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Authors: José Pablo Feinmann

El cadáver imposible (4 page)

BOOK: El cadáver imposible
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Elsa Castelli, con una calidez tan sorprendente e inesperada como su furia, dice:

—Sigan comiendo, chicas.

Y, ahora sí, sale del Comedor.

Esa noche, en el
amplio
Dormitorio, junto a las otras reclusas, Ana duerme agitadamente. Da vueltas y vueltas en su cama. Un sudor frío brilla en su rostro. ¿Qué sueños, o, mejor aún, qué pesadillas mortifican el reposo de nuestra pequeña? Una sola y recurrente, obsesiva. Ana se sueña en un camposanto, de noche, ante una tumba. De la tumba sale una mano, Ana aferra esa mano y tira de ella; aparece, entonces, su madre, allí, surgiendo de esa tumba, removiendo la tierra húmeda y oscura, su madre ensangrentada, con el enorme cuchillo aún clavado en su pecho, y Ana forcejea, y su madre ya está libre hasta más allá de su cintura, y Ana ya cree que la rescata, que es suya otra vez, y, bruscamente, no, una fuerza ciega, desconocida y poderosa, comienza a hundir nuevamente a su madre en la tumba, y la tierra húmeda y oscura la devora como una ciénaga implacable, y la madre grita «¡Salvame! ¡Salvame!», y Ana extrema sus fuerzas, pero es inútil, la fuerza que surge de la tumba puede más que la suya, y su madre se pierde en busca del corazón de las tinieblas, bajo la tierra, para siempre, y Ana se despierta y grita:

—¡Mamá!

Y nadie le responde, ya que sus compañeras duermen y una hebra de luz anuncia el nuevo día filtrándose por los ventanales, y Ana seca el sudor de su rostro, y apoya su cabeza sobre la almohada, y permanece así, tiesa, mirando algún impreciso lugar del techo, con el pavor aún asomándole en los ojos.
[8]

Sin embargo, ese pavor va disminuyendo. La pesadilla ha sido terrible, como lo son todas. Pero su mensaje, bien mirado, fue alentador: la madre de Ana, lejos de odiarla, le rogaba que la salvara, que la liberara del ahogo postrero de la tumba. «¡Salvame!», gritó. «¡Salvame!» Elsa Castelli, por consiguiente, no ha venido para odiar a Ana, para vengarse, sino para permitirle el reencuentro con su madre, que no es otra que ella, Elsa Castelli, la perfecta imagen de la madre de Ana rediviva.

¿Será así? Ana no lo sabe, pero esta tenue esperanza le posibilita conciliar el sueño.

Me permitiré ahora desplazar el punto de vista del relato. No es la primera vez que lo hago, puesto que ya lo hice al narrarle un diálogo —breve, es cierto— entre Heriberto Ryan y Felisberto López. Pero importa destacar esta opción narrativa: narraré, casi siempre,
desde
la pequeña Ana, pero allí donde sea necesario abrir el relato, desplazar el punto de vista, lo haré.

Lo he dicho: arbitrios de la creación.

¿Dónde, pues, nos ubicamos? ¿Qué tal el dormitorio de Elsa Castelli? Sí, ahí está ella. ¿Cuándo ocurre esto? Digamos: es la misma noche en que Ana tuvo su terrible pesadilla. ¿Qué hace Elsa Castelli? Está frente a un espejo y se pinta los labios.

No ha cambiado sus ropas. Aún viste el traje sastre gris. No ha cambiado su peinado. Aún se peina con el breve, austero rodete.

Deja el rouge sobre la cómoda, aprieta sus labios, luego los afloja y sonríe. Le agrada la imagen que el espejo le devuelve.

¿Qué hace Heriberto Ryan?

Está en su Escritorio, en cuya puerta, recordemos, una inscripción reza
Director
. Se ha dejado caer en un amplio sillón y bebe, densamente, su whisky.

Se oyen dos breves pero ineludibles golpes en la puerta. ¡Tap! ¡Tap! Ryan, presuroso, guarda el whisky en la biblioteca, otra vez tras el
Ulises
.

—Ya voy —previsiblemente, responde.

