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Authors: José Pablo Feinmann

El cadáver imposible (3 page)

BOOK: El cadáver imposible
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Separadas las piernas, los brazos en jarra, se planta frente a ellas, las reclusas, un severo Felisberto López. El viento caliente de la pampa agita su abundoso bigote. Es la hora del crepúsculo y las sombras se alargan sobre el piso del patio. Detrás de López, del Jefe, separadas también las piernas, y también los brazos en jarra, se alinean los celadores, supongamos diez o doce; supongamos, si son diez, seis hombres y cuatro mujeres, y, si son doce, siete hombres y cinco mujeres. En fin, algo así

Las reclusas aguardan expectantes. El silencio es total. ¿Al fin la disciplina? No: súbitamente se oye una ventosidad ruidosa o cuesco. Las reclusas ríen. Felisberto López vocifera:

—¡Silencio!

Otra vez el silencio. Felisberto López, ya no vociferando, pero con firmeza y convicción, dice:

—Vean, señoritas, aquí se acabó la joda. Si pensaron que yo era un débil, se equivocaron. Si confundieron mi bondad con estupidez, también se equivocaron. Y si piensan que no soy capaz de cambiar las cosas, se equivocan todavía más.

Ana, entre las reclusas, escucha las palabras llenas de sonido y de furia de Felisberto López. Contra su pecho, sostiene a una de sus muñecas. López continúa:

—¡Orden, disciplina y decencia! ¡Esto es lo que quiero y esto es lo que voy a conseguir!

Las venas de su cuello se han enrojecido, tal es su furia. Cunde el asombro entre las reclusas. ¿Hasta ese extremo había contenido su ira Felisberto López? ¿Es, entonces, un hombre temible?

¿Conseguirá doblegarlas? Entre tanto, y ya no sólo con firmeza y convicción,
sino otra vez vociferando
, prosigue López:

—El estado de labilidad moral en que este Reformatorio se encuentra… ¡acabará para siempre! Entendieron, ¿no? ¡Acabará para siempre! ¡Para siempre!

Y entonces —¿lo creerá usted, señor Editor?— una de las venas hinchadas y rojas del cuello de Felisberto López (la
más
hinchada y la más roja, por supuesto) estalla. Sí, no ha leído mal: estalla. Y la sangre brota tan abundosamente como abundoso es el bigote de Felisberto López, quien, pobre hombre, lleva sus manos al cuello, ruge ¡Argh! y se desploma contra el piso, todavía vociferando:

—¡Para siempre! ¡Para siempre! ¡Para ssssss…!

Y se muere, sin más, como un perro, y tal como, él lo estaba diciendo:
para siempre
. ¿Un aneurisma? ¿Hipertensión arterial? ¡Vaya uno a saber! Y además, ¿importa acaso? No demorará usted en comprender que Felisberto López debía morir aquí, en esta secuencia del relato. Poco, pues, importa la causa. De modo que así está ahora: muerto, allí, contra el duro piso del patio, sumido en su propia sangre, como un espectáculo final y grotesco que se ofrece a la visión ávida de las reclusas, quienes, al verlo morir, exclaman:

—¡Bravo! ¡Reventó! ¡Viva! ¡Se hizo mierda!

No le ocultaré que la muerte de Felisberto López es la
única
muerte natural de este relato, si es que existe algo así como eso que se da en llamar muerte natural, cosa que yo no creo, pues, como cierta vez leí en alguna parte, no hay muerte natural, ya que lo que siempre lo mata a uno es algo, desde una gripe hasta un cáncer. Pero, tampoco se lo ocultaré, podemos, sí, definir como natural la muerte de Felisberto López porque es el único personaje de este relato que no muere asesinado por
otro
personaje.

