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Authors: José Pablo Feinmann

El cadáver imposible (8 page)

BOOK: El cadáver imposible
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Y, sin más trámite, Carmen eleva el hacha y luego la descarga sobre el cuello de Elsa Castelli, decapitándola.

Bien, me detengo. No quiero asustarlo.

Podría haber escrito: «Un chorro de sangre brota de la garganta de Elsa Castelli y mancha las manos y el delantal de Carmen, quien dice: —Tiene en las venas más sangre que veneno esta hija de puta»'. Pero no. Me resisto a detallarle los pormenores de este descuartizamiento.

Le bastará con saber que Carmen, una vez cometida su tarea, cede el hacha a Rosario, quien corta los brazos de Elsa Castelli. Y que Rosario cede el hacha a Judith, quien corta las manos. Y que Judith cede el hacha a Natalia, quien corta las piernas. Y que, por fin, Carmen reclama el hacha una vez más y argumenta que desea cortarle, siempre a Elsa Castelli, claro, los pies, y que, en efecto, así lo hace, porque alza y descarga el hacha, seccionándoselos.
[16]

¿Sería exagerado escribir «un río de sangre se desliza desde la mesa hasta el piso, inundándolo»? Es posible. Sería, según suele decirse, cargar las tintas. Pero, ¿cómo evitarlo cuando, en verdad, el cuerpo de Elsa Castelli estaba cargado de tinta, o, más precisamente, de sangre? ¿Cómo evitarlo cuando, ahora, ante la mirada atónita de las cuatro conjuradasdescuartizadoras, los trozos aún palpitantes de Elsa Castelli literalmente flotan sobre un dilatado charco de sangre? ¿Cómo evitar, entonces, escribir lo que Carmen dijo? Carmen dijo:

—Tiene en las venas más sangre que veneno esta hija de puta.

Y Judith se encoge de hombros, indiferente ya, y guarda el hacha entre las bolsas de carbón, y dice:

—Abran el horno.

Todas lo saben: en ese horno quemó Elsa Castelli el cadáver de Sara Fernández. Prolijamente, le han reservado el mismo destino.

Prolijamente, también, recogen los pedazos de Elsa Castelli: una pierna, otra, un brazo, otro, un pie, otro, una mano, la cabeza. Y abren el horno, y un resplandor rojizo les arde en el rostro, y comienzan a arrojar, allí dentro, los pedazos. Y luego, una vez concluida esta tarea, por decirlo así, macabra, cierran el horno, se miran unas a otras, no pronuncian palabra alguna, y salen de la Caldera rumbo al Dormitorio.

—Tengo sueño —dice Carmen. Y bosteza.

La venganza ha sido perpetrada.

¿Todo ha concluido?

No.

Una puerta lateral, pequeña, inadvertible, se abre pesarosamente, emitiendo un quejido prolongado, casi humano. Y aparece Ana, acostumbrada ya a ver espectáculos sorprendentes por las rendijas de las puertas.

Sigilosa pero veloz, sabiendo que no tiene tiempo que perder, que el fuego del horno es devastador, y que en pocos minutos no quedarán allí ni los huesos de la descuartizada, se apodera de una bolsa (hay, allí, supongamos, ¿por qué no?, varias bolsas vacías), corre hacia el horno, lo abre y extrae la cabeza de Elsa Castelli.

La cubre con la bolsa y, fugaz, se escabulle, escapa con su extraño cargamento, y ya no la vemos.

Lo sé.

Usted se está preguntando: ¿cómo hizo Ana para extraer del horno la cabeza de Elsa Castelli? ¿No se quemó? ¿No se quemó las manos, la cara?

Veamos. ¿Y si usó un rastrillo? ¿Una escoba? ¿La mismísima hacha con que las reclusas fragmentaron a Elsa Castelli?

Sólo algo importa. Ana extrajo del horno esa cabeza.

Y, con ella, ha desaparecido.

De este modo, he concluido de narrarle la secuencia del asesinato y descuartizamiento de Elsa Castelli.