Abre la puerta y allí está ella, Elsa Castelli, con sus labios muy pintados, su traje sastre gris y su breve y austero rodete.

—Buenas noches —dice. Sonríe y pregunta: —¿Puedo entrar?

Heriberto Ryan farfulla algo ininteligible, se hace a un lado y Elsa Castelli entra. Ryan cierra la puerta. Ahora se miran, ¿
largamente
? Elsa Castelli dice:

—Dígame la verdad, Ryan. ¿Qué le pareció mi presentación de hoy? ¿Imprudente, exagerada o ridícula?

—Algo más grave aún —dice Ryan. La vi como a una fanática.

Elsa Castelli enciende un cigarrillo. Expele el humo y dice:

—Todas las causas necesitan fanáticos. Si no fuera así, no tendríamos héroes ni santos.

—No todos queremos ser héroes o santos —dice, muy prudentemente, Ryan.

—No sea mediocre, Ryan —dice Elsa Castelli—. Los mediocres son los inventores de las palabras prudencia, exageración, ridiculez o fanatismo.

—Ninguna palabra es mala en sí misma —dice, siempre prudentemente, Ryan. Depende del uso que se le dé.

—Vea, Ryan —decidida, dice Elsa Castelli—, esas chicas, hoy, descubrieron algo. Tienen un enemigo: yo. Y yo prefiero el enemigo de frente a un tibio. Será porque los tibios me repugnan, me dan náuseas.

—Quizá tenga usted razón —dice Ryan—. Quizá sólo alguien como usted pueda imponer el orden en este Reformatorio.

—No lo dude —dice Elsa Castelli—. Pero necesito su ayuda.

—Desde luego —dice, muy ingenuamente, Ryan. Y afirma:

—Cuente conmigo para lo que sea.

Elsa Castelli expande sus grandes labios pintados y sonríe; se sienta sobre el escritorio, exhibiendo sus largas piernas, se desprende el breve y austero rodete y sus cabellos caen intensos y muy rubios sobre su espalda, y, entonces, sensualmente, pregunta:

—¿Para lo que sea?

Y aquí abandonamos a Elsa Castelli y Heriberto Ryan, y si usted me preguntara por qué, le respondería una vez más: arbitrios de la creación. En alguna parte, al fin y al cabo, he leído que una novela es una aventura subjetiva en la que un escritor narra el mundo a su manera, y que sólo se le puede exigir que tenga una manera, es decir, el arte de organizar el universo en una ficción. Bien, ¿necesito decírselo?, yo la tengo.

Así las cosas, continúo. Supongamos que esa noche, la misma en la que Ana tuvo su pesadilla y en la que Elsa Castelli le preguntó a Heriberto Ryan «¿Para lo que sea?», cuatro reclusas abandonan sus lechos, una tras otra, quiero decir: no juntas, y se encaminan al sitio en el que habían juramentado reunirse luego de presenciar atónitas el asesinato de Sara Fernández. Llamaré a este sitio: el Sótano de la Venganza.

No sé si necesito recordarle que el Reformatorio fue un Gran Hotel. No sé si necesito recordarle que tiene pasillos laberínticos y habitaciones varias. Cada una de las cuatro reclusas, por consiguiente, tiene que atravesar esos pasillos, en medio de la oscuridad y el silencio de la noche, para llegar al Sótano de la Venganza. Supongamos que ya están aquí.

Una se llama Carmen y es gorda. Otra se llama Rosario y es flaca. Otra se llama Judith y es alta. Otra se llama Natalia y es baja. Poco importa si Carmen es alta o baja. O si Judith es gorda o flaca. O si Rosario es alta o baja. O si Natalia es gorda o flaca. Poco importa. Son, esencialmente son, como he dicho que eran: Carmen es gorda, Rosario es flaca, Judith es alta y Natalia es baja. Todas tienen entre dieciséis y diecisiete años.

Supongamos que se sientan (¿se conjuran?) alrededor de una mesa.

Sobre la mesa hay una vela que despide una luz amarillenta y escasa.

Algunas ratas corretean por el piso. Hay enormes telarañas. Hay murciélagos. A través de un alto ventanal se filtra la también escasa luz de la luna.

Carmen, que es gorda, dice:

—Tenemos que matarla.

