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Authors: Anónimo
Muchos buenos caballeros se quitaron los yelmos de la cabeza y se sentaron en la sangre sobre los cuerpos a que habían dado muerte. Los nobles extranjeros seguían espiados por sus contrarios.
Antes que llegara la noche, el noble rey y Crimilda la reina hicieron que los Hunos intentaran nuevamente el asalto por si conseguían vencer; a su lado se veían más de veinte mil que debían emprender el combate.
Una horrible tempestad descargó sobre los extranjeros. Dankwart, el hermano de Hagen, aquel hombre fortísimo, dejó a sus señores y saltó hacia la puerta para hacer frente al enemigo. Creyeron que había muerto, pero apareció sano y salvo.
La terrible lucha continuó hasta que fue de noche: los extranjeros se defendieron como deben hacerlo los héroes, durante todo un día de verano contra los guerreros de Etzel. ¡Oh! ¡cuántos buenos caballeros cayeron muertos ante ellos!
A mediados del estío tuvo lugar la gran matanza, y entonces fue cuando Crimilda vengó en sus más próximos parientes y en muchos guerreros, las aflicciones de su corazón. Desde entonces el rey Etzel careció de toda alegría.
Ella no había pensado en tan horrible carnicería: quería haber hecho de modo que en el combate pereciera sólo Hagen y ninguno más. Peró el maldecido demonio extendió en todos su desgracia.
Había pasado el día y sentía pesar y angustia. Ellos pensaban que valía más morir de una vez, que no soportar lentamente tan atroces dolores. Deseaban ya hacer la paz con sus enemigos, aquellos esforzados guerreros.
Rogaron que viniera el rey a la sala. Los héroes empapados en sangre y deslumhrando con el brillo de sus armas, salieron del palacio con los tres reyes. No sabían a quien quejarse de sus terribles males.
Etzel y Crimilda avanzaron los dos: el país era suyo y tenían muchos señores. Él dijo a los extranjeros:
—Decid ¿qué queréis de mí? ¿Creéis obtener paz? eso difícilmente puedo concederlo, después de los grandes males que me habéis ocasionado. Por largo tiempo que viva no accederé a lo que queréis. Habéis matado a mi hijo y muchos de mis parientes, por esto es imposible toda compensación y paz.
A estas palabras respondió Gunter:
—A ello nos ha obligado la desgracia. Todos los de mi séquito han sido asesinados por tus guerreros en los alojamientos: ¿había yo merecido esto? Yo he venido con la mejor buena fe, creía que me seríais fiel.
Así dijo Geiselher el joven de Borgoña:
—Vosotros guerreros del rey Etzel que aún estáis vivos, ¿qué tenéis que reprocharme? ¿qué os he hecho? Yo vine a este país en la mejor amistad.
—Vuestra bondad es la que ha esparcido tanta desolación por ciudades y campos —le respondieron ellos—; siempre desearemos que no hubierais venido nunca de Worms. ¡A cuántos habéis dejado huérfanos en el país tú y tus hermanos!
Fuertemente irritado, dijo Gunter el héroe:
—Si queréis hacer la paz con nosotros y desechar todo el violento odio, sería ventajoso para ambas partes. Nosotros no hemos merecido nada de lo que el rey Etzel nos hace sufrir.
—Mis males no son iguales a los vuestros —dijo el rey a los extranjeros—. La gran desgracia del combate, las pérdidas y las muertes que me habéis causado, son los motivos que tengo para que ninguno vuelva vivo de aquí y redundará en honor para vos.
«Entonces se decidirá pronto nuestra suerte. Muchos de los que os siguen están descansados y nos matarán porque nos abruma la fatiga: ¿qué tiempo podremos resistir a vuestros guerreros en el combate?
Los guerreros de Etzel se manifestaban dispuestos a consentir que los héroes salieran de la sala. Cuando Crimilda lo oyó sintió gran pesar, por esto se les negó la paz que solicitaban.