Implacable, mi novela avanza.
[17]

Durante las primeras horas de la mañana siguiente, muy temprano, cuando aún es fría y neblinosa la luz que penetra a través de los grandes ventanales (¿le dije que el Reformatorio —que fue, según sabemos, un gran hotel— tiene grandes ventanales?), una encargada de limpieza, de nombre, pongamos, Liliana, se detiene, entre asombrada y temerosa, ante la habitación de Elsa Castelli. ¿Qué ha visto? Nada que pueda aterciopelarle los nervios. De allí, debajo de la puerta de la habitación, surgen, como si dibujaran la garra de algún pájaro letal, cuatro espesas líneas de sangre, cuatro ríos rojos, ya no fluyentes, sino coagulados.

Liliana corre en busca de Heriberto Ryan y le comunica su descubrimiento. Heriberto Ryan toma su chaqueta, que había colgado en uno de los cuernos de la cabeza de ciervo que hay en su Escritorio, se la pone y se lanza a caminar velozmente en busca de la habitación de Elsa Castelli. Llega y, sin vacilar, abre la puerta.

La cama está revuelta y cubierta de sangre.

—¡Qué horror! —exclama Liliana.

—Llamen al doctor Posadas —ordena Ryan. Liliana parte en cumplimiento de tal cometido.

Ryan, sereno, decidido a enfrentar lo que ya presiente, es decir, lo peor, observa la sangre sobre el piso y advierte que, prolongando los cuatro ríos rojos, más allá, también hay sangre, aunque no ya líneas espesas, sino gotas, y que esas gotas marcan un camino, un itinerario de muerte.

Aparecen dos celadores, cuyos nombres son, pongamos, Luis y Alberto.

—¿Qué pasó, doctor Ryan? —pregunta Luis.

—Síganme —dice, lacónico, Ryan.

Y parten tras el rastro de las gotas de sangre. Así, no demoran en llegar a la Caldera. O quizá sí: algo demoran. Pero ya están aquí.

El lugar, lo sabemos, está ¿
ominosamente
? cubierto de sangre.

—Dios mío —dice Ryan—, cuánta sangre.

Uno de los celadores —¿Alberto?— dice:

—Mire eso, doctor.

Y señala la mesa.

Ryan mira. Y la mirada se le nubla, y cree que ya se desmaya, que se derrumba ante semejante horror. Pero no. Se rehace y vuelve a mirar.

¿Qué ve?

Sobre la mesa hay una mano.
[18]

Luis y Alberto, al unísono, sin creer aún en lo que ven, dicen:

—Una mano.

Repuesto, Ryan dice:

—Sí, una mano.

La mano está rígida, ensangrentada, semeja una gran araña quieta, allí, sobre la mesa.

—Abran el horno —ordena Ryan.

Luis y Alberto abren el horno. Sólo hay cenizas.

—Si la arrojaron allí, ya nada queda —dice Ryan.

Aparece Liliana y dice:

—Llegó el doctor Posadas.

Aparece el doctor Aníbal Posadas, con su bigote. Ryan, incrédulo, lo mira y pregunta:

—¿Cómo llegó tan rápido?

—Es mi día de visita —dice Posadas. Acababa de llegar.

—Venga —dice Ryan—, mire esto.

Aníbal Posadas se acerca a la mesa y mira la mano. —Es una mano —dice.

—Han descuartizado a Elsa Castelli —afirma, algo dramáticamente, Ryan.

—¿Cómo lo sabe? —pregunta Posadas.

—Esa mano… es su mano —dice Ryan.

—¿Cómo lo sabe? —pregunta, otra vez, Posadas.

—Fíjese en el dedo anular —dice Ryan. Tiene un anillo.

Posadas, con esa familiaridad que los médicos tienen con lo repugnante, toma la mano y la analiza.

—Así es —confirma. Tiene un anillo.

—Y el anillo… ¿no tiene unas iniciales? —pregunta Ryan.

Posadas observa el anillo. Hay allí, en efecto, unas iniciales.

E.C.

—Sí —afirma Posadas—, son las iniciales de Elsa Castelli —mira a Ryan y pregunta: —¿Cómo lo sabía?

