El Camino de las Sombras (27 page)

BOOK: El Camino de las Sombras
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Sin dejar de moverse, Kylar escudriñó el techo en busca de cualquier sombra que desentonase.

—Wrable Cicatrices puede hasta proyectar su voz, o cualquier otro sonido —dijo Blint, desde la esquina opuesta del techo—. Me pregunto si tú podrías.

Kylar vio, o creyó ver, que la sombra regresaba hacia él. Le lanzó un cuchillo arrojadizo; la sombra se despedazó y dejó el cuchillo clavado y temblando en la madera. Era otra ilusión. Kylar se volvió poco a poco, tratando de oír el más mínimo sonido fuera de lugar por encima del latido desbocado de su corazón.

El leve roce de una tela al tocar el suelo a sus espaldas lo hizo girar sobre sus talones y atacar. Sin embargo, allí no había nada salvo la túnica que Blint había tirado. Un golpe sordo anunció el aterrizaje de Blint en persona por detrás de Kylar. El joven se dio la vuelta una vez más, pero algo le atrapó la mano izquierda, y luego la derecha.

El maestro Blint lo observaba con una mirada inexpresiva, el pecho desnudo y sus auténticas manos a los costados. La magia sostenía las muñecas de Kylar en el aire. Poco a poco, se le separaron los brazos hasta que los tuvo en cruz, y después más. Kylar aguantó en silencio tanto como pudo, hasta que gritó cuando sintió que sus articulaciones estaban a punto de dislocarse.

Las sujeciones mágicas cayeron y Kylar se vino abajo, derrotado.

Durzo sacudió la cabeza con gesto decepcionado... y Kylar atacó. Su patada fue perdiendo fuerza a medida que se acercaba a la rodilla de Durzo, como si se hundiera en un muelle, y finalmente salió despedida hacia atrás. El impulso le hizo dar una vuelta brusca sobre sí mismo y caer rodando al suelo.

—¿Has visto lo que acaba de pasar? —preguntó Durzo.

—Me has vuelto a dar una paliza ——dijo Kylar.

—Antes de eso.

—Casi te doy —respondió Kylar.

—Me has engañado y me habrías destruido, pero he usado mi Talento y tú aún te niegas a usar el tuyo. ¿Por qué?

«Porque estoy roto.» Desde que hablara con Drissa Nile hacía cuatro años, Kylar había pensado cien veces en explicarle a Durzo Blint lo que la maga le había contado: que no tenía conducto y nadie podía arreglarlo. Sin embargo, las reglas siempre habían estado claras. Kylar llegaba a ejecutor o moría en el intento. Y, como Blint acababa de demostrar una vez más, Kylar nunca sería un ejecutor sin el Talento. Decirle la verdad a Blint siempre le había parecido una manera rápida de morir. Había hecho todo lo posible para activar su Talento o enterarse de algo que pudiera ayudarle, pero no había encontrado nada.

Blint respiró hondo. Cuando habló de nuevo, lo hizo con voz tranquila.

—Va siendo hora de aceptar algunas verdades, Kylar. Eres un buen luchador. Deficiente aún con las armas de asta, las ballestas y... —Empezaba a sermonearlo y se dio cuenta de ello—. En fin, que se te da bien el combate cuerpo a cuerpo y no tienes nada que envidiar a nadie con esas espadas ceuríes de mano y media que te gustan. Hoy me habrías pillado. No será la próxima vez, pero empezarás a ganar. Tu cuerpo sabe qué hacer y tu cabeza también lo tiene casi todo claro. A lo largo de los próximos años, tu cuerpo se volverá algo más rápido y algo más fuerte, y tú te volverás mucho más listo. Pero tu entrenamiento con armas ha concluido, Kylar. El resto es práctica.

—¿Y? —preguntó Kylar.

—Sígueme. Tengo algo que podría ayudarte.

