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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (42 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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Fernández-Luna le echó un último vistazo al cadáver. Tenía dos enormes agujeros de salida en el pecho, por donde corría a espuertas la sangre. Aquello había sido una ejecución en toda regla, sin juez ni veredicto. Lo que más sintió es que individuos como Bravo Portillo solían recibir toda clase de elogios por parte de la prensa conservadora y la alta aristocracia barcelonesa, cuando en realidad no eran más que asesinos a sueldo que contaban con la protección de sus oficiales superiores. Los rudos procedimientos de aquel hombre sin escrúpulos quedaban siempre al margen de la Ley, pero nadie se atrevía a denunciarlo.

«Algún día, ese cabrito se encontrará con la horma de su zapato», pensó mientras se alejaba del lugar de los hechos, cabizbajo.

No se equivocaba entonces: tres años más tarde, un grupo de anarquistas acabaría con la vida del comisario Manuel Bravo Portillo en represalia por el asesinato de Pablo Sabater, presidente del Sindicato de Tintoreros de Barcelona.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

Miguel permanecía sentado en una silla de felpa blanca, junto al escritorio. Oculta tras el biombo, su hermana procedía a quitarse el vestido.

—Ya lo estás haciendo, hermanito. —Asomó la cabeza por encima de la hoja de madera embellecida con motivos chinescos. Efectuó una graciosa mueca con sus labios.

—En serio, María…

—De acuerdo, ¿qué quieres saber?

La Mulata salió de detrás de la mampara. Llevaba puesto un ceñido corsé de color lavanda y unos pololos blancos con encajes. Tomó asiento en la cama, frente a él, cruzando sus largas y bien torneadas piernas.

Miguel la miró a los ojos.

—Cuando llegamos a Barcelona tú ya sabías que ese hombre vivía aquí. ¿No es cierto?

—Sí. —Fue escueta en su respuesta.

—¿Quién te proporcionó su nombre?

—Mamá Olga.

—¿Nuestra madre adoptiva? —Arrugó la frente.

—Así es. Me lo confesó todo en su lecho de muerte: quiénes fueron nuestros verdaderos padres… lo que hicieron… las consecuencias del escándalo.

—Al margen de los intereses de nuestra misión, ¿tenías pensado hacerle una visita para sobornarlo?

—Esa era mi intención en un principio, exprimirlo económicamente —admitió la
vedette
—. Pero no tuve más remedio que solicitar de él otro favor. Ya sabes cuál.

El cubano asintió en silencio. No necesitaba que se lo explicase. Ambos habían sido cómplices, directa o indirectamente, de aquellos horrendos crímenes.

—¿Por qué no me contaste nada hasta que llegamos a España? —Formuló su pregunta con cierto tono de reproche.

María se levantó de su asiento. Fue hacia él. Se reclinó en el suelo, apoyando la cabeza sobre las rodillas de su hermano. Abrazó con fuerza sus piernas.

—Cariño… te conozco demasiado bien —le dijo, de forma afectuosa—. Hubieses sufrido mucho de haberlo sabido. Siempre fuiste un niño muy sensible. ¿Cómo iba a decirte que nuestros padres eran unos monstruos?

Miguel sintió un nudo en la garganta. Lo cierto es que andaba sobrecogido desde que su hermana le desvelara aquel terrible secreto. De ello hacía solo unos meses, pero a veces tenía la impresión de que habían transcurrido varios años. Pensó en lo irónico que era el destino: aquel niño sensiblero y afectivo del que hablaba María se había convertido de la noche a la mañana en la viva imagen de su padre: en un criminal. Solo que él actuaba llevado por sus ideales, y no por el afán de dinero y la depravación.

—Ya has oído lo que nos ha dicho Natasha esta noche. Ese bastardo no quiere volver a vernos en Barcelona —resumió tras un prolongado silencio.

Ella alzó la mirada. Los ojos de su querido hermano estaban vidriosos.

—Descuida, Miguel. —Alargó la mano para acariciarle el rostro—. Puedes estar seguro de que jamás regresaremos a esta ciudad.

31

—¡Bendito sea Dios, don Ramón, viene usted caído del cielo! —exclamó Casilda, nada más abrir la puerta. Tenía el rostro descompuesto—. Pero, por favor… pase adelante. —Se echó a un lado.

Carbonell le entregó el bastón y el sombrero antes de entrar en el vestíbulo.

—¿Ocurre algo? —preguntó, sorprendido por el extraño recibimiento de la doncella.

—Es doña Dolores. —Colgó el bombín en la percha de la pared e introdujo el bastón en el paragüero—. Esta tarde tuvo que acostarse en la cama aquejada de un fuerte dolor de estómago. Ha estado con náuseas. Incluso ha vomitado varias veces.

—¡Vaya! Qué contrariedad. —La noticia lo pilló desprevenido—. ¿Podría verla un instante, o acaso duerme?

—Ahora mismo está despierta, descansando. Agustina le hace compañía. —La fámula sonrió con timidez—. Estoy segura de que su visita le hará bien. Así podrá librarse durante unos minutos de la presencia del ama de llaves. —Bajó el tono de voz—. Sepa usted, en confianza, que doña Dolores no está muy contenta con ella. Los rumores que corren por la casa es que pretende despedirla.

