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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (38 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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Su hermana estaba equivocada. El incesto era una aberración, un acto inconfesable. Tuvo que admitirlo: habían heredado la inmoralidad de sus progenitores. Estaban malditos.

Entonces se acordó de Natasha. Primero se le entregaba como una novia el día de su boda. Y luego, minutos más tarde, se burlaba de él en presencia de Héctor. Aquello había sido una crueldad por su parte. Merecía un escarmiento.

Arrojó el cigarro al suelo, con rabia, pisándolo fuertemente con la punta de su zapato. No iba a permitir que Natasha se llevara consigo a Rusia al hombre del que estaba enamorada. Tenía que impedirlo a cualquier precio. Y debía darse prisa, pues solo disponía de veinticuatro horas para deshacerse de él.

En el otro extremo de la plaza pudo ver la fachada de la Jefatura de Policía. Una idea descabellada tomó forma en su cerebro. Estaba decidido: delataría la posición del sindicalista a los agentes que llevaban el caso del empresario asesinado a las puertas del Teatro Apolo.

Con la mente fría, Miguel echó a andar sin ningún escrúpulo.

Fernández-Luna entró en el hotel por la puerta de servicio, no fueran a escandalizarse los clientes de ver a un pordiosero deambulando por un lugar tan distinguido. Así lo había pactado previamente con el gerente del Colón. Era libre de ir y venir a su gusto, disfrazado o vestido al uso tradicional. Pero según en qué ocasiones debía abandonar el edificio por el vestíbulo o por las dependencias que daban a la parte de atrás, donde se ubicaban la cocina, las calderas del agua caliente y los almacenes.

A su paso por el corredor de la planta baja, Ramón les dio los buenos días a las doncellas encargadas de limpiar las habitaciones. Después se encaminó hacia el ascensor que subía hasta la primera planta, el que solía utilizar la servidumbre para trasladar la ropa sucia.

No había hecho más que entrar en la cabina del pequeño montacargas, cuando vio salir a doña Rosario —la gobernanta— de uno de los cuartos de abastecimiento que había al fondo del pasillo.

—Señor Luna… —Se dirigió a él con solemnidad—. Anoche, mientras estaba fuera, recibimos dos telegrama de Madrid a su nombre. Los guardaba el recepcionista para entregárselos cuando tuviese ocasión de hablar con usted. Pero como iba así, vestido con esos ropajes… —le dirigió una fugaz y crítica mirada a su abrigo—, me he tomado la molestia de dejarlos en el escritorio de su cuarto, no fueran a ser importantes.

—Gracias, doña Rosario. Ha sido usted muy amable. —Inclinó ligeramente la cabeza; un simple gesto de cortesía—. Ahora mismo subo a leerlos. Seguro que son buenas noticias.

Y eso fue lo que hizo: nada más entrar en su cuarto se acercó al
secretaire
en busca de ambos telegramas. Desplegó, en primer lugar, el mensaje que le enviaba la Jefatura de Policía de Madrid. Leído el texto, sintió una extraordinaria satisfacción al saber que sus hombres habían encontrado dentro del colchón, como él había previsto, la ganzúa especial utilizada por Eddy Arcos para abrir las puertas de seguridad de los hoteles donde se habían perpetrado los robos. Aquella prueba resultaba concluyente. El Fantôme pasaría una larga temporada en la Modelo de Madrid. Le embargó esa sensación extraña que solía experimentar cada vez que cerraba un caso con éxito.

A continuación abrió el telegrama que le había enviado su esposa. Lo leyó detenidamente. Al cabo de unos segundos se vio obligado a sentarse. Sintió una brutal sacudida por todo su cuerpo.

La historia que ahí se narraba, tan fielmente descrita por Ana, era capaz de estremecer al más inconmovible de los hombres.

28

Fernández-Luna cruzó la puerta de Jefatura a las seis y diez minutos de la tarde. Por entre el bullicio de agentes de policía que iban de un departamento a otro pudo ver a Carbonell en compañía del comisario Salcedo. Ambos estaban junto al mostrador, intercambiando opiniones con el sargento Jiménez.

Se acercó a ellos para saludarles.

—¡Vaya, señor Luna! —exclamó el comisario—. Parece usted más joven desde que se ha afeitado.

—Espero que mi esposa opine lo mismo. —Cruzó las manos por detrás de la espalda—. Ana es una mujer chapada a la antigua, de las que piensan que la virilidad de un hombre reside en su barba y en su bigote.

—Si es que las mujeres son muy estrictas en sus gustos —fue la vaga opinión de Jiménez, que después se alejó del grupo de superiores para atender la visita de un ciudadano que traía cara de haber sido asaltado en mitad de la calle.

—¿Pudiste hablar con el embajador estadounidense? —se interesó Carbonell, dejando a un lado los triviales comentarios de sus colegas de profesión.

—En este mismo instante vengo de la agencia diplomática. He mantenido con él una conversación larga y tendida. Ya te contaré… —El madrileño le guiñó un ojo cómplice—. Pero ahora, centrémonos en nuestro trabajo. ¿Han llegado los funcionarios de la Modelo?