—No, nobles guerreros, yo os aconsejo que no hagáis lo que habéis pensado, pues si salen de la sala harán una horrible carnicería en la que todos vuestros parientes serán heridos mortalmente.
»Aunque no quedaran vivos más que los hijos de Uta y mis nobles hermanos llegaran a respirar el viento y a refrescar sus armaduras, estabais perdidos: en la tierra no ha habido nunca tan fuertes héroes.
—Muy hermosa hermana mía —dijo el joven Geiselher—; no esperaba tanto rigor cuando me invitastes a venir a este país: ¿por qué merezco que los Hunos me den muerte?
»Yo siempre te fui fiel y nunca te causé pesar; viene tu corte creyendo que me amabas, querida hermana mía. Piensa en nosotros con la afección que debes.
—No puedo tener misericordia con vosotros, sólo os tengo odio: a mí me han causado grandes pesares Hagen de Troneja y aquí en mi país ha matado a mi hijo, es menester que todos me lo paguéis.
»Si queréis entregarnos prisionero solo a Hagen, os dejaré a los demás la vida, porque sois hermanos míos, hijos de mi madre: entonces hablaremos de paz con los héroes que están aquí.
—No quiera tal cosa el Dios del cielo —contestó Gernot—, aunque fuéramos mil moriríamos todos tus fieles parientes, antes que entregar a un solo hombre prisionero; jamás haremos eso.
—Menester es que muramos —dijo Geiselher—, no abandonaremos a ninguno de nuestra escolta de caballeros. Los que quieran atacarnos que sepan que estamos aquí; no faltaré a la fe que debo a un amigo mío.
El fuerte Dankwart dijo, porque no le convenía callar:
—No quedará solo aquí mi hermano Hagen. Los que nos niegan la paz lo sentirán; le haremos ver que decimos la verdad.
—Llegad hasta la escalera —dijo la esposa del rey—, vosotros guerreros, y vengad mis ofensas. Yo os quedaré agradecida como debe ser. La impertinencia de Hagen recibirá por mí su recompensa.
»No dejéis salir a uno solo de la sala; yo haré prender fuego al palacio por sus cuatro extremos: así vengaré mis ofensas.
Los guerreros del rey Etzel estuvieron pronto dispuestos. Obligaron a entrar en la sala a los que habían salido, a lanzadas y flechazos: movióse terrible estruendo. Los príncipes y sus guerreros no quisieron separarse; no podían prescindir de la fe que se debían unos a otros.
La esposa de Etzel mandó entonces prender fuego a la sala y las llamas atormentaron los cuerpos de aquellos héroes. Con el viento ardió todo el palacio. Creo que nunca hubo guerreros que sufrieran tan atroz martirio.
—¡Oh! ¡cruel desgracia! —gritaban muchos—, ¡mejor hubiera sido morir en el combate! ¡Dios tenga piedad de nosotros; estamos perdidos! Con furia se venga la reina y descarga sobre nosotros su cólera!
—Aquí tenemos que morir —dijo uno de ellos—, por el humo o el fuego; ¡qué horrible desgracia! El calor me hace sufrir tanto con la sed, que creo que mi vida acabará pronto en tan terrible martirio.
Así dijo Hagen de Troneja:
—Vosotros nobles y buenos caballeros, a los que la sed os hace sufrir, bebed sangre. En calor semejante vale más que el vino; en este momento no hay nada mejor que beber.
El guerrero fue a donde estaba un muerto, se inclinó, desatóle el casco y comenzó a beber la sangre que manaba de sus heridas. Por raro que parezca, aquello le hizo mucho bien.
—Dios os lo pague, señor Hagen —dijo el hombre sediento—, por lo bien que me ha hecho vuestro consejo de que beba. Nunca me fue escanciado mejor vino: por mucho que viva siempre os estaré agradecido.
