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Authors: José Pablo Feinmann

El cadáver imposible (5 page)

BOOK: El cadáver imposible
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Ana, en consecuencia, está donde la dulzura de Elsa Castelli la ha cobijado. Está en una habitación luminosa, con un florerito. Guarda, según suele decirse, cama, y lee su edición infantil de
Moby Dick
.

Cierta tardecita (¿le perturba a usted que escriba
tardecita
?), la visita un médico a quien ha llamado Elsa Castelli. Es, en rigor, el médico del Reformatorio, quien, conviene aclarado, no vive en el Reformatorio, sino en la pequeña ciudad de
Coronel Andrade
, en la que si bien está el Reformatorio, no está, digamos, en su centro, sino en su periferia, allí, alejado, ¿
solitario
?, en medio, lo diré otra vez, de los vientos de la pampa.

Supongamos que el médico se llama Aníbal Posadas. Supongamos que es joven, que tiene treinta años y que, tal como Felisberto López, tiene un abundoso bigote. Me gustan los personajes con bigote. Sigo. Aquí, pues, está Aníbal Posadas. ¿Qué hace? Apenas lo previsible. Le dice a Ana:

—Decí treinta y tres.

—Treinta y tres —dice Ana.

Aníbal Posadas, entonces, separa su oreja de la espalda de Ana, donde, olvidé mencionado, la había colocado —
para auscultarla
— antes de decirle «Decí treinta y tres», y, dirigiéndose a Elsa Castelli, dice:

—Aún tiene algo de catarro.

—Y algo de fiebre —dice, quizá abruptamente, Elsa Castelli.

—¿Cómo lo sabe? —pregunta Aníbal Posadas.

—Recién le puse el termómetro —dice Elsa Castelli.

—Ah —farfulla Aníbal Posadas.

Un breve silencio. Finalmente, el médico dice:

—Sólo una aspirina cada ocho horas. Nada más.

—Buenas tardes —dice, ¿
fríamente
?, Elsa Castelli.

Aníbal Posadas inclina con nerviosa levedad su cabeza y sale de la habitación.

Una suave y dulce Elsa Castelli toma una silla, la acerca a la cama en la que serenamente reposa nuestra pequeña y busca su mirada tersa.
[10]

Luego, dice:

—Pedime lo que quieras. Te lo voy a dar.

Ana vacila. ¿Tanto la quiere esa mujer? ¿Tanto, ahora, la quiere su madre? Dice:

—Quiero un Taller de Costura.

—¿Sólo eso? —pregunta Elsa Castelli.

—Es lo único que quiero —dice Ana. E insiste: —Un Taller de Costura.

—¿Para qué? —pregunta Elsa Castelli.

Y Ana, muy sencillamente, dice:

—Para hacer mis muñecas.

Elsa Castelli se inclina hacia ella, extiende su brazo y le acaricia la cabeza. Sé que usted no puede
ver
lo que le escribo. Pero, ya que este relato habrá de ser filmado, le pido que vea el lento movimiento del brazo de Elsa Castelli acercándose a la cabeza de Ana, y que
vea
, también, la mano de Elsa Castelli acariciando los cabellos dóciles de Ana. ¿Lo ha visto? Bien, le diré, ahora, algo de una vez y para siempre, ya que no se lo diré más:
esto volverá a ocurrir
.

Continúo.

—Si eso es lo que querés —dice Elsa Castelli—, lo vas a tener. Vas a tener un hermoso Taller de Costura.

¡Ah, señor Editor! ¡Qué maravilloso rigor narrativo tiene este relato!
[11]

Continúo.

Transcurren dos, o, a lo sumo, tres días. Y Ana mejora. Su catarro desaparece, también su fiebre, y sus estornudos, que ya eran escasos, se tornan más escasos todavía: casi, diré, inexistentes. De modo que Ana le dice a Elsa Castelli:

—Ya estoy bien, señora.

—Decime Elsa —dice Elsa Castelli.

—No, señora —dice Ana. Le quiero decir como le dicen todas mis compañeras.