—Hace tiempo que nos aguardan. El vigilante está abajo en el sótano, en la sala de archivos. En cuanto a Pellicer, le he dicho que espere en mi despacho. Lo he dispuesto así para que estuviesen separados, según tus instrucciones.

—Perfecto. Hablaremos primero con Torrench.

A una señal de Carbonell, se les unió nuevamente el comisario Salcedo. Acto seguido fueron hacia las escaleras que conducían al subsuelo del edificio tras desechar la idea de coger el ascensor eléctrico de engranajes.

—Por favor, deja que yo hable con él. —Fernández-Luna se dirigió de nuevo a su compañero—. Y otra cosa muy importante, que nadie contradiga mis palabras. —Desvió su mirada hacia Salcedo.

—Descuide, me mantendré callado —le aseguró el comisario, torciendo el gesto al sentirse aludido.

Minutos después entraban en una amplia sala cuyas paredes, pintadas de un color verde amarillento, aparecían cubiertas por anaqueles donde se archivaban una miríada de ficheros y carpetas. El vigilante permanecía sentado en cabeza, en una de las sillas que había frente a la mesa colocada en el centro de la estancia. Llevaba puesta una chaqueta a doble fila, con cuatro botones y bolsillo de parche en las caderas. El pantalón era de pinzas con vueltas en los bajos y rayas planchadas en las perneras. Su forma de vestir resultaba demasiado exquisita para un simple funcionario, un detalle que no pasó por alto el jefe de la BIC de Madrid.

—Buenos días, señor Torrench —lo saludó de forma cordial, tomando asiento en el otro extremo. Carbonell y su subalterno lo hicieron a ambos lados de la mesa—. Ha sido muy amable al venir esta tarde. Si lo he mandado llamar es porque confío plenamente en su honradez. Así me lo demostró hace una semana cuando visité la prisión. Solo un hombre íntegro como usted hubiese admitido su falta, aun a sabiendas de que podía ser despedido. —Le recordó la breve conversación que habían mantenido a solas en el panóptico—. Dicho esto, iré directo al asunto porque necesito su ayuda. ¿Está dispuesto a colaborar conmigo?

El vigilante parecía desconcertado. Nadie le había expuesto el motivo de su visita a Jefatura.

—Si fuera más explícito me sería fácil responderle. —Echó el cuerpo hacia delante, apoyando los brazos sobre la mesa.

—¿Me promete discreción?

—Completamente —respondió, irguiendo su cuerpo hasta que la espalda quedó alineada con la cabeza.

—Bien… paso a referirle los detalles más importantes de la cuestión que nos ocupa. —Fernández-Luna adoptó un aire de profesionalidad—. Según las investigaciones realizadas, y tras recibir el aviso de uno de nuestros confidentes, que suelen ser infalibles, tenemos la certeza de que alguien de dentro, varios de sus compañeros de trabajo todavía sin identificar, están utilizando las dependencias de la cárcel para esconder productos de contrabando… incluso creemos que sustraen alimentos de los almacenes para luego revenderlos entre la gente del hampa. Existen pruebas, más que suficientes, que relacionan al mago desaparecido con esta pandilla de criminales. Es más, me atrevería a decir que es el cabecilla de la banda y que la evasión de la cárcel forma parte de una hábil e inteligente coartada para desaparecer durante un tiempo, antes de abandonar definitivamente el país. Lo tenía todo planeado, desde la detención por asesinato hasta su novelesca fuga. —Se detuvo un instante, para luego terminar diciendo—. Ese hombre está reclamado por la justicia rusa, británica y francesa, a causa de varios y escabrosos delitos. Es un criminal de lo más peligroso.

Torrench abrió del todo sus ojos, sorprendido ante aquella noticia.

—Me deja usted boquiabierto. ¿Y dice que eso está ocurriendo dentro de la penitenciaría? —Estaba realmente asombrado—. La verdad, en los años que llevo allí trabajando jamás he visto nada extraño o sospechoso.

—Por supuesto que no. Esa gente es muy discreta. De ahí que no haya querido hablar de esto con nadie más que usted. Cualquier otro vigilante o celador podría ser uno de los cómplices del ruso. No puedo arriesgarme y confiar en el hombre equivocado… no hasta que logremos identificarles a todos.

—¿Han hablado con el director? —se interesó el vigilante.

—De momento, hemos preferido actuar con discreción. Ya lo haremos cuando lo creamos oportuno. No debe preocuparse por ese detalle.

—¿Y cómo se supone que he de ayudarle?

—El próximo jueves, y por orden del juez, ingresaré en prisión haciéndome pasar por un recluso condenado por asesinato. De ahí que, como ve, me haya afeitado la barba y el bigote para que nadie me reconozca —le explicó con calma—. Ese día usted estará de guardia en la torre de vigilancia. De madrugada, cuando todos duerman, abandonará su puesto para abrirme la celda…

—Disculpe que lo interrumpa —atajó Torrench—, pero eso va a ser imposible. A los vigilantes no se nos confía ningún juego de llaves. Tendría que pedírselas al director, al jefe de la prisión o al celador de turno.

