Y es perfecta.

Ryan, siempre agitadamente, dice:

—Es la cabeza de Elsa Castelli. Son los brazos de Rosario. El tronco y los pies de Carmen. Las manos de Judith. Y las piernas de Natalia —mira a nuestra pequeña y exclama: —¡Vos las mataste! ¡Vos sos la asesina! ¡Vos, Ana!

Serenamente, Ana dice:

—Ellas mataron a mi mamá. Y yo las maté para hacerla de nuevo. Para hacer mi muñeca, doctor Ryan.

—Sos una asesina, Ana —afirma Ryan. Vos, tan pequeña. No puedo creerlo.

—No lo traje aquí para que me diga esas cosas, doctor Ryan —dice Ana.

Ryan se paraliza. Un silencio absoluto se instala entre ellos. Ana, luego, insistiendo, afirma:

—No lo traje aquí para que me diga cosas feas. Lo traje para algo muy diferente.

—¿Para qué? —jadea Ryan. ¿Para qué me trajiste aquí, pequeño monstruo?

—¡Basta! —ruge Ana. ¡No me diga eso!

Y hay un brillo terrible en sus ojos. Heriberto Ryan, en verdad, jamás ha visto algo así en toda su vida. Súbitamente descubre que está en peligro.

—Está bien —dice—, no vaya decir nada que te disguste.

Ana sonríe y se sosiega. Dice:

—Tráteme bien, doctor Ryan. Sea bueno conmigo.

—Sí, Ana —dice Ryan. Voy a ser bueno con vos.

—¿Le gusta mi muñeca? —pregunta la pequeña.

—Sí —afirma Ryan.

Ana, satisfecha, vuelve a sonreír. Dice:

—Sólo le falta vivir —y añade: —Usted la hará vivir.

—No veo cómo —dice, manteniéndose aún sereno, Ryan.

Y Ana dice:

—Hágale el amor.

Ryan respira entrecortadamente. Dice:

—Ana, lo que me pedís es demencial.

—No sé qué es eso —dice Ana. No sé qué quiere decir demencial, doctor Ryan. Pero hay algo que sé.

—¿Qué, qué sabés? —pregunta Ryan.

Y Ana dice:

—El amor es tan fuerte que puede revivir a los muertos —hace una breve pausa. Y luego dice: —Bésela, doctor Ryan. Bese a mi mamá en los labios.

—Dios mío, no… no… —balbucea Ryan.

Y Ana dice:

—Hágalo. Las parejas, antes de hacer el amor, siempre se besan.

—¡No voy a besar a ese monstruo! —vocifera Ryan. Vos estás loca, Ana. Eso es un cadáver.

—¡Es una muñeca! —exclama, otra vez furiosa, Ana. ¡Y usted le va a dar vida! ¡Vamos, bésela!

—¡No! —se opone Ryan, retrocediendo. Eso es un cadáver. Un cadáver monstruoso. Un engendro infernal.

—¡No diga eso! —ruge Ana.

Y extrae de una alacena su enorme cuchillo. El terror paraliza a Ryan. No lo duda: con ese cuchillo cometió Ana los asesinatos.

—Ana, por favor —ruega—, no me mates.

Ana aferra el cuchillo con su puñito tenaz.

—Hágale el amor —dice. Hágala suya. Poséala. ¡Poséala!

—Ana, pequeña —dice Ryan—, no puedo… No puedo…

—Usted ya lo hizo —afirma Ana. Yo lo vi.

—Estaba viva cuando lo hice —argumenta Ryan. Ahora está muerta.

—¡Basta! —ruge Ana. ¡Haga lo que le digo! ¡Hágala suya! ¡Poséala! ¡Poséala!

Ryan se acerca al cadáver. ¿Intentará salvar su vida obedeciendo a Ana?

—¡Bésela! —ordena la pequeña. Ryan acerca sus labios a los del cadáver. Ya está por besados, pero, bruscamente, se arroja hacia atrás, asqueado.

—¡No puedo! —exclama. ¡No puedo! Ana, siempre aferrando el enorme cuchillo, se le acerca.

—Usted no es una buena persona, doctor Ryan —dice. Usted no es como Claudio Martelli.

Ryan comienza a sollozar.

—No sé quién es Claudio Martelli —dice. Y ruega: —Por favor, Ana, no me mates. No me mates.

Pero Ana no tendrá piedad con Heriberto Ryan. Era el único ser que podía devolverle la vida a su mamá. Sólo tenía que hacer algo que ya había hecho. Sólo tenía que hacerle el amor. Hacerla suya. Poseerla. Y se niega. No quiere. No quiere darle la vida a su mamá. ¿Merece algo que no sea la muerte, el castigo final, absoluto?

—¡No! —grita Ryan. ¡No!

Pero Ana ya ha descargado el golpe mortal. El cuchillo se hunde en el pecho de Ryan, que abre enormemente sus ojos y hace ¡Argh! y una sangre oscura y abundante inunda su boca y cae, Ryan, de rodillas y aún alcanza a balbucear:

—No, Ana. No…

Y Ana vuelve a descargar su cuchillo. Una y otra vez. Y dice:

—Usted es malo. ¡Es malo, doctor Ryan!