Reconocerá usted, de cualquier modo, que aun cuando haya sido natural, no por ello esta muerte ha dejado de ser exquisitamente violenta. Supongo que habrá visualizado la escena: una vena que se hincha con desmesura y estalla. Y la sangre a borbotones, y un hombre que se lleva las manos al cuello y lanza un doloroso rugido (¡Argh!) y se desploma contra el piso. ¿No es acaso, la de Felisberto López, una sangrienta muerte natural? ¿Pude haberle ofrecido algo mejor? No lo creo.

Pero sigamos, pues nada perjudicaría más a mi narración que solazarme con sus hallazgos parciales. ¿Qué hacen ahora las reclusas? La muerte de Felisberto López las solivianta. Comienzan a saltar, a bailar de alegría y a decir frases terribles como «¡Reventó ese pelotudo!». Y arrojan más cuescos o ventosidades ruidosas; una modalidad que, según hemos visto, utilizan tanto para expresar su disconformidad como su alegría.

Los celadores, por su parte, permanecen inmóviles, no atinan a nada. Sostienen, sí, entre sus puños, poderosos bastones de goma, pero nada los impulsa a la represión. Necesitan un jefe, alguien que les grite órdenes, que piense y resuelva por ellos. ¿Quién? No Felisberto López, desde luego, ya que el desdichado Felisberto yace sobre un impúdico charco de sangre, que cada vez se dilata más, como si la sangre de este pobre hombre fuera tan infinita como los deseos que reprimió en vida.

Aparece entonces Heriberto Ryan. Acaba de abrir la pesada puerta que comunica el (amplio, ¿recuerda?) patio con el resto del Reformatorio y sostiene un revólver en su diestra. Algunas reclusas lo ven. Otras no. Otras continúan bailando salvajemente y lanzando sus cuescos. También los celadores lo han visto. A Heriberto Ryan. Y bien, ¿qué hará?

Como dicen los políticos:
que nadie se llame a engaño
. Esta aparición levemente espectacular de Ryan no deberá hacernos olvidar lo que ya hemos dicho de él: es un pobre tipo. No tanto, quizá, como Felisberto López. Pero ahí.

Ryan eleva su diestra y dispara tres veces al aire. Es decir:

¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!

Y otra vez el silencio. Todos, reclusas y celadores, miran ahora al Director del Reformatorio, quien dice:

—Respetemos a los muertos.

Extraña frase, en verdad. ¿No lo ha sorprendido? Lo previsible era que Heriberto Ryan ordenara a las reclusas que se aquietaran, que hicieran silencio y que se marcharan a los dormitorios. Pero no: pidió respeto por el finado Felisberto López. Una manera, pensará usted, de decir lo mismo. Pero, vea, no exactamente, ya que Heriberto Ryan no vociferó «¡Orden, disciplina y decencia!», sino que dijo:

—Respetemos a los muertos.

Y fue tan extraña la frase que tuvo el (extraño) poder de sosegar a las reclusas, quienes abandonaron sus bailes salvajes y, por sí mismas, sin que nadie lo sugiriera u ordenara, marcharon a los dormitorios.

A Felisberto López, esa noche, lo velaron y, al día siguiente, lo enterraron en el descampado que se extiende detrás del Reformatorio. Se cavó un foso y una tierra húmeda y fresca recibió generosamente el féretro con Felisberto y su vena reventada. Sólo a algunas de las reclusas se les permitió asistir al sepelio. Entre ellas, Ana. El cura O'Connor, que oficia misa todos los domingos en la pequeña capilla del Reformatorio, santifica la ceremonia. Y Heriberto Ryan dice algunas palabras.

—Este hombre —dice— ha muerto en el cumplimiento de su deber. No era valiente, no era inteligente, no era muchas cosas más. Pero era, creo, un hombre bueno. Que Dios lo reciba y perdone sus pecados, que, como sus talentos, nunca fueron muchos.

El cajón es devorado por la tierra y un escalofrío recorre la espalda de la pequeña Ana. ¿Todo termina así? ¿Así es el final? ¿Muere el alma con el cuerpo? ¿Existe algo más allá de la tumba? Curiosas preguntas, dirá usted, para una joven de catorce años. Pero no es así: la metafísica lo asedia a uno siempre que asiste a un entierro. ¿Podría, en consecuencia, ocurrir algo distinto con Ana? ¿No es acaso sensible, introvertida, afecta a la meditación?