—El teniente Pellicer le entregará una copia mañana mismo.

—De acuerdo —asintió—. Por favor, continúe…

—Como le decía, una vez en libertad deberá acompañarme a registrar las oficinas, la capilla, el dispensario, el sótano y los almacenes de ropa, comida y otras provisiones. Incluso es posible que tengamos que inspeccionar el depósito de cadáveres y las alcantarillas donde desaguan las inmundicias.

—¿De verdad que hablarán de esto con el señor Ródenas?

No le atraía la idea de actuar sin el consentimiento de su superior.

—No se preocupe. La ejecución de nuestro plan tiene el visto bueno del inspector de Seguridad y del gobernador civil.

Aquello tranquilizó bastante a Torrench.

—Bueno… si eso es todo lo que necesita de mí, estaré encantado de colaborar. Prometo no defraudarle.

—No sabe usted cuánto se lo agradezco —manifestó Fernández-Luna, poniéndose en pie. Daba por finalizada la entrevista—. Y recuérdelo, la madrugada del viernes tiene una cita conmigo en la Modelo. Le estaré esperando para que me abra la puerta de la celda.

Después de estrechar su mano, le pidió a Salcedo que acompañara al vigilante de prisiones hasta la puerta de salida de Jefatura.

Cuando quedó a solas con Carbonell, le dijo a este lo que tanto deseaba escuchar.

—Amigo mío, creo que ya va siendo hora de que te desvele el misterio que se cierne alrededor de este caso. —Le lanzó una mirada felina a su compañero—. Pero antes, vayamos a hablar con Pellicer.

Cuando el comisario Manuel Bravo Portillo entró en Jefatura prodigando soberbia, como era habitual en él, hasta las moscas guardaron silencio. Bastaba con ver el rostro de los agentes de policía, sus propios compañeros, para percibir la fuerte aversión que generaba la personalidad de aquel hombre a su paso por el vestíbulo. Los delincuentes que aguardaban la orden de su traslado a la cárcel Modelo, quienes permanecían sentados en el banco de los detenidos, agacharon las cabezas por simple precaución, no fuera a fijarse en ellos aquel jactancioso individuo con fama de asesino.

En los cafés y tabernas de la ciudad se contaban toda clase de historias sobre él. Se decía que muy pocos sobrevivían a sus interrogatorios debido a la severidad con que infligía los castigos. Sus rigurosos métodos estaban muy por encima de la violencia empleada por los demás agentes de la Ley, quienes eran bastante más comedidos a la hora de meter en cintura a los criminales. Y es que Bravo Portillo era un sádico. Todos en Barcelona sabían de su rudeza. Sus superiores lo habían llamado al orden en más de una ocasión, pero él se escudaba en la inmunidad que le conferían el Somatén de José Bertrán y Musitu, la burguesía y la aristocracia. Sus turbios manejos como espía para los alemanes, y el hecho de haber creado una inmensa red de confidentes, con los que vigilaba a los más peligrosos anarquistas y delincuentes comunes, bastaban para que el señor Riquelme lo mantuviese todavía en nómina. En realidad, podía decirse que existía una Policía paralela a la sistematizada por el inspector general de la Jefatura, compuesta por una banda de pistoleros ejercitados en las cloacas policiales y puesta al servicio de los prohombres de la Ciudad Condal.

Al pasar junto al mostrador, Jiménez se dirigió a él con suma cortesía.

—Buenas tardes, don Manuel —lo saludó—. Esta mañana vino un caballero preguntando por usted. Dijo tener noticias sobre el paradero del terrorista que atentó contra la vida del empresario textil a la salida del Teatro Apolo.

—¿De quién se trata? —Se acercó a él, mostrando interés por el asunto.

—No quiso identificarse, pero me dejó esto para que se lo confiara personalmente. —El sargento sacó un sobre cerrado de debajo del mostrador.

Bravo Portillo se hizo con él, girándolo por las dos caras para ver si llevaba alguna anotación escrita o un nombre. Estaba completamente en blanco.

—¿No te explicó nada más? —Se atusó su ridículo bigote de estilo imperial, arqueando las puntas vueltas hacia arriba.

—No, señor. El mulato se marchó después de dejarme el recado de entregarle la carta.

Salcedo, que en ese instante regresaba de acompañar al vigilante de prisiones hasta la puerta de salida, se detuvo al escuchar las palabras del sargento.

—¿Has dicho mulato? —preguntó, movido por la curiosidad. Se acercó al mostrador donde estaba Jiménez.

—Así es. Iba elegantemente vestido con un traje blanco de lino y
canotier
. Por su apariencia, se diría que es un opulento criollo de las antiguas colonias de Cuba o Puerto Rico.

—No puede ser otro que Miguel Lorente —pensó en voz alta, sorprendido de que uno de los sospechosos del caso del prestidigitador desaparecido estuviera relacionado, de algún modo, con el anarquista que acabó con la vida de cuatro personas en plena avenida del Paralelo.

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