Cuando los demás oyeron que aquello era bueno, hubo muchos que bebieron sangre: con esto se aumentó la fuerza de aquellos guerreros; y muchas amorosas mujeres perdieron luego a sus queridos esposos.
El fuego caía en la sala sobre ellos, pero se preservaban dejándolos resbalar por sus escudos. El humo y la sed les hacían sufrir mucho. Nunca se hizo sufrir tan grandes tormentos a los héroes. Hagen de Troneja, dijo:
—Arrimaos a las paredes; no dejar caer las ascuas sobre las celadas de los yelmos y apagarlas con los pies en la sangre. Una horrible fiesta es la que la reina nos ofrece.
En estos tormentos pasó la noche. Dentro del palacio el valeroso músico y Hagen, su compañero, estaba apoyados en los escudos esperando grandes ataques de los guerreros del rey Etzel.
El techo que cubría la sala preservó a los extranjeros y muchos lograron escapar con vida, pero sufrían grandes dolores con las llamas que entraban por las ventanas. Así se defendieron aquellos guerreros como el honor les prescribía. El músico dijo:
—Entremos en la sala: así creerán los Hunos que hemos muerto en el suplicio a que nos han condenado; pero nos verán permanecer fuerte después del combate.
Geiselher, el joven de Borgoña, dijo:
—Me parece que pronto será de día, pues llega hasta aquí un aire fresco. ¡Nos dejará el Dios del cielo vivir algún tiempo! ¡Espantosa ha sido la fiesta que nos ha dado mi hermana Crimilda!
—Ya diviso el día —añadió uno de ellos—. Ya que no ha de mejorar la suerte de los guerreros, armémonos y defendámonos. Pronto veremos venir a la esposa del rey Etzel.
El rey creyó que todos los extranjeros habían muerto a causa de la batalla o por el suplicio del fuego. Pero aún vivían de aquellos valientes más de seiscientos hombres como ningún rey los había tenido.
Los que desde lejos espiaban a los extranjeros habían visto algunos de ellos que vivían los príncipes y su gente, a pesar de cuantos tormentos Ies habían inferido para que murieran. Se los veía andar por el palacio sin el menor daño. Dijeron a Crimilda que muchos vivían todavía.
—No puede ser —contestó la reina— que uno solo se haya librado de las llamas. Mejor creo que todos han muerto.
Bien hubieran querido los príncipes y sus hombres escapar de aquella angustia, si les acordaran misericordia, pero no la hallaron en ninguno de los del Huneland. Vengaron sus muertes con terribles manos.
A la mañana siguiente, desde muy temprano, comenzaron los ataques; los héroes se encontraron en gran peligro. Les arrojaron fuertes lanzas, pero supieron defenderse de una manera terrible aquellos bravos y valerosos guerreros.
Los guerreros de Etzel se hallaban muy encolerizados; ellos querían ganar el oro rojo y los regalos que habían prometido, así como también cumplir las órdenes que el rey había dado, por lo que murieron muchos. Acudió hacia la puerta un gran número de guerreros y el músico dijo:
—Aquí estamos. Nunca vi guerreros que acudieran tan presurosos al combate como los que por matarnos han recibido oro del rey.
Muchos de ellos contestaron:
—¡Al combate! Ya es tiempo de que concluyamos; aquí no morirá ninguno que no deba morir.
Inmediatamente se vieron las jabalinas llover sobre los escudos. ¿Qué más podré decir? Más de mil doscientos hombres asaltaron por todas parte. Los extranjeros saciaron su encono hiriendo a los enemigos. Nadie podía poner paz entre ellos y la sangre corrió a torrentes por las mortales heridas. Se escuchaba como cada uno llamaba a sus amigos. Todos los valientes y ricos reyes fueron muertos: los parientes que los amaban sintieron amarguísima pena.
Los extranjeros habían combatido bien aquella mañana. El esposo de Gotelinda llegó a la corte y vio por todas partes una horrible carnicería. Interiormente lloró el fiel Rudiguero.
