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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (43 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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Carbonell sintió cómo se le helaba la sangre de las venas. Aquello no podía ser un error; no después de analizar fríamente el episodio que Casilda acababa de narrarle. La indisposición de Dolores no tenía nada de fortuita, sino que, tal y como comenzaba a sospechar, se trataba de una acción muy premeditada. Alguien pretendía acabar con su vida.

Le vino a la mente la imagen de Agustina, llevando en sus manos la bandeja de plata.

«¡Los azucarillos!», pensó horrorizado.

Sin pérdida de tiempo, salió de la despensa como alma que lleva el diablo, y en su arrebatada estampida casi choca con la doncella. Corrió por toda la casa hasta que llegó, exhausto, al dormitorio principal. Abrió la puerta con ímpetu. El ama de llaves observaba atentamente a Lolita, quien en ese preciso momento se disponía a llevarse la taza a los labios.

—¡No! —gritó, yendo hacia la cama a zancadas—. ¡No bebas de ahí!

A Dolores le sorprendió la aparatosa irrupción de su prometido, pero no a Agustina, cuyo rostro palideció al instante. Temblaba de pies a cabeza.

—Ramón, ¿qué es lo que ocurre? —preguntó la viuda, que luego miró con recelo el humeante líquido de la taza.

Carbonell cogió uno de los azucarillos del cuenco de cristal que había sobre la bandeja. Se lo mostró, sosteniéndolo con los dedos índice y pulgar.

—Tengo razones para creer que alguien intenta envenenarte con arsénico. Esto que ves aquí es matarratas. —Se volvió hacia el ama de llaves—. ¿No es así, Agustina?

La aludida guardó silencio.

—¿Agustina…? —Dolores no salía de su asombro. Jamás hubiese esperado de ella que fuera capaz de llegar tan lejos.

—Lo siento, pero tendrá que acompañarme a Jefatura —dijo Carbonell, acercándose a la criada principal de la casa—. Solo está a dos manzanas de aquí. Podemos ir andando.

—¡Ramón…! —La viuda intervino en favor de aquella mujer que, en su locura, había intentado asesinarla—. No creo que debamos llevar tan lejos este asunto. Bastará con que presente su renuncia. Esta misma noche, por supuesto.

El policía no daba crédito a sus palabras.

—Pero, ¡esa mujer es una asesina!

—Te lo ruego… olvídalo —insistió—. Lo último que deseo es que mi nombre se vea envuelto en un escándalo. —Clavó sus ojos en Agustina, que permanecía con la mirada caída hacia el suelo—. En cuanto a ti, ya puedes recoger tus pertenencias. Te quiero en la calle antes de una hora. ¿Lo has entendido?

—Sí, señora —musitó el ama de llaves, apenas con un hilo de voz. Abandonó la habitación a toda prisa.

Ambos enamorados se observaron en silencio, víctimas de la consternación.

—¿Por qué, Ramón? —le preguntó Dolores, tratando de comprender lo ocurrido—. ¿Por qué la gente se comporta de manera tan irracional?

Después de meditarlo unos segundos, el policía le ofreció su visión particular del asunto, su mirada introspectiva con respecto a la conducta ensoberbecida del ser humano.

—Porque en su delirio se creen dioses… cuando en realidad no son más que ídolos de barro.

Natasha regresó a La Suerte Loca horas después de haber sido testigo del asesinato de su amante. Se adentró en la callejuela con precaución, pues existía la posibilidad de que los hombres del comisario Bravo Portillo estuviesen todavía acechando por los alrededores. Pegó su cuerpo a la pared para mimetizarse con las sombras, caminando con lentitud y sigilo.

Al pasar frente a los tachos de basura pudo ver el reflejo de la sangre impresa en los adoquines del suelo. Alguien se había llevado el cadáver de Héctor, tal vez la propia Policía. Miró hacia la puerta de entrada al edificio. No había nadie por allí cerca, ni una sola de sus compañeras. De hecho, ni tan siquiera se oía la música de la orquestina a través de los ventanales abiertos. Eso quería decir que los clientes habían abandonado el café tras la inspección policial y la posterior ejecución a sangre fría del anarquista.

Aquel era un detalle sin importancia. El propósito de Natasha no era el de seguir prostituyéndose, sino mantener una breve charla con Torcido. Era, en realidad, el único amigo que le quedaba en España. Y además, ahora le urgía pedirle un favor.

Subió las escaleras hasta llegar al principal. La puerta estaba abierta. Asomó ligeramente la cabeza, atenta a cualquier movimiento que resultara sospechoso. Una sonrisa se esparció por su rostro al ver al enano sentado en la pequeña silla de enea, junto al mostrador de recepción. Tenía los codos apoyados en las rodillas, con la mirada fija en el suelo. Parecía somnoliento, o tal vez desmoralizado por lo ocurrido. Él y Héctor habían congeniado el tiempo que el libertario pasó escondido en el almacén. De ahí su inconsolable gesto de nulidad.