Algo turbado, Ryan responde:

—Soy muy observador —y luego, con mayor firmeza, dice: —Tenga cuidado, doctor. Sería lamentable que esa mano se le cayera. Es lo único que nos queda de ella.

—Quédese tranquilo —dice Posadas. Y vuelve a colocar la mano sobre la mesa. Y dice: —No sé si con esto alcanza para un certificado de defunción. Pero, honestamente, me sorprendería encontrar con vida a quien alguna vez poseyó esa mano.

Heriberto Ryan extrae un pañuelo del bolsillo de su pantalón, lo coloca sobre la mano, y de este modo, se anima a tomarla. Lo hace con extrema cautela.

—Sígame —le dice a Posadas.

Ryan se dirige a su Escritorio. Una vez allí ordena que llamen al cura O'Connor. La mano, ahora, reposa sobre la mesa-escritorio, la misma en la que Ryan hiciera el amor con Elsa Castelli ante los ojos sorprendidos de la pequeña Ana.

Cuando el cura O'Connor se presenta ante él, Ryan le dice:

—Tengo algo que pedirle.

—Qué —pregunta, secamente, O'Connor.

—Es un pedido extraño —dice Ryan. Pero también es extraño lo que ha ocurrido. Extraño y terrible.

—Estoy enterado —dice O'Connor. Qué quiere pedirme.

Ryan señala la mano y dice:

—Hay que darle a esta mano cristiana sepultura.

—Me niego —dice O'Connor. Y argumenta: —Si Elsa Castelli no permitió que le diéramos cristiana sepultura al cuerpo entero de Sara Fernández, no veo por qué debemos darle cristiana sepultura a sólo una mano de Elsa Castelli.

—¿Qué ocurre, padre? —pregunta Ryan. ¿Ya no sabe perdonar? ¿Ejercita usted la ley del Talión?

—A veces es difícil perdonar —afirma O'Connor—, Elsa Castelli fue excesivamente cruel con Sara Fernández.

Ryan insiste. Dice:

—Es cierto que Elsa Castelli fue excesivamente cruel con Sara Fernández. ¿Pero su crueldad nos obliga a ser crueles con ella? —señala la mano, y, con densa convicción, afirma: —Hay que enterrar cristianamente esa mano. Es todo cuanto nos queda de Elsa Castelli. Es como si fuera enteramente su cuerpo.

El padre O'Connor llena de aire sus pulmones y luego resopla entre el fastidio y la resignación.

—De acuerdo —afirma. Daremos a esa mano cristiana sepultura.

—Antes hay que hacer un velatorio —dice Ryan.

—No sea ridículo —ruge, casi, O'Connor. ¡Velar una mano! Alcanzará con enterrarla.

—Acepto —dice Ryan. Le encargaré al carpintero un ataúd.

—¿De qué medida? —pregunta ¿irónicamente? O'Connor.

—De la medida de la mano, por supuesto —responde Ryan.

O'Connor nada dice, resopla otra vez y sale del Escritorio. Ryan y Posadas quedan solos en medio de un silencio prolongado e incómodo, como son, casi siempre, los silencios prolongados. Por fin, Ryan dice:

—Vea, Posadas, quiero que entienda bien lo que voy a decirle.

—Lo escucho —dice Posadas.

—Ni una palabra de todo esto en la ciudad —dice Ryan. Si para algo habrá de servimos estar aquí, lejos, en medio de los vientos de la pampa, será, al menos, para que estos horrores no trasciendan.
[19]

—Seré una tumba —promete Aníbal Posadas, recurriendo a un lenguaje a tono con las circunstancias.

Esa tarde, en el descampado que se extiende detrás del Reformatorio, en un pequeño ataúd, es enterrada la mano de Elsa Castelli. El padre O'Connor, con una indisimulable falta de convicción, santifica la ceremonia, y Heriberto Ryan, tal como ya comienza a ser costumbre, dice algunas palabras. Dice:

—Esta mano que aquí enterramos es todo cuanto nos ha quedado de Elsa Castelli. Pero es un símbolo. Esta mano supo ser dura y supo imponer el Orden en este Reformatorio. La mejor manera de recordarla será, entonces, conservar el Orden que supo imponer. Que así sea.