Rosario, que es flaca, dice:

—O la matamos o nos mata ella.

Judith, que es alta, dice:

—Pena de muerte.

Natalia, que es baja, dice:

—Para Elsa Castelli.

De un bolsillo de su delantal gris (las reclusas visten delantales grises, ¿no se lo dije?), Carmen extrae una navaja. Y dice:

—Las manos.

Sus tres compañeras extienden las manos, y Carmen, como oficiando un ritual inexorable, dibuja un tajo en cada una de las palmas y también en la suya. Tibias gotas de sangre caen sobre la mesa y se mezclan con el sebo de la vela. Carmen dice:

—Juramos matar a Elsa Castelli.

Las otras tres dicen:

—Lo juramos.

Y las cuatro juntas dicen:

—Pena de muerte para Elsa Castelli.

Y unen sus manos y unen su sangre.

Durante los días que siguen, Elsa Castelli impone el orden de los camposantos en el Reformatorio. Las reclusas obedecen ciegamente sus mandatos, pero, con frecuencia, ignoran cuáles son, ya que Elsa Castelli es deliberadamente contradictoria. A veces dice sí, a veces no. A veces dice que algo está permitido, luego castiga cruelmente a quien lo hace. A veces castiga a quien hizo algo, a veces a quien no hizo nada. Sólo hay algo coherente, invariable: su crueldad.

Cierto día, con un respeto cercano al miedo, en voz baja, un Celador le pregunta:

—¿Por qué hizo azotar a esa reclusa? No había hecho nada.

—Precisamente por eso —responde Elsa Castelli. La azoté porque era inocente. Para que exista el terror, también hay que castigar a los inocentes.

Alarmado, el cura O'Connor entra en el Escritorio de Heriberto Ryan, quien, sin que el cura llegue a verlo, guarda la botella de whisky tras el
Ulises
.

—Es atroz lo que está haciendo esa mujer —dice O'Connor.

—¿Quién es esa
mujer
? —pregunta Ryan.

—¿Cómo
quién
es? —pregunta, por su parte, O'Connor. Me refiero al nuevo Jefe de Celadores. A Elsa Castelli.

—Aha —farfulla Ryan. Elsa Castelli.

—Es despótica, arbitraria y cruel —dice O'Connor.

—¿Y quién le ha dicho eso? —pregunta Ryan.

—Los mismos celadores —dice O'Connor. Hasta ellos están horrorizados.

Alguien, entonces, ¿sarcásticamente?, pregunta:

—¿Aún no empezó el horror y ya están horrorizados?

Es Elsa Castelli, quien, sin que Ryan ni O'Connor lo advirtieran, ha entrado en el Escritorio. Apoyada contra la puerta, los observa. O'Connor, con el rostro enrojecido por la indignación, pregunta:

—¿No hubiera sido más adecuado que usted golpeara la puerta antes de entrar?

Contundente, arrogante, Elsa Castelli dice:

—Yo entro aquí cuando y como se me da la gana.

O'Connor mira a Ryan, como exigiéndole que ponga las cosas en su lugar. Pero Ryan no, nada. Abstraído, errático, pasea su mirada por distintos objetos de la habitación: un perchero, la cabeza embalsamada de un ciervo, un cenicero y así sucesivamente. O'Connor, resignado a no esperar nada de Ryan, enfrenta a Elsa Castelli. Y dice:

—Usted asesinó a una joven. A Sara Fernández.

—Así es —dice, muy tranquilamente, Elsa Castelli. Tengo ese estilo para presentarme.

—¿Y dónde está el cuerpo de la desdichada? —pregunta, cada vez más enrojecido por la indignación, O'Connor. Nadie me lo trajo. No pude darle cristiana sepultura.

—¿Cristiana sepultura? —dice con una sorna cruel Elsa Castelli. Quiebra sus labios en una mueca desdeñosa y afirma: —Esa desdichada, como usted le dice, no merecía algo así. Vamos, padre, no sea ridículo: ¡cristiana sepultura para esa idiota!

—Por Dios, ¿qué hizo con ella? —pregunta O'Connor.