—¡Eh, Torcido! —Apenas si alzó la voz, por temor a que alguien más pudiera oírle—. ¿Puedo pasar?

El recepcionista dio un respingo, poniéndose en pie.

—¡Natasha! —exclamó. Después se acercó a ella, todavía sorprendido—. ¿Cómo demonios se te ha ocurrido volver? ¿No has pensado que pudieran estar esperándote? —añadió en tono de reproche.

—Necesitaba hablar contigo. ¿Hay alguien más ahí dentro? —Miró hacia las gruesas cortinas, ahora cerradas, que comunicaban el vestíbulo con la sala de baile.

—Nadie, mi niña. Se han marchado todos. Si me has encontrado aquí, es porque tenía la impresión de que ibas a regresar. Te conozco demasiado bien. No te habrías ido de Barcelona sin despedirte de mí.

—Eres un cielo. —Natasha se arrodilló en el suelo. En un gesto de cordialidad besó su mejilla—. Por eso he de pedirte un favor.

—Lo sé. Buscas un lugar donde pasar la noche. ¿No es cierto?

—No te lo pediría a menos que fuese absolutamente necesario.

—Puedes dormir en el jergón de paja del almacén, el que utilizaba Héctor. —El rostro del «liliputiense» se ensombreció al recordar al terrorista—. Siempre que no te importe, claro está.

—Todo lo contrario. —Comprimió los labios, haciendo un esfuerzo por mantener la entereza—. Puede que todavía conserve el aroma de su cuerpo. Será como tenerlo de nuevo en mis brazos. —Hizo un ademán caricaturesco, reprimiendo las lágrimas.

—Sí… ha sido terrible. Pero debes aprender a vivir con ello. Lo único que espero es que ese maldito mulato reciba algún día su castigo, y que alguien le corte la lengua por soplón.

Debido a la sorpresa que le había provocado escuchar sus palabras, había palidecido en cuestión de segundos.

—¿Cómo has dicho? —se interesó, notando ya un nudo en el estómago.

—¡Ah! ¿Pero no lo sabes? —El enano volvió a sentarse en su pequeña silla de enea, para que sus ojos quedasen a la altura de los de su amiga—. Por lo visto, fue un mulato quien dio el chivatazo. Varias de las chicas que estaban abajo, en la calle, se lo oyeron decir a Bravo Portillo poco antes de que os sacaran a rastras del almacén.

Natasha sintió un fuerte dolor en las sienes, como si un millar de agujas se le clavaran en el cerebro. La lengua se le resecó al instante, e incluso le faltó el aliento. No podía pensar, y más aún le costaba entender el motivo. Aunque después de analizarlo en profundidad creyó encontrar en los celos la raíz de la acusación. Miguel había denunciado el paradero de su amante porque su presencia en el barco podría poner en peligro el éxito de la misión; pero sobre todo, porque no soportaba la idea de verla en brazos de Héctor.

A su juicio, el cubano había cometido una estupidez imperdonable.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Torcido, después de apreciar el inesperado cambio que había sufrido el rostro de Natasha.

—Sí… no es nada. —Parpadeó varias veces, como si despertara de un profundo sueño.

—Me había parecido que…

—Escucha… —lo interrumpió, con nervio—. Necesito que me hagas otro favor.

—Lo que sea. Cualquier cosa que me pidas —se adelantó a decir, dispuesto a ayudarla de forma incondicional.

—¿Tú no guardabas una pistola en el almacén?

—Así es… una pequeña «Mataduques». —Se refería a la Browning FN de 7,65 mm, conocida popularmente por este nombre al ser la misma que había utilizado Gavrilo Princip para asesinar a los archiduques de Austria-Hungría en Sarajevo.

Natasha adelantó su cuerpo, mirándolo luego fijamente a los ojos.

—Necesito que me la prestes.

32

Cuando los respectivos jefes de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid y Barcelona entraron en el despacho del señor Riquelme, este ya se hallaba reunido con el inspector general de la Jefatura, el señor Montero, y también con el teniente coronel García Obeso, jefe del Cuerpo de Seguridad. Los altos funcionarios permanecían sentados frente a la mesa escritorio, con gesto impaciente.

—Llegan tarde —les recriminó el inspector de Seguridad.

—Lo siento, ha sido culpa mía. —Fernández-Luna se atribuyó la responsabilidad de la tardanza, cuando el verdadero culpable era Carbonell; como siempre.

Riquelme hubo de admitir su disculpa, aunque lo hizo a regañadientes. Con un ligero ademán, les indicó los butacones donde podían sentarse.

—Bien, señor Luna —comenzó diciendo, una vez que el madrileño y su compañero tomaron asiento—, doy por hecho que ha resuelto el caso. De lo contrario, no habría convocado esta reunión.