—Tus compañeras dicen cosas terribles de mí —dice Elsa Castelli.

Ana no responde. Inclina su cabeza y permanece en silencio. Son tan suaves sus rasgos; tan tersa, según ya he escrito, su mirada.

—¿Querés volver? —pregunta Elsa Castelli.

—Sí, señora —dice Ana. Y abunda: —Quiero volver al Dormitorio. Quiero estar con mis compañeras.

—¿Por qué? —pregunta Elsa Castelli.

—Porque soy una de ellas —responde Ana.

Y Elsa Castelli acepta. Comprende, quizá, que su protección, si se torna exagerada, podría perjudicar a Ana; que el odio, conjetura, que las reclusas le tienen podría extenderse a la pequeña, implicándola en un conflicto del que ella, Elsa Castelli, desea ampararla. De modo que le permite el regreso.

Las reclusas reciben con beneplácito a nuestra pequeña. ¿Por qué? Sencillamente porque la quieren.
Todos quieren a Ana
. La quiere Elsa Castelli y la quieren las reclusas. Y, a esta altura del relato, la queremos usted y yo. Usted, porque es su historia la que está leyendo; y yo, porque es su historia la que estoy narrando. En rigor, la que
le
estoy narrando.

Sagaces, no vengativas sino acomodaticias, hambrientas de sobrevivencia, pragmáticas, muchas reclusas quieren a Ana porque quieren utilizarla. Conjeturan que nuestra pequeña podrá frenar la ira letal de Elsa Castelli. Conjeturan que, si es su amiga, podrá, por ejemplo, decirle:

—Mis compañeras son buenas, señora. No las castigue más.

—Decíselo —le dicen las reclusas a Ana. Decíselo.

Y Ana le dice a Elsa Castelli:

—Mis compañeras son buenas, señora. No las castigue más.

—No son buenas —dice Elsa Castelli. Por algo están aquí.

—Yo también estoy aquí —dice Ana.

—Vos sos distinta —dice Elsa Castelli.

—Decíselo —le dicen las reclusas a Ana. Decíselo.

Y Ana le dice a Elsa Castelli:

—Mis compañeras son buenas, señora. No las castigue más.

¿Logrará su cometido? ¿Logrará Ana sosegar la
ira letal
de Elsa Castelli?

Las reclusas, en verdad, confían en que tal hecho se produzca. Lo desean fervientemente. Tanto lo desean, que a veces creen que ya se ha producido.

—¿No está más buena? —indagan algunas. Hace dos días que no castiga a nadie.

Tienen esperanzas.

Quienes no las tienen, quienes no creen en el sosiego de la
ira letal
de Elsa Castelli; quienes, además, no son acomodaticias, ni pragmáticas, ni están hambrientas de sobrevivencia, sino de venganza, son las cuatro conjuradas, es decir, Carmen que es gorda, Rosario que es flaca, Judith que es alta y Natalia que es baja. Para ellas, no hay camino de retorno. Sólo la venganza es posible.

Apenas una semana se toma Elsa Castelli para regalarle a nuestra pequeña su Taller de Costura. Ahí está: es tal como Ana lo había soñado. Ignoro todo lo relativo a estas cuestiones, así que mal podría describirle o siquiera enumerarle lo que ese Taller contiene.

Le bastará a usted saber que contiene todo lo que Ana soñó. Pongamos: una máquina para coser y tejer, telas diversas, tijeras, dedales. En fin, cosas por el estilo.

Ana, feliz.

¿Cómo, aquí, imaginar el amor que siente Ana por Elsa Castelli?

¿Ha llegado esta mujer a su vida para protegerla, para curar sus enfermedades, para realizar sus sueños?

Tal pareciera que sí.

Con frecuencia, Elsa Castelli la visita en su Taller de Costura. Le gusta, dice, verla construir sus muñecas. Y allí permanece. Una, dos y hasta tres horas durante las cuales las reclusas se ven aliviadas de su despotismo. Y Ana no se detiene. Sus manos inquietas, hábiles, dan forma a una princesa, a una bailarina, a un hada, a una aldeana.