—¡Oh, desgraciado de mí, por qué he nacido! —exclamó el guerrero—, y por qué nadie ha podido evitar tan grandes desgracias. Intervendría para hacer la paz, pero el rey se negará; pues cada vez son mayores y más fuertes sus pérdidas.
El buen Rudiguero envió a Dietrich para ver si podía vencer la cólera del altivo rey. El de Berna le hizo contestar:
—¿Quién podrá contenerlo ya? El rey Etzel no quiere que se interponga nadie.
Un guerrero Huno, viendo allí a Rudiguero con los ojos llenos de lágrimas, de las que había vertido muchas, dijo a la reina:
—Ved cómo permanece quieto el que puede más cerca de Etzel.
»Y a quien está sometido el país y la gente. ¡Cómo ha obtenido tantas ciudades Rudiguero, sino por la generosidad del rey! En este combate aún no ha descargado un solo tajo.
»Pienso que se preocupa muy poco de lo que aquí ocurre, después que ha conseguido todo lo que deseaba. Dicen que es más fuerte que ningún otro, pero en esta ocasión no lo parece.
Con triste cólera escuchó el fidelísimo guerrero este discurso, y mirando de frente al Huno, pensó: «Ya me las pagarás; ¡dices que soy cobarde! Muy alto has dicho esa palabra aquí en la corte».
Y apretando los puños se dirigió contra él, hiriéndole con tanta fuerza que el guerrero Huno cayó muerto a sus pies. Con esto se aumentó la cólera del rey Etzel.
—Fuera de aquí, fanfarrón —exclamó Rudiguero—, bastantes penas y dolores estoy sufriendo para que me reproches que no lucho. Cierto es que con razón debía sentir odio hacia esos extranjeros.
«Yo les hubiera hecho todo el mal posible, sino fuera el que hasta aquí ha traído a Gunter y su acompañamiento. Yo he sido su guía en el país de mi señor. Por esto mi brazo infortunado no debe atacarlos.
Así dijo al margrave el altivo rey Etzel:
—¿Es así como me ayudáis, noble Rudiguero? Teníamos ya tantos muertos en este país, que no era menester aumentar el número: no habéis obrado rectamente.
—Insultó mi valor y me reprochó los honores y los bienes que como obsequio recibí de vuestras manos —respondió el noble caballero—, por esto al mentiroso le ha ocurrido esa desgracia.
Llegó allí la reina, que había visto la cólera con que el guerrero había herido al Huno. Sus ojos se llenaron de lágrimas y dijo a Rudiguero:
—¿Cómo hemos merecido, ni yo ni el rey aumentar nuestra aflicción? Siempre nos has dicho noble Rudiguero que por nosotros expondrías vida y honor; escucho que todos los guerreros te aprecian más que a nosotros.
»Te recuerdo la fidelidad que me juró tu mano cuando me aconsejaste que tomara a Etzel por esposo, digno caballero, y que me ofreciste servirme hasta la muerte de uno de los dos. Yo, pobre mujer, no me he encontrado nunca en tan amarga desgracia.
—Verdad es, reina, que os juré dedicaros vida y honor; pero no juré perder mi alma, y yo he sido quien trajo a esta fiesta a tan elevados príncipes.
—Acuérdate de tu juramento, Rudiguero —respondió ella—, de tu fidelidad y de la constancia que prometiste en vengar mis ofensas.
—Yo no os negué nunca ningún servicio —contestó el margrave.
Etzel el rico suplicó también, y ambos se arrodillaron a los pies del guerrero. Se veía conmovido al buen margrave, y el distinguido caballero dijo de este modo:
—¡Oh desgraciado de mí que he vivido hasta este día; menester es que me deshonre y que falte a mi fidelidad y a las virtudes que Dios me manda! ¡oh Señor del Cielo, por qué no soy presa de la muerte!