—Me quedaré aquí —dijo el rey, lo que levantó objeciones entre sus asistentes, incluyendo un gigante que llevaba una coraza de cuero negro, probablemente su guardaespaldas. El rey lo mandó callar alzando una mano arrugada—. No me esconderé como un cobarde mientras mi nieta está atrapada.
No era extraño que estuviera tan nervioso. Jasnah no siguió discutiendo, y Shallan pudo ver en sus ojos que no era cosa suya si el rey arriesgaba la vida. Lo mismo al parecer se aplicaba a ella, pues Jasnah no le ordenó que se retirara. Varios criados se acercaron con trapos mojados y los repartieron. Jasnah rechazó el suyo. El rey y su guardaespaldas alzaron los rostros, cubriéndose la boca y la nariz.
Shallan cogió el suyo. ¿Para qué servía? Un par de criados pasaron unos cuantos trapos más por un hueco entre la piedra y la pared a los que estaban atrapados dentro. Luego todos los sirvientes se retiraron al pasillo.
Jasnah hurgó y sondeó el peñasco.
—Joven Davar —dijo—, ¿qué método usarías para calibrar la masa de esta piedra?
Shallan parpadeó.
—Bueno, supongo que le preguntaría a su majestad. Sus arquitectos probablemente la han calculado.
Jasnah ladeó la cabeza.
—Una respuesta elegante. ¿Lo han hecho, majestad?
—Sí, brillante —respondió el rey—. Tiene más o menos quince mil kavals.
Jasnah miró a Shallan.
—Un punto a tu favor, joven Davar. Un erudito sabe cuándo no perder el tiempo redescubriendo información ya conocida. Es una lección que olvido a veces.
Shallan se sintió hincharse ante esas palabras. Ya tenía la impresión de que Jasnah no suministraba alabanzas a la ligera. ¿Significaba eso que todavía la estaba considerando como posible pupila?
Jasnah alzó su mano libre, la animista brillando contra la piel. Shallan notó que los latidos de su corazón se aceleraban. Nunca había visto forjar una animación en persona. Los fervorosos eran muy reclusivos en el uso de sus fabriales, y ni siquiera sabía que su padre tenía uno hasta que se lo encontraron encima. Naturalmente, el suyo ya no funcionaba. Era uno de los principales motivos por los que estaba aquí.
Las gemas insertadas en la animista de Jasnah eran enormes, las más grandes que Shallan había visto jamás, con un valor de muchas esferas cada una. Una era de cuarzo ahumado, una gema de puro cristal negro. La segunda era de diamante. La tercera era un rubí. Todas estaban talladas: una piedra tallada podía albergar más luz tormentosa. Tenían muchas brillantes facetas de forma ovalada.
Jasnah cerró los ojos, presionando la mano contra la roca caída. Alzó la cabeza, inhalando lentamente. Las piedras del dorso de su mano empezaron a brillar más ferozmente, el cuarzo ahumado en concreto se hizo tan brillante que resultaba difícil mirarlo.
Shallan contuvo la respiración. Lo único que se atrevió a hacer fue parpadear, confinando la escena a la memoria. Durante un largo momento, no sucedió nada.
Y entonces, brevemente, Shallan oyó un sonido. Un tamborileo grave, como un grupo lejano de voces que tararearan juntas una única nota pura.
La mano de Jasnah se
hundió
en la roca.
La piedra desapareció.
Un estallido de denso humo negro explotó en el pasillo. Suficiente para cegar a Shallan: pareció el resultado de un centenar de incendios, y olió a madera quemada. Shallan se llevó rápidamente el trapo mojado a la cara y cayó de rodillas. Extrañamente, notó embotados los oídos, como si se hubiera precipitado de una gran altura. Tuvo que tragar saliva para aliviarlos.
Cerró los ojos con fuerza cuando empezaron a lagrimear, y contuvo la respiración. Sus oídos se llenaron de un sonido absorbente.
Pasó. Abrió los ojos y encontró al rey y su guardaespaldas acurrucados contra la pared de al lado. El humo seguía arremolinándose en el techo: el pasillo olía muy fuerte. Jasnah permanecía de pie, los ojos cerrados todavía, ajena al humo, aunque ahora la suciedad cubría su cara y sus ropas. También había dejado marcas en las paredes.
Shallan había leído sobre esto, pero todavía estaba asombrada. Jasnah había transformado la piedra en humo, y como el humo era mucho menos denso que la piedra, el cambio había dispersado el humo con un estallido.