Y Ryan se desploma de bruces contra el piso, muerto, a los pies de Ana.

Nuestra pequeña lo observa largamente. La sangre del desdichado Ryan humedece sus zapatos. Ana abre su manita y deja caer el cuchillo. Ya no lo necesita.

¿Qué hace ahora?

Se acerca hacia la mesa sobre la que reposa el
cadáver-muñeca
. Toma una de sus manos —unida al brazo por una sólida costura— y la retiene entre las suyas. Y unas lágrimas brillosas y lentas se deslizan desde sus ojos claros.

Ana llora.

Sufre. Ama a su mamá y sufre. ¿Quién la volverá a la vida? ¿Qué amor la hará revivir? ¿Alcanzará el suyo, inmenso como el mar? ¿Alcanzará su amor?

Y Ana dice:

—Volvé, mamá… Te quiero tanto… Te necesito… Te quiero, mamá… Volvé… Por favor, volvé…

Y entonces…

¿Lo creerá usted, señor Editor?

¡Los dedos del
cadáver-muñeca
comienzan a moverse! Uno, y otro, y otro más. Es como si se desperezaran. Como si volvieran a vivir. Precisamente así: como si volvieran a la vida tras un largo y profundo sueño. Y luego, con lentitud, pero con una voluntad inexorable, también el brazo comienza a moverse, y se desplaza, se levanta, y la mano, la mano cosida a ese brazo, busca, ahora, los cabellos dóciles de Ana y los acaricia. Los acaricia con infinita ternura. Y Ana, con esa misma ternura, con la misma infinita ternura con que la mano del
cadáver-muñeca
acaricia sus cabellos, Ana, nuestra pequeña, aún con esas lágrimas lentas brillando en sus ojos, lágrimas que ya no son de dolor, sino de gratitud, de honda alegría, dice:

—Volviste, mamá… Volviste… Volviste…

Sólo el amor puede revivir a los muertos.

Sin más, aprovecho la oportunidad para saludarlo muy atentamente,

Heriberto Ryan.

Director del Reformatorio para Mujeres

«Coronel Andrade»

POSDATA:

¡Cuántas cosas se preguntará usted! Sobre todo, una: si yo, Heriberto Ryan, he sido el narrador de este relato, ¿cómo es posible que haya muerto en él? ¿Quién escribirá la versión definitiva?

Y también: ¿no era Heriberto Ryan un hombre de escasa cultura? Vamos, ¿se creyó esto? ¿No le hizo sospechar lo contrario que escondiera su whisky tras el Ulises? y (se preguntará) también: ¿no bebía excesivamente? ¿No será todo esto el farragoso resultado de los delirios de un borracho?

Le admito algo: de todos los cadáveres de esta historia, el único imposible es el de Heriberto Ryan, el encargado de narrarla. Pero, señor Editor, ya conoce usted mi concepción de la literatura. Se la dije desde un principio, cuando le hablé de mi programa literario. Escribí para seducirlo, para engañarlo. La literatura, para mí, es irrealidad, ficción, mentira. En pocas palabras: un cadáver imposible.

Publique el texto así. Con mis vacilaciones, con mis adjetivos y mis adverbios, con mis notas a pie de página, con mi intolerable vanidad, que usted ha tolerado si llegó hasta aquí.

Pero sobre todo: no deje de publicarlo. Le va en ello la vida. ¿Recuerda la
boutade
de Flaubert cuando le preguntaron quién era Mme. Bovary? ¿Qué cree que respondería yo si me preguntaran quién es la pequeña Ana? Respondería: la pequeña Ana soy yo. Y, si usted insistiera en la desagradable idea de no publicar el texto, lo visitaría cualquiera de estas noches, renqueando, con un enorme cuchillo en mi diestra.

No habrá versión definitiva. No la espere. No tocaré una sola coma. No correrá ni más ni menos sangre de la que ha corrido. Morirán todos los que mueren y vivirán los pocos que han logrado sobrevivir.

Caramba, ¿tengo que decírselo?

Esta carta es la novela.

Y usted acaba de leerla.

JOSÉ PABLO FEINMANN, nació en Buenos Aires en 1943. Es licenciado en Filosofía y fue profesor universitario en la Universidad de Buenos Aires durante los primeros años de la década del 70.

Entre sus libros, considera
Filosofía y Nación
(1982) como su mejor ensayo, y
La astucia de la razón
(1990) como su mejor novela. Publicó además
El peronismo y la primacía de la política
(1974),
Últimos días de la víctima
(1979),
Ni el tiro del final
(1982),
Estudios sobre el peronismo
(1983),
El mito del eterno fracaso
(1985);
El ejército de ceniza
(1986),
La creación de lo posible
(1986),
López Rega, la cara oscura de Perón
(1987),
Escritos para el cine
(1988),
El cadáver imposible
(1992) y
Los crímenes de Van Gogh
(1994) —«una novela bizarra, extravagante y rara»— dice Feinmann.

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