Transcurren algunos días. La situación en el Reformatorio es caótica. Las reclusas, libradas a su arbitrio, incurren en actos de gran impudicia, se emponzoñan, se envilecen. No hay orden, ni disciplina, ni decencia. Los celadores, sea en los dormitorios, en el comedor o en el patio, no se animan a usar sus bastones de goma, pues temen las represalias de las reclusas. En su Escritorio, en cuya puerta una inscripción reza
Director
; Heriberto Ryan permanece impotente. Se restrega las manos y con un arrugado pañuelo se seca el sudor de la cara. También, con frecuencia, extrae de su biblioteca una gran botella de whisky que esconde tras el
Ulises
y bebe; bebe, quizá, excesivamente.

Ana, nuestra pequeña, permanece en cama durante estos días alborotados.
[6]

Lee, solitaria, inocente, una edición infantil de
Moby Dick
. ¿Tienen algo en común Ana y el Capitán Ahab? Si bien a nuestra pequeña no le falta una pierna, recordemos que en ciertos momentos de este relato será coja. Algo en común, pues, Ana y Ahab, tienen. Y además, señor Editor, y perdone que incurra en una reflexión tan transitada, ¿quién no busca en este mundo su ballena blanca? ¿Cuál es la de Ana?

Cierto día, durante el almuerzo, hace su aparición Heriberto Ryan. Las reclusas se sorprenden. Este hombre de escaso coraje, ¿se habrá animado finalmente a enfrentar la situación? Los celadores esgrimen sus bastones de goma y hacen sonar sus silbatos. Ryan vocifera:

—¡Silencio!

Más por curiosidad que por obediencia, las reclusas acallan sus gritos y sus habituales cuescos. ¿Qué novedad traerá este hombre pequeño, de anteojos de vidrios gruesos, semicalvo y con abdomen ya abultado? Ryan no demora en aventar este interrogante. Dice:

—No tengo nada que decirles. Para mí, ya no hay lugar para las palabras.

¿Cuál es entonces la novedad?

Ryan continúa:

—Sólo quiero presentarles a alguien. A la persona que impondrá el orden y la decencia en este abismo infernal —hace una breve pausa y, señalando hacia la puerta del Comedor, añade: —Les presento al nuevo jefe de Celadores.

Y entonces aparece una mujer alta, rubia, cuyo rostro no nos es desconocido. Y mucho menos lo es, ese rostro, desconocido para la pequeña Ana, ya que, señor Editor, la mujer que acaba de entrar por la puerta del Comedor del Reformatorio es
idéntica
a la madre de nuestra pequeña. Idéntica, es decir: se le parece como se parecen entre sí dos gotas de agua.
[7]

La mujer viste un traje sastre gris y ha peinado sus cabellos rubios con un rodete. De su cintura cuelga una cartuchera. Severamente, dice:

—Me llamo Elsa Castelli.

El asombro se dibuja en los ojos de la pequeña Ana. Elsa Castelli es su madre. Físicamente, al menos, no hay nada que la diferencie de la mujer que encontró una muerte atroz en aquella cocina, recordemos, trágica.

Elsa Castelli mira a las reclusas. Las reclusas miran a Elsa Castelli. El silencio es absoluto. Elsa Castelli pregunta:

—¿Quién es la peor de ustedes, la más perversa?

Sara Fernández, una joven de diecisiete años, robusta y fuerte, se abre paso entre sus compañeras. Elsa Castelli le clava su mirada. Sara Fernández se detiene a casi tres metros del nuevo Jefe de Celadores, es decir, de Elsa Castelli. Y dice:

—Aquí, la peor, la más perversa, soy yo —y, desafiante, añade: —Las otras son ángeles al lado mío.