Kylar siguió a Blint hasta su taller. Era más pequeño que el que había visto Azoth en la vieja casa segura de Durzo, pero al menos el de ahora tenía puertas entre los corrales y la zona de trabajo. Olía mucho mejor. Además, ya se había acostumbrado a él. Los libros alineados en los estantes eran como viejos amigos. Blint y él incluso les habían añadido docenas de recetas. En los últimos nueve años, había llegado a apreciar el dominio que Blint tenía de los venenos.

Todos los ejecutores usaban venenos, por supuesto. La cicuta, la flor de sangre, la raíz de mandrágora y el ariamu eran todas especies locales y bastante mortíferas. Sin embargo, Blint conocía centenares de sustancias tóxicas. Había páginas enteras de sus libros tachadas, con notas garabateadas con su letra prieta y angulosa: «Patán. Eso diluye el veneno». Había otras entradas corregidas, desde cuánto tardaba el veneno en hacer efecto hasta cuáles eran los mejores métodos para administrarlo, pasando por cómo mantener vivas las plantas en climas foráneos.

El maestro Blint cogió una caja.

—Siéntate.

Kylar se sentó a la alta mesa, apoyando un codo sobre la madera y la barbilla en la mano. Blint volcó la caja delante de él.

Una serpiente blanca cayó a la mesa con un ruido sordo. Kylar apenas tuvo tiempo de reconocer lo que era antes de que saltase contra su cara. Vio abrirse su boca, inmensa y de colmillos resplandecientes. Él retrocedió, pero demasiado despacio.

Entonces la serpiente desapareció y Kylar se cayó del taburete al suelo. Aterrizó cuan largo era sobre su espalda, pero se puso en pie de un salto.

Blint sostenía a la serpiente por detrás de la cabeza. La había agarrado en el aire en mitad de su ataque.

—¿Sabes qué es esto, Kylar?

—Es un áspid blanco. —Se trataba de una de las serpientes más mortíferas del mundo. Eran pequeñas, rara vez superaban la longitud del antebrazo de un hombre adulto, pero las víctimas de sus mordeduras fallecían en cuestión de segundos.

—No, es el precio del fracaso. Kylar, luchas mejor que cualquier hombre sin Talento al que haya conocido. Pero no eres un ejecutor. Has dominado los venenos, conoces las técnicas de matar. Tu velocidad de reacción no tiene parangón, tus instintos son buenos, te escondes bien, te disfrazas bien, luchas bien. Pero hacer todo eso bien es una mierda, no es nada. Un asesino hace todo eso bien. Por eso los asesinos tienen blancos. Los ejecutores tienen murientes. ¿Por qué los llamamos murientes? Porque, cuando aceptamos un encargo, el resto de sus cortas vidas es un puro trámite. Tienes el Talento, Kylar, pero no lo usas. No quieres usarlo. Has visto una muestra de lo que podría enseñarte, pero no puedo ponerme a ello hasta que accedas a tu Talento.

—Lo sé, lo sé —dijo Kylar, negándose a mirar a su maestro a la cara.

—La verdad es, Kylar, que no necesitaba un aprendiz cuando apareciste tú. Nunca lo necesité. Pero oí el rumor de que en Cenaria se ocultaba un antiguo artefacto: el ka'kari de plata. Cuentan que lo fabricó Ezra el Loco en persona. Es una bola pequeña y plateada pero, cuando alguien se enlaza a ella, lo vuelve invulnerable a cualquier hoja y prolonga su vida de forma indefinida. Todavía pueden matarte por cualquier medio en el que no intervenga un metal, pero ¡la inmortalidad, Kylar! Y entonces apareciste tú. ¿Sabes lo que eres? ¿Te lo contó la maga aquella, Drissa Nile?

¿Durzo sabía lo de Drissa Nile?

—Me dijo que estaba roto.

—Los ka'kari se crearon para personas «rotas» como tú. Se su pone que existe una atracción entre quienes poseen un Talento in menso pero carecen de conducto y los ka'kari. La idea era que tú lo llamases, Kylar. Como no sabes enlazarlo a ti, lo llamarías, me lo entregarías y yo sería inmortal.