Ana no construye muñecos. Para ella, lo masculino evoca la ausencia (no ha conocido a su padre) o la
agresividad
(el fugaz fornicador).

Cierta tarde, Elsa Castelli le dice que ha instalado una Sala de Estar. Ana le pregunta qué es una Sala de Estar.

—Un lugar para estar —le dice Elsa Castelli. Vos tenés tu Taller de Costura. Bueno, ahora yo tengo mi Sala de Estar —y le pregunta: —¿Querés conocerla?

Ana contesta que sí.

De modo que Elsa Castelli le muestra su Sala de Estar. Nada falta allí: hay revistas, discos y un televisor.

Ana se acerca al televisor, lo mira, lo toca con prudencia, con cautela y suavidad, con temor y fascinación, luego con mayor firmeza, más decidida, pero siempre suavemente, como si lo acariciara. Y pregunta:

—¿Qué es esto?

Sorprendida, Elsa Castelli, a su vez, pregunta: —¿No sabés?

—Alguna vez lo supe —dice Ana. Pero lo olvidé.

—Es un televisor —dice Elsa Castelli.

—¿Para qué sirve? —pregunta Ana.

—Para ver el mundo —dice Elsa Castelli. Apretás un botón… y el mundo es tuyo.

—¿Tanto? —pregunta Ana.

—Tanto —confirma Elsa Castelli. Y añade: —Todo está ahí. Las guerras, los terremotos, los desfiles de modas, los casamientos, las enfermedades, las pestes, los accidentes, los asesinatos, las películas, las series… —vacila. Luego, cautelosamente, dice: —Pero sobre todo…

Se detiene. Ana pregunta:

—¿Sobre todo, qué?

—Las telenovelas —dice Elsa Castelli.

—¿Y qué es eso? —pregunta Ana.

—Una telenovela —define, ¿
rigurosamente
?, Elsa Castelli— es una historia en la que sucede todo lo que sucede en la vida.

—No entiendo —dice Ana.

—En la televisión sucede todo, ¿no? Bueno, en una telenovela también, pero en una sola historia —dice Elsa Castelli.

—No entiendo —repite Ana.

—Claro —acepta Elsa Castelli. Y explica: —No lo vas a entender hasta que no veas una.

Algo brilla en los ojos de Ana. Una brizna de ansiedad.

—¿Voy a ver una? —pregunta.

—Sí —responde Elsa Castelli.

—¿Cuándo? —pregunta, siempre con esa brizna de ansiedad, Ana.

Elsa Castelli se le acerca y le acaricia los cabellos ¿
dóciles
? y dice:

—Mañana. Precisamente mañana empieza una. Tenés suerte. Venite a las cuatro de la tarde. ¿Sí?

—¿Por qué a las cuatro de la tarde? —pregunta Ana.

—Ah, pequeña Ana —suspira con mansa comprensión Elsa Castelli. Y explica: —Las telenovelas se ven todos los días. Y siempre a la misma hora.

—A las cuatro de la tarde —dice Ana.

—A esa hora pasan la que vamos a ver juntas —dice Elsa Castelli.

—¿Juntas? —pregunta Ana.

—Desde mañana —dice Elsa Castelli. Vos y yo. Juntas.

Esa noche (ahora, recordemos, duerme otra vez en el Dormitorio, junto a sus compañeras), Ana demora en conciliar el sueño. ¿Una telenovela? ¿Una historia en la que sucede todo lo que sucede en la vida? ¿Y sabe ella, Ana, lo que sucede en la vida? Escasamente, ya que, si algo sabe Ana, es que nada sabe de lo que sucede en la vida. ¿No será, entonces, como descubrir el mundo mirar una telenovela? ¿No lo será, al menos, para ella, que lo ignora casi todo, que ha crecido en medio del desamparo y la soledad de los Reformatorios?

Se dice: mañana a las cuatro.

Y, en medio de esta expectación, se duerme.