Elsa Castelli, entonces, sin hesitar, extrae un revólver de su cartuchera, apunta a Sara Fernández y le descerraja, prolijamente, un balazo entre ceja y ceja. Y Sara Fernández, que tenía diecisiete años, que era robusta y fuerte, y que decía ser la peor, la más perversa de sus compañeras, cae contra el piso, muerta; y, tal como Felisberto López,
para siempre

Azoradas, paralizadas por el espanto, a nada atinan las reclusas. Oscuramente comprenden que les aguardan horas inciertas, difíciles, que esa mujer que ahora introduce en su cartuchera el revólver con el que ha ultimado a Sara Fernández, es el más feroz enemigo que jamás las enfrentó.

¿Y Ana? ¿Qué ocurre con nuestra pequeña? Ana cree que Elsa Castelli es su madre que ha regresado, y que lo ha hecho no para asesinar a Sara Fernández, no para imponer el orden de los camposantos en el Reformatorio, sino para vengarse, para infligirle el castigo que ella, Ana, merece por haberle dado muerte en aquella cocina, recordemos, fatal. De modo que su espanto es aún mayor que el de las otras reclusas, ya que se siente el blanco último de la ira letal de Elsa Castelli, quien, ahora, señalando con un gesto desdeñoso el cadáver de Sara Fernández, dice:

—Ahí la tienen. Esa infeliz era la peor, ¿no? Bueno, ya está reventada. Supongo que con ustedes vaya tener menos problemas —y dirigiéndose a los celadores, ordena:

—Sáquenla de aquí.

Dos hombres corpulentos levantan el cadáver de Sara Fernández y se lo llevan. Un silencio tangible invade el recinto. ¿Cuánto dura? ¿Un minuto? Digamos un minuto. Luego, Elsa Castelli dice:

—Como habrán visto, aquí rige la pena de muerte. Yo voy a ser el juez y también el verdugo. Voy a decidir quién va a vivir y quién va a morir. Y a la que tenga que morir… la mato yo.

Elsa Castelli se pasea entre las reclusas. Lenta, ¿
inexorablemente
?, se acerca hacia la pequeña Ana. Se detiene a su lado, la mira con fijeza y le pregunta:

—¿Cuántos años tenés?

—Catorce —responde Ana.

—Parecés más jovencita —dice Elsa Castelli. Y pregunta:

—¿Cuál es tu nombre?

—Ana —responde Ana.

—Portate bien y vas a vivir —dice Elsa Castelli. Y luego, enfrentando a las restantes, añade: —Y lo mismo vale para todas ustedes. ¡Pórtense bien y van a vivir! —súbitamente, como si un temblor la arrasara, lanza una carcajada violenta. Y luego, súbitamente también, se aquieta y dice: —El problema es… ¿qué diablos entiendo yo por portarse bien? Eso, lo juro, no lo sabrán nunca. Nunca van a conocer las causas por las que en este lugar se podrá vivir o se podrá morir. Eso, chicas, es el terror. Y yo soy el terror.

Dicho lo cual, vuelve a mirar a las reclusas como si tuviera el poder de mirarlas a todas, es decir,
a cada una de ellas
, una tras otra, amenazadoramente, y se retira. Tras sus pasos, sale Heriberto Ryan. El silencio ya no sólo es tangible, es mortal. Ni un solo cuesco. Todo ha cambiado.

Los celadores, por su parte, parecen despertar de un largo sopor, de un largo sueño apático, quizá cobarde. Ahora son brutales, ¿
incontenibles
? Golpean a las reclusas con sus bastones de goma y las insultan ferozmente.

Pero las sorpresas no han terminado aún. Como una exhalación, Elsa Castelli entra nuevamente en el Comedor. Y ruge:

—¡Basta, idiotas! —los celadores se detienen. Elsa Castelli dice: —El descontrol y la impunidad me pertenecen. Ustedes limítense a vigilar el orden. Si hay orden, no se le pega a nadie. ¿Está claro?

Los celadores responden:

—Sí, señora.

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