Era cierto: Jasnah tenía una animista que funcionaba. Y además era poderosa. Nueve de cada diez animistas eran capaces de unas cuantas transformaciones limitadas: crear agua o grano a partir de la piedra; formar blandos edificios de roca de una sola habitación con el aire o la tela. Una animista superior, como Jasnah, podía efectuar cualquier transformación. Convertir literalmente cualquier sustancia en otra. Cómo debía molestar a los fervorosos que una reliquia tan sagrada y poderosa estuviera en manos de alguien que no pertenecía al fervor. ¡Y una hereje, nada menos!
Shallan se puso en pie tambaleante, dejando el trapo en su boca, respirando aire húmero pero libre de humo. Tragó saliva, sus oídos volvieron a embotarse cuando la presión de la sala volvió a la normalidad. Un momento después, el rey corrió a la habitación ahora accesible. Una niña pequeña, junto con varias ayas y otros sirvientes de palacio, estaba sentada en el otro lado, tosiendo. El rey la cogió en brazos. Era demasiado joven para tener una manga de recato.
Jasnah abrió los ojos, parpadeando, como si estuviera momentáneamente confundida por su situación. Inspiró profundamente, y no tosió. De hecho, sonrió, como si le gustara el olor a humo.
Se volvió hacia Shallan y se concentró en ella.
—Sigues esperando una respuesta por mi parte. Me temo que no te gustará lo que diga.
—Pero no has terminado de ponerme a prueba todavía —dijo Shallan, obligándose a ser osada—. Sin duda no harás tu juicio hasta que lo hayas hecho.
—¿No he terminado? —preguntó Jasnah, frunciendo el ceño.
—No me has preguntado por todas las artes femeninas. No mencionaste la pintura y el dibujo.
—Nunca me han sido de mucha utilidad.
—Pero pertenecen a las artes —dijo Shallan, desesperada. ¡Era donde estaba mejor dotada!—. Muchos consideran que las artes visuales son las más refinadas de todas. He traído mi carpeta. Puedo mostrarte lo que sé hacer.
Jasnah frunció los labios.
—Las artes visuales son frívolas. He sopesado los hechos, niña, y no puedo aceptarte. Lo siento mucho.
El corazón de Shallan se estremeció.
—Majestad —le dijo Jasnah al rey—, me gustaría ir al Palaneo.
—¿Ahora? —preguntó el rey, acunando a la niña—. Pero vamos a celebrar una fiesta…
—Agradezco el ofrecimiento, pero tengo abundancia de todo menos tiempo.
—Naturalmente —dijo el rey—. Te llevaré personalmente. Gracias por lo que has hecho. Cuando oí que había solicitado la entrada… —continuó hablando con Jasnah, que lo siguió sin decir nada pasillo abajo, dejando a Shallan detrás.
Shallan se llevó la mochila al pecho, se quitó el paño de la boca. Seis meses de búsqueda, para esto. Agarró frustrada el trapo, apretujando el agua cenicienta entre sus dedos. Quería llorar. Eso era lo que probablemente habría hecho de haber sido la misma niña que fue hacía seis meses.
Pero las cosas habían cambiado. Ella misma había cambiado. Si fracasaba, la casa Davar caería. Shallan sintió que su determinación se redoblaba, aunque no pudo impedir que unas cuantas lágrimas escaparan de las comisuras de sus ojos. No iba a rendirse hasta que Jasnah se viera obligada a cargarla de cadenas y hacer que las autoridades se la llevaran.
Con paso sorprendentemente firme, echó a andar en la dirección que había seguido Jasnah. Seis meses antes, les había explicado a sus hermanos un plan desesperado. Aprendería con Jasnah Kholin, erudita, hereje. No por la educación. Ni por el prestigio. Sino para averiguar dónde guardaba su animista.
Y entonces se lo robaría.
«Tengo frío. Madre, tengo frío. ¿Madre? ¿Por qué puedo seguir oyendo la lluvia? ¿Cesará?»
Recogido en Vevishes, año 1172, 32 segundos antes de la muerte. El sujeto era una niña ojos claros, de unos seis años de edad.
Tvlakv sacó a todos los esclavos de sus jaulas al mismo tiempo. Esta vez no tenía que se escaparan o hubiera una rebelión: no con otra cosa sino desierto tras ellos y más de cien mil soldados armados delante.