¿Lo he sorprendido o no, señor Editor? ¿Es usted consciente de lo que le estoy ofreciendo? ¡Una novela argentina sin psicoanalistas y con televisión! Como advertirá, si su sagacidad de lector aún se mantiene incólume, si tantas sorpresas no lo han anonadado, mi espacio en eso que, generosamente, llamaré nuestra literatura (y la generosidad es tal porque supone que esa literatura existe, y que no está naciendo con mi texto) es insoslayable.

Le narro una historia.

Una historia que, por su fuerza visual, usted ve en tanto lee.

Una historia en la que los personajes ven. Miran.

¿Qué miran? Televisión, porque esto es lo que mañana, a las cuatro de la tarde, en la Sala de Estar de Elsa Castelli, mirará Ana.

Así es mi novela.
[12]

Continúo.

Nada imprevisto ocurre hasta el día siguiente a las cuatro de la tarde. Ana se pasea por el patio. Luego lee su edición infantil de
Moby Dick
. Luego almuerza. Luego trabaja en su Taller de Costura. Y luego visita a Elsa Castelli.

—Te esperaba —le dice Elsa Castelli. Toma una silla y la coloca a espaldas de Ana. Dice: —Vení, sentate.

Silenciosa, contenida apenas la respiración ante la inminencia del gran acontecimiento, Ana se sienta.

—¿Estás cómoda? —pregunta Elsa Castelli.

Ana asiente con un movimiento leve, apenas esbozado.

Elsa Castelli hace girar un botón del televisor. Se oye:

¡Click!

La pantalla se ilumina. Se ve a un niño jugando al fútbol. Luego a una mujer que se lava el cabello. Luego un avión. Luego un atardecer. Luego un perro. Luego un pájaro. Luego un soldado.

—¿Eso es el mundo? —pregunta Ana.

—Sí —dice Elsa Castelli. Es eso.

Así, tal como ahora están, una muy cerca de la otra, sentadas, miran la maravillosa pantalla, en la que, súbitamente, aparece un cartel que dice:

TELEVIDA

PRODUCCIONES

PRESENTA

—Ahora, Ana —dice Elsa Castelli. Mirá. Ya empieza. Y Ana, mira. Y unas letras mágicas continúan apareciendo en la pantalla.

A

LUISA CASTRO Y OSVALDO MARTÍNEZ

EN

—¡Atención! —exclama Elsa Castelli. ¡Atención! Y Ana, aún más, crecientemente,
mira
. Y lee:

COSECHARÁS EL AMOR

Le bastará saber, señor Editor, pues con esto será suficiente, que Ana y Elsa Castelli miran absortas el primer capítulo de la telenovela. ¿Podría haber sido diferente? De modo que no le entregaré mayores precisiones sobre esta cuestión. Alcanzará con decirle que Ana descubre un mundo inimaginado. Infinitamente más real que el de
Moby Dick
, puesto que, en
Moby Dick
, cuando Ana leía
barco
,
mar
,
ballena
, sólo lejanamente intuía estas contundencias de la realidad.
Ahora las ve
. Ahora, señor Editor, cuando, en la telenovela, alguien dice «Partiré en el tren de la noche» , Ana, sólo un segundo después, inmediatamente, en la secuencia que sigue, ve la noche, ve el tren y ve partir a quien dijo: «Partiré en el tren de la noche».
[13]

¿Qué más ve Ana?

Ana ve la historia que narra la telenovela. Historia que, usted disculpará, o no, pues no necesitará disculpar algo que, no lo dudo, comprenderá, historia que, decía, no he de narrarle, pues mi propósito es narrarle la historia de la pequeña Ana y no la historia de la telenovela
Cosecharás el amor
.

Sin embargo, esta historia, la de
Cosecharás el amor
, es parte de la historia de Ana, ya que Ana, apasionadamente, la mira. Se nutre de ella. Y, si usted me permite adelantarle algo (artilugio, éste, el de adelantarle algún elemento de la narración, al que ya he recurrido), le diré: algunas frases que Ana escuchará al mirar
Cosecharás el amor
serán esenciales para su historia. Y, se lo juro, está usted muy lejos de sospechar cuánto.

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