Guardó silencio aconsejado por la prudencia. No quiso añadir más leña al fuego, pero aprobó en todo momento la sabia decisión de su prometida. La vieja Agustina era un pájaro de mal agüero. Haría bien en ponerla de patitas en la calle. Eso sí, tras un generoso estipendio por los años dedicados a la familia del difunto don Rodrigo, y una carta de recomendación para que le fuera posible encontrar un nuevo empleo, sin ningún problema, en una casa digna y acomodada.

—¿Serías tan amable de acompañarme al dormitorio? —le rogó el policía, que ardía en deseos de ver nuevamente a Lolita—. No quiero marcharme sin saludarla.

—Por supuesto, señor.

Instándole a que fuera tras ella, lo condujo hasta el salón. Las paredes estaban cubiertas de vitrinas y muebles decorativos con bibelots, así como de óleos y fotografías de familiares de adusto semblante. Situado junto al ventanal se encontraba el piano, la mayor distracción de las mujeres barcelonesas; su droga incondicional.

—Por favor, tome asiento. —Le indicó el sofá y los sillones de color leonado que ocupaban el centro de la estancia, situados frente a la chimenea—. He de comprobar que la señora está en condiciones de recibirle.

Carbonell accedió a sentarse. La doncella se marchó hacia el dormitorio para avisar a doña Dolores de la inesperada visita de su pretendido.

Apenas habían transcurrido unos minutos, cuando regresó de nuevo al salón.

—Venga conmigo. Ya puede pasar.

Se puso en pie, alisando con esmero la arruga que se le había formado en el pantalón. Después de atravesar el comedor, yendo tras los pasos de Casilda, finalmente llegó a la alcoba principal de la casa. La puerta estaba entreabierta. Golpeó suavemente la hoja con los nudillos.

—Adelante. —Escuchó la sentenciosa voz de Agustina.

Una vez que obtuvo su permiso, la doncella se echó a un lado para que pudiese entrar el caballero. Carbonell le dio las gracias. Sin más demora, se adentró en el dormitorio.

A través de los traslúcidos visillos que colgaban del dosel pudo distinguir la delicada figura de Lolita. Estaba incorporada, con la espalda apoyada en el cabezal, rodeada de confortables almohadones. Sentada a su lado, muy cerca de la mesita de noche, permanecía el ama de llaves. Cruzó con ella una fugaz mirada, nada más. Siguió andando hasta la cama, lentamente pero con firmeza.

Agustina se puso en pie para cederle el asiento al policía.

—Señora… aprovecharé la visita del señor Carbonell para ir a solucionar los asuntos domésticos. —Dirigió su mirada hacia la puerta, donde Casilda seguía esperando instrucciones—. Alguien se tiene que encargar de la cocina mientras Rosalía regresa de la botica.

—Ve tranquila —aprobó Dolores, sintiéndose aliviada al tener que prescindir de su férrea vigilancia aunque solo fuese por unos minutos.

La vieron marcharse en compañía de la doncella. Cuando quedaron a solas, Carbonell se aprestó a piropearla con el fin de espolear su ánimo.

—Estás guapísima —le dijo, cogiéndola de la mano—. Ni la enfermedad ni la tristeza pueden echar abajo la alegría que destilan tus ojos.

—Calla, adulador… —Con gran dificultad, la viuda esbozó una hilarante sonrisa—. Debo de estar demacrada.

—Insisto… ¡Más espléndida que una rosa! —porfió él, haciendo acopio de su galantería.

Rompieron a reír, felices de estar nuevamente juntos.

—Dime… —continuó diciendo Carbonell—. ¿Ha venido a verte un médico?

—El doctor Ibáñez estuvo aquí esta tarde. Dice que es un simple cólico intestinal.

—¿No te ha recetado nada?

—Sí, Grastrol Miret… un tónico para el estómago. —Al percibir cierta inquietud en el gesto del policía, añadió para su tranquilidad—: Descuida, no es nada grave. Solo se trata de una molesta indisposición.

—Me alegro de que te sientas mejor. —Introdujo su mano en el bolsillo interior de la chaqueta—. Así podré entregarte esto… —Dejó en su regazo la caja de cartón—. Lo he comprado para ti esta mañana. Es un regalo.

A Lolita se le iluminó el rostro. No se esperaba aquel detalle. Lo cogió con ambas manos, llevada por la curiosidad.

—¿Qué es? —se interesó al instante.

—Compruébalo tú misma.

Dolores abrió la caja. Sus mejillas se encendieron de rubor al ver el par de guantes con pedrería. Como no tenía palabras para agradecérselo, le hizo un gesto con la mano indicándole que se acercara. Cuando lo tuvo cerca, lo rodeó por el cuello e implantó un delicado beso en sus labios.

—Gracias —susurró—. Son preciosos. Eres el más atento de los hombres.

—Y tú la más atractiva de las mujeres —añadió él, sintiéndose invadido de una repentina euforia. El agradecimiento de Lolita había bastado para insuflar de orgullo su ego varonil.