Kaladin bajó de la carreta. Estaban dentro de una de las formaciones parecidas a cráteres, su irregular pared de piedra alzándose al oeste. El terreno había sido despejado de plantas, y la roca resbalaba bajo sus pies descalzos. Charcos de agua de lluvia se habían acumulado en las depresiones. El aire era limpio y nítido, y el sol en el cielo fuerte, aunque con esta humedad oriental siempre se sentía mojado.
Alrededor se extendían los signos de un ejército largamente establecido: esta guerra llevaba en marcha desde la muerte del antiguo rey, casi seis años atrás. Todo el mundo contaba historias de aquella noche, la noche en que los hombres de las tribus parshendi asesinaron al rey Gavilán.
Los pelotones de soldados marchaban, siguiendo direcciones indicadas por círculos pintados en cada intersección. El campamento estaba repleto de largos búnkeres de piedra, y había más tiendas de las que Kaladin había visto desde arriba. Las animistas no podían utilizarse para crear cualquier refugio. Tras el hedor de la caravana de esclavos, el lugar olía bien, rebosante de aromas familiares como el cuero tratado y las armas engrasadas. Sin embargo, muchos de los soldados tenían aspecto desaliñado. No estaban sucios, pero tampoco parecían especialmente disciplinados. Recorrían el campamento en grupos, con las guerreras sin abrochar. Algunos señalaron a los esclavos y se rieron de ellos. ¿Este era el ejército de un alto príncipe? ¿La fuerza de élite que luchaba por el honor de Alezkar? ¿A esto era a lo que Kaladin había aspirado a unirse?
Bluth y Tag vigilaban atentamente mientras Kaladin se alineaba con los otros esclavos, pero no intentó nada. Este no era el momento de provocarlos: Kaladin había visto cómo actuaban los mercenarios cuando estaban cerca de soldados de verdad. Bluth y Tag interpretaron su papel, caminando con el pecho henchido y las manos posadas sobre las armas. Empujaron a unos cuantos esclavos a su sitio, le dieron un golpe con una porra en el vientre a un hombre y lo maldijeron con saña.
Se mantuvieron apartados de Kaladin.
—El ejército del rey —dijo el esclavo que tenía al lado. Era el hombre de piel oscura que lo había intentado convencer para escapar—. Creí que íbamos a trabajar en las minas. Esto no será tan malo después de todo. Limpiaremos letrinas o mantendremos carreteras.
Era extraño, ansiar trabajar en las letrinas o hacerlo bajo el caluroso sol. Kaladin esperaba otra cosa. Esperaba. Sí, había descubierto que todavía podía sentir esperanza. Una lanza en sus manos. Un enemigo al que enfrentarse. Podría vivir con eso.
Tvlakv hablaba con una mujer ojos claros de aspecto importante. Llevaba el pelo recogido en un complejo peinado, chispeando de amatistas infusas, y su vestido era de un escarlata oscuro. Tenía un aspecto muy parecido al de Laral, al final. Probablemente era cuarta o quinta dahn, esposa y escriba de uno de los oficiales del campamento.
Tvlakv empezó a alardear de su mercancía, pero la mujer alzó una delicada mano.
—Puedo ver lo que estoy comprando, esclavista —dijo con suave acento aristocrático—. Los inspeccionaré yo misma.
Empezó a caminar ante la fila, acompañada por varios soldados.
Su vestido seguía la moda noble alezi: una sólida franja de tela, tensa y ajustada en el torso y estilizadas faldas debajo. Se abotonaba en los lados del torso de la cintura al cuello, donde quedaba rematada por un pequeño cuello bordado en oro. La manga izquierda, más larga, ocultaba su mano segura. La madre de Kaladin siempre había llevado solo un guante, cosa que a él le parecía más práctico.
A juzgar por su cara, no le impresionaba demasiado lo que veía.
—Estos hombres están medio famélicos y enfermos —dijo, tomando una fina vara de una joven ayudante. La usó para alzar el pelo de la frente de uno de los esclavos e inspeccionar su marca—. ¿Pides dos broams de esmeraldas por cabeza?
Tvlakv empezó a sudar.
—Tal vez uno y medio…
—¿Y qué utilidad tendrían para mí? No me fiaría de hombres tan sucios cerca de la comida, y tenemos parshmenios que hacen casi todos los demás trabajos.
—Si su alteza no está satisfecha, podría abordar a otros altos príncipes…