¿Será así?

Es así. Un crimen es un crimen. Nadie esperaba la muerte de Elsa Castelli. Ni los celadores ni las reclusas.

Ni los que se sentían amparados por su poder ni las que se sentían sometidas por su terror. Una áspera paranoia cunde en el Reformatorio. Los celadores tienen miedo porque ignoran si la muerte de Elsa Castelli no ha sido sino el comienzo de una agresión criminal contra los que representan el Orden. Las reclusas tienen miedo porque ignoran si la muerte de Elsa Castelli no traerá represalias, feroces venganzas que sólo podrán cumplirse al costo de sus vidas.

Ana se refugia en su Taller de Costura. Hace y deshace sus muñecas. Ninguna le gusta.

Cierta tarde se detiene ante la que fuera la habitación de Elsa Castelli. Abre la puerta y entra. La habitación está vacía. No está la cama, ni las sillas, ni la biblioteca, ni las revistas. Y, sobre todo, no está el televisor. ¿Qué habrá sido de las vidas de Claudio Martelli y Marisa Albamonte?

Ana lo sabe: Claudio Martelli y Marisa Albamonte han muerto. Y no los mató Sebastián Cardozo. Fueron asesinados por quienes ultimaron a Elsa Castelli, porque con Elsa Castelli; para siempre, desaparecieron Claudio y Marisa. Desapareció la cita infalible de las cuatro de la tarde. Desapareció la telenovela.

Los días transcurren grises, sin dejar huella alguna. ¿Languidece nuestra historia? ¿Se detiene nuestro crescendo? ¿Ya no nos dirigimos hacia un clímax?

Desearía que no se hiciera este tipo de preguntas. A esta altura de los sucesos, desearía que, definitivamente, confiara en mi destreza narrativa. Mi historia (o, generosamente,
nuestra
historia, ya que usted publicará la edición en lengua española) no languidece, su crescendo no se detiene, ni su clímax ha dejado de ser su horizonte obstinado.

Así las cosas, continúo.

Un día, apenas unos días luego de la muerte de Elsa Castelli, Ana visita la cocina del Reformatorio. ¿Hace frío? ¿Hace calor? ¿Es invierno, verano, primavera? ¿Observó usted la irrelevancia climática de este relato? ¿Se debe a que transcurre en un ámbito cerrado? No lo sé. Quizá cuando escriba el texto definitivo introduzca algún señalamiento de este tipo: calor, frío, lluvia.

Sí, no debo olvidado: lluvia. Sobre todo, lluvia. ¿O no necesita este relato una estrepitosa tormenta? Ya se vera.

Ana, decía, visita la cocina. La recibe una mujer más precisamente voluminosa que gorda, no sé si me explico. Tiene casi setenta años y se llama Laura. Acaricia los cabellos rubios de Ana, sonríe y le pregunta para qué ha venido a visitarla. A su espalda hay cacerolas, cucharas, espumaderas y; entre tantas otras cosas que sería interminable detallar, hay, cuidadosamente sujetos a la pared, cinco cuchillos. Cinco, en verdad, enormes cuchillos. Laura dice:

—Tanto tiempo, Ana. Tanto tiempo sin verte. Dialogan, luego, sobre algunas insustancialidades, que, como tales, poco importan. Hasta que Ana dice:

—Alguna vez me contaron que antes había dos cocinas en este lugar —y pregunta: —¿Ahora hay una sola?

La voluminosa Laura responde:

—Ahora sí. Antes, cuando esto era un Hotel y no un Reformatorio, había otra. Qué hermosos tiempos fueron esos, Ana. Cuánta gente importante venía por aquí.

—Entonces… ¿había dos cocinas? —pregunta Ana.

—Sí —responde Laura. Había ésta y otra más chica, en la que se hacía la comida de la servidumbre.

—¿Y dónde está la otra, la más chica? —pregunta Ana.

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