Después de aquel intercambio de elogios, ambos iniciaron una corta pero amena conversación. Estuvieron charlando de sus cosas durante unos minutos. Pero como Dolores necesitaba descansar, y ya era demasiado tarde, Carbonell no quiso alargar la visita.

—Ahora he de irme. —Besó su mano—. Aunque mañana, de una forma u otra, encontraré el modo de venir a verte de nuevo.

—Te estaré esperando —dijo ella, con una cálida sonrisa prendida en los labios.

Dolores hizo sonar la campanilla que había sobre la mesa de noche, con el fin de llamar a Casilda. Como norma de elemental educación establecida, alguien debía acompañar a su prometido hasta la puerta, y mejor que fuese la doncella y no Agustina.

La sirvienta acudió de inmediato.

—¿Desea algo, doña Dolores?

—El señor Carbonell ya se marcha.

El mallorquín se puso inmediatamente en pie.

—Hasta mañana —se despidió de ella, una vez más.

Ya salía por la puerta, acompañado de Casilda, cuando ambos se encontraron con el ama de llaves. Sostenía una bandeja de plata entre sus manos. Sobre ella podían verse una tetera, un cuenco de cristal con azucarillos y una taza de porcelana, así como una servilleta de ricos bordados y una pequeña cuchara.

—Le he preparado a la señora una tisana de hipérico y rabo-gato. —Se dirigió a Carbonell en un tono de voz visiblemente áspero—. Le sentará bien al estómago.

—Estoy seguro de que Dolores sabrá agradecérselo —respondió, por simple cortesía.

Siguió caminando en pos de la doncella, olvidándose por completo de la censurable mirada que, de soslayo, le había lanzado el ama de llaves antes de marcharse. Cuando llegaron al comedor, Casilda fue aminorando el paso hasta que, con gesto vacilante, se detuvo en seco.

—¿Algún problema? —El policía la miró extrañado.

—Sé que es un atrevimiento por mi parte… —se mordió el labio inferior. No sabía cómo pedirle el favor que precisaba—, pero es que doña Rosalía, la cocinera, ha ido a la botica a comprar el tónico de la señora y no tengo a quién acudir. ¿Podría usted ayudarme? —preguntó con cierto embarazo—. Solo será un segundo.

—Por supuesto que sí. ¿De qué se trata?

—He de transportar un cesto con patatas desde la despensa a la cocina. Como pesa demasiado para una sola persona, necesito que alguien sostenga la otra asa. No se lo pediría si no fuera porque le tengo confianza. De lo contrario, señor… ¡Cómo se me iba a ocurrir a mí molestar a una visita!

—¡Va, mujer! —Le restó importancia al asunto—. No te azores por eso. Te ayudaré encantado.

—Le estoy muy agradecida. —Sonrió—. Por favor… acompáñeme.

Lo condujo hasta la cocina, en cuyos aparadores se amontonaba la vajilla de porcelana, las ollas y la cristalería, y de allí pasaron al estrecho almacén que hacía las veces de despensa. Casilda abrió la puerta con la llave que guardaba en el bolsillo del mandil. Antes de entrar, accionó el interruptor de la luz.

—¿La ve usted? —Señaló una enorme cesta tejida de mimbre colmada de tubérculos—. Ahí está la maldita. Si tuviera que acarrearla yo sola, seguro que acababa rompiéndome el espinazo.

Hizo el ademán de agacharse para tirar de las asas, pero Carbonell se le adelantó.

—Déjame. Ya lo hago yo.

Mientras el policía se ponía en cuclillas para arrastrar hacia fuera la banasta, Casilda, de forma inconsciente, le echó un vistazo a las distintas alacenas que rodeaban las paredes. Frunció la mirada. Hubo un pequeño detalle que llamó su atención.

—Qué extraño… juraría que estaba aquí —pensó en voz alta.

—¿A qué te refieres? —preguntó Carbonell, girando la cabeza hacia ella.

—Pues que no veo el tarro de veneno que utilizamos para acabar con las ratas. —Comenzó a remover los potes de conserva que había alineados en la estantería, por si estos lo ocultaban—. No me gustaría que volviera a ocurrir lo del año pasado. El error de Isabelita estuvo a punto de ocasionar una auténtica tragedia en esta casa.

—¿Quién es Isabelita? —Se puso en pie.

—Era la primera doncella de doña Dolores… hasta hace unos meses. La despidió porque, como la mujer era un poco necia, confundió el arsénico para las ratas con el azúcar. Lo cierto es que al tener forma de terrones se asemejan bastante. —Exhaló un suspiro, haciendo una breve interrupción en su historia—. El caso es que Isabelita se equivocó de tarro y echó veneno en su café. Estuvo muy enferma a causa de la intoxicación, con fuertes dolores de estómago y vómitos, al igual que… —Calló al instante, abriendo por completo sus ojos como si hubiese visto un fantasma—. ¡Ay, Dios mío! —Horrorizada, se echó las manos a la cabeza—. ¡Que son los mismos síntomas! ¡Que doña Dolores puede que se haya envenenado sin querer con el matarratas!

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