—Y yo seguiría roto —añadió Kylar con amargura.

—Una vez yo lo tuviese, podríamos haberle encargado a Drissa que lo estudiara. Es una gran sanadora. Aunque le hubiese llevado unos años, no habría pasado nada. Pero se nos está acabando el tiempo —dijo Durzo—. ¿Sabes por qué no puedo dejarte que seas un simple asesino? —Incluso entonces cargó la palabra de desprecio.

Kylar se lo había preguntado infinidad de veces, por supuesto, pero siempre había pensado que se debía a que el orgullo de Blint no le permitiría tener un aprendiz fracasado.

—Nuestro Talento nos permite prestar un juramento de servicio al shinga que es mágicamente vinculante. Mantiene al shinga a salvo y a nosotros libres de sospecha. Se trata de una coacción débil, pero el ejecutor que quisiera romperla debería ponerse en manos de un mago o un meister, y todos los magos de la ciudad trabajan para el Sa'kagé y solo un idiota se sometería a un meister. Te has convertido en un diestro asesino, Kylar, y eso empieza a poner nervioso al shinga. No le gusta estar nervioso.

—¿Por qué iba yo a hacer nada contra el shinga? Sería como firmar mi propia sentencia de muerte.

—Eso no viene al caso. Los shingas que no son paranoicos no viven mucho tiempo.

—¿Cómo has podido no contarme nada de esto hasta ahora? —preguntó Kylar indignado—. Todas las veces que me has pecado por no usar mi Talento... ¡Es como pegar a un ciego por no saber leer!

—Tu desesperación por usar el Talento es lo que llama al ka'kari. Yo te estaba ayudando. Y voy a ayudarte un poco más. —Señaló la serpiente que sostenía en la mano—. Esto es motivación. También es el veneno más dulce que conozco. —El maestro Blint mantuvo inmóvil a Kylar con la mirada—. Conseguir ese ka'kari siempre ha sido tu prueba final, chico. Obtenlo. Si no...

El aire pareció enfriarse. Allí estaba. La última advertencia para Kylar.

El maestro Blint guardó la serpiente, cogió unas cuantas de sus armas, levantó la bolsa que ya tenía preparada y descolgó Sentencia de sus ganchos de la pared. Revisó la gran hoja negra y luego volvió a deslizarla dentro de su funda.

—Salgo un rato —dijo.

—¿No te acompaño?

—Serías un estorbo.

«¿Un estorbo?» La indiferencia con que Blint lo dijo casi dolía tanto como el hecho de que fuera cierto.

Capítulo 30

—No me gusta —dijo Solon.

Regnus de Gyre daba la cara a los vientos que hacían volar su melena plateada hacia atrás. Ese día los Gemelos estaban callados, de modo que solo se oía el viento que pasaba por encima de la muralla. El duque lo escuchaba como si intentara contarle algo.

—Después de diez años, os convoca —insistió Solon—. ¿Por qué iba a hacer el rey semejante cosa en la víspera de la mayoría de edad de vuestro hijo?

—¿Cuál es el mejor motivo para reunir a todos tus enemigos en un sitio? —preguntó Regnus, sin apenas alzar la voz lo suficiente para que se oyera por encima del viento.

No había dejado de hacer frío ni con la llegada de la primavera. En Aullavientos no hacía nunca calor. El viento del norte atravesaba la lana y se burlaba de las barbas y melenas que los hombres se dejaban para retener un ápice más de calor.

—Para acabar con ellos —respondió Solon.

—Mejor acabar con ellos antes de que puedan reunirse —dijo Regnus—. El rey sabe que haré cuanto esté en mi mano por estar en casa para la ceremonia de mi hijo. Eso significa viajar deprisa. Eso significa una escolta pequeña.

—Muy inteligente por parte de Aleine no ordenaros llevar una escolta pequeña —observó Solon—. No lo creía capaz de tanta sutileza.

—Ha tenido diez años para pensar en esto, amigo mío, y la ayuda de su comadreja.