—La descuarticé y la quemé en la Caldera —dice Elsa Castelli. Hay allí un horno devastador, ¿lo sabía? De lo que allí se arroja, apenas si quedan cenizas.

—Usted es un monstruo —dice O'Connor.

Y sale del Escritorio cerrando con violencia la puerta tras de sí. Elsa Castelli se encoge de hombros, enciende un cigarrillo, sonríe, otra vez, con desdén, y dice:

—Ese hombre me odia.

—No te odia —afirma Heriberto Ryan. Pero no quiere crímenes.

—Tanto no los quiere, que sería capaz de matar a quien los cometiera. Conozco esa raza —dice, enigmáticamente, Elsa Castelli.

—¿Qué estás diciendo? —se sorprende Ryan. ¿Creés que el padre O'Connor sería capaz de matar?

—¿Conocés a alguien que no lo sea? —pregunta, otra vez enigmática, Elsa Castelli.

Volvamos a Ana. ¿Cómo es su relación con Elsa Castelli? O, mejor aún, ¿cómo es Elsa Castelli con ella? Si con las restantes reclusas he dicho que sólo algo mantenía invariable, y que esto era su crueldad, ¿es también cruel con Ana? Bien, tranquilícese, no. Elsa Castelli es tan cálida con Ana como sólo puede serlo una madre. Es, diré,
maternal
con Ana. Y Ana, secretamente, comprende que su madre ha regresado para ser buena, más buena (aún) de lo que ha sido antes, ya que antes, en verdad, no había sido
demasiado
buena, aunque siempre fue su madre, y esto es lo que, en definitiva, importa para Ana. Espero haber sido claro.

Cierto día, quizá inexplicablemente, quizá no, Ana se enferma. ¿Lo hace para poner a prueba el cariño de Elsa Castelli? ¿Lo hace para saber hasta qué punto Elsa Castelli es
maternal
con ella? Si lo hace para esto, consigue su propósito, porque Elsa Castelli es, en efecto,
maternal
con Ana, es decir, la cuida como sólo una madre podría cuidarla.

La separa, ante todo, de las otras reclusas. La saca del Dormitorio común y la ubica en una habitación para ella, sólo para ella. Alega, para tal medida, que no desea que la enfermedad de Ana se contagie a las restantes, y es la primera vez que Elsa Castelli explica uno de sus actos, puesto que, hasta aquí, ha sido la encarnación brutal de la arbitrariedad. Pero no esta vez. Esta vez se explica. Dice:

—No quiero que Ana contagie a nadie. Tendrá su propia habitación.

Y aquí, por consiguiente, está Ana: en su propia habitación. Si a usted le preocupa saber cuál es su enfermedad, olvídese, pues poco importa. Pongamos eso que se suele llamar un resfrío. O, si usted lo prefiere, una gripe. Nada grave. Esta no es la leve historia del resfrío de Ana. Acontecimientos infinitamente más graves nos aguardan.
Le
aguardan.

Pero, en verdad, Ana está resfriada. Tiene fiebre, transpira, a veces, escasamente, estornuda. ¿Creerá usted, ahora, en el espectáculo de la
dulcificación
de Elsa Castelli? Aunque, sobre todo, otra pregunta, que contiene a la anterior, cabe aquí: ¿por qué Elsa Castelli es
dulce
y
maternal
con Ana? Y, abundando, si Ana ha descubierto a su madre en Elsa Castelli, ¿qué ha descubierto Elsa Castelli en nuestra pequeña?
[9]

¿Por qué es
maternal
con ella? ¿Le recuerda, acaso, a una hija que la vida le quitó?

Mire, no es así. Caramba, ¿tengo que explicarlo todo? Elsa Castelli ha decidido ser
maternal
con Ana. Punto. Deberá usted, en consecuencia, creer en el espectáculo de la
dulcificación
de Elsa Castelli. Y, además, ¿si le dijera que sí? ¿Si le dijera que, en efecto, Ana le recuerda a Elsa Castelli una hija que la vida le quitó? Bien, supongamos que se lo he dicho. Pero atención a lo siguiente: Elsa Castelli sólo extremará su dulzura con Ana, pues con las otras reclusas mantendrá invariable lo que siempre ha mantenido invariable, es decir, su crueldad.

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