Su comadreja era Fergund Sa'fasti, un mago que no era exactamente el moralista más riguroso de Sho'cendi. Para colmo, Fergund conocía a Solon de vista y le encantaría revelar al mundo que era un mago si veía algún beneficio en ello. Fergund era el motivo de que Solon hubiera acabado pasando el año entero con Regnus a medida que Logan asumía más responsabilidades en la corte.

Empezaba a creer que había sido un grave error.

—¿De modo que creéis que nos atacarán por el camino? —preguntó Solon.

Regnus asintió de cara al viento.

—¿Y supongo que no podré convenceros de que no vayáis? —preguntó Solon.

Regnus sonrió, y Solon no pudo evitar amarlo. Pese al descalabro que había supuesto para su familia y cualquier ambición que tuviese de ocupar el trono algún día, asumir el mando de Aullavientos había dado vida a Regnus.

Había fuego en Regnus de Gyre, algo fiero y orgulloso como en los reyes guerreros de antaño. Su mando revestía una autoridad clara, y el poder de su presencia lo hacía padre, rey y hermano para sus hombres. En la sencilla pugna contra el mal, destacaba, se deleitaba incluso. Los montañeses de Khalidor, algunos de los cuales jamás habían hincado la rodilla ante hombre alguno, eran un pueblo guerrero. Vivían para la batalla, consideraban una deshonra morir en la cama y creían que la única inmortalidad se alcanzaba mediante los hechos de armas que cantaban sus juglares.

Llamaban a Regnus el
Rurstabk Slaagen
, el Diablo de las Murallas, y en los últimos diez años sus jóvenes se habían estampado contra esas murallas: habían intentado escalarlas, sortearlas a escondidas, atravesarlas mediante sobornos; habían escalado los Gemelos e intentado caer sobre Aullavientos desde la retaguardia. En todas las ocasiones, Regnus los había machacado. Con frecuencia, lo hacía sin perder un solo hombre.

Aullavientos estaba compuesto por tres murallas en los tres puntos más estrechos del único puerto de montaña entre Cenaria y Khalidor. Entre las murallas había mortíferos campos que los ingenieros de Regnus habían sembrado de abrojos, fosos, lazos y trampas de avalancha con piedras de las montañas circundantes. En dos ocasiones los clanes habían superado la primera muralla. Las trampas habían recogido tal cosecha de muerte que no había sobrevivido nadie para contar lo que habían encontrado.

—Podría ser de buena fe, supongo —dijo Solon—. Logan dice que el príncipe y él son buenos amigos. A lo mejor esto es fruto de la influencia del hijo.

—No tengo una gran consideración por el príncipe —objetó Regnus.

—Pero él sí la tiene por Logan. Podemos tener fe en que el príncipe haya salido a su madre. Esto podría hasta ser obra de ella.

Regnus no dijo nada. No deseaba pronunciar el nombre de Nalia, ni siquiera después de tanto tiempo.

—¿Esperar lo mejor, pero prepararnos para lo peor? —preguntó Solon—. ¿Diez de nuestros mejores hombres, caballos de refresco para todos y viajar por la costa en vez de por la carretera principal?

—No —respondió Regnus—. Si han montado una emboscada, habrán montado dos. Puestos a elegir, prefiero que hagan su jugada en campo abierto.

—Sí, señor. —Solon tan solo desearía saber quiénes eran los otros jugadores.

—¿Sigues escribiendo cartas a esa tal Kaede?

Solon asintió, pero se puso rígido. Sentía un hueco en el pecho. Pues claro que el comandante lo sabía. Una carta enviada todas las semanas y ninguna respuesta.

—Bueno, si después de esto no recibes carta, por lo menos sabrás que no es porque las tuyas sean aburridas. —Regnus le dio una palmada en el hombro.

Solon no pudo evitar una sonrisa compungida. No sabía cómo se las ingeniaba Regnus, pero de alguna manera en su compañía resultaba tan fácil afrontar un corazón roto como la muerte.

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