—En efecto —afirmó, con entera seguridad—. Aunque, si me permite la corrección, no nos enfrentamos a un caso sino a dos… y son completamente distintos.

—¿Existe alguna relación entre ellos? —quiso saber García Obeso.

—Sí, pero es tan estrecha como el paso marítimo que media entre Escila y Caribdis. —Echó mano de la mitología griega a la hora de responder con un símil.

—Señor Luna, le recuerdo que no tenemos todo el día. ¿Podría ir directo al asunto y hacernos un breve resumen de sus investigaciones? —le rogó Montero, ávido de noticias.

—De acuerdo, comenzaré por el principio… —repuso, iniciando así las pertinentes explicaciones—. Una cancionista nacida en la antigua colonia de Cuba, llamada María Duminy, apellido artístico, denuncia el robo de una pulsera de brillantes de gran valor, no solo sentimental sino también económico. Las sospechas recaen sobre Igor Topolev, el hombre con quien mantiene relaciones íntimas, un afamado ilusionista de origen ruso que, al igual que ella, actúa en el Alcázar Español, ambos con éxito. Cuando la Policía acude a registrar la habitación del susodicho, descubren parte del cadáver de una mujer en una de sus maletas, concretamente la cabeza… pero ni rastro de la joya sustraída. —Hubo un largo silencio. Fernández-Luna siguió hablando—: Como era de esperar, y máxime en un caso tan irrebatible de homicidio, el presunto asesino fue encarcelado en la penitenciaría después de prestar declaración ante el juez. Lo más insólito de todo este asunto es que esa misma madrugada el recluso desaparece de su celda en extrañas circunstancias, un suceso que, obviamente, desconcierta por completo a los agentes de Policía y a los funcionarios de la cárcel. Nadie ha visto nada… nadie sabe nada. El caso corría el riesgo de acabar archivado al no existir ningún indicio racional con el que poder seguir adelante con la investigación. Y honestamente —añadió con orgullo—, de no ser por la intervención del general La Barrera, que tras haber mantenido una larga charla con el señor Suárez Inclán insistió en que olvidase mi labor en Madrid para que viajara a Barcelona, es lo que hubiese ocurrido.

»Dejando a un lado esta pequeña reflexión, una licencia que me he permitido por simple vanidad… —le lanzó una crítica mirada a Riquelme, recordándole que el menosprecio que este sentía hacia él resultaba injustificado—, he de confesarles que todas las pruebas existentes de esta trama, en contra de Topolev, forman parte de un ingenioso truco. Se trata de un ardid concebido para desviar hacia otro lado la atención del espectador… que en este caso somos nosotros, la Policía. La fuga del Gran Kaspar no es la verdadera cuestión que nos afecta, sino averiguar por qué pretendían endosarle un crimen que en realidad no había cometido.

—¿Cómo sabe que es inocente? —preguntó Riquelme, perplejo.

Fernández-Luna alzó su índice a la vez que esbozaba una amplia sonrisa, como si hubiese barruntado la pregunta.

—En mi opinión, el caso resultaba demasiado sencillo; incluso les diría que un tanto inverosímil. Aquello olía a encerrona. Piénsenlo bien… ¿Qué asesino, a menos que estuviese completamente loco, sería capaz de guardar la cabeza de su víctima en una maleta? ¿Y por qué? Además, estos suelen ser muy meticulosos a la hora de actuar. ¿Quién se iba a arriesgar a cometer un robo de esas características, tras haber perpetrado un crimen, sabiendo que los agentes de la Ley habrían de presentarse en su apartamento a fin de realizar el pertinente registro? ¡No tiene sentido! —Sus palabras calaron hondo en los concurrentes, pues estaban basadas en la más pura lógica—. Para solucionar una ecuación hay que despejar las incógnitas. Si el ruso no tenía nada que ver con el cadáver, había que enfocar el caso desde otra perspectiva y plantearse nuevas interrogantes. Por ejemplo, ¿quién consiguió que la Policía, de forma fortuita, encontrara la cabeza de una mujer oculta en el doble fondo de una de las maletas del afamado ilusionista?

—La denunciante, María Duminy —contestó el señor Montero.

—¡Exacto!

—Pero… ¿Cómo podía saber la cubana que Topolev conservaba parte del cuerpo de su víctima? —objetó García Obeso.

—Porque fue ella misma quien encargó que colocaran la cabeza en la valija del mago. De hecho, tengo la declaración escrita de uno de los empleados del hotel en la que afirma haber visto a un hombre, todavía sin identificar, salir del dormitorio de Topolev con una sombrerera en la mano, horas antes de su detención. Debió de utilizarla para introducir el miembro cercenado en el cuarto sin levantar sospechas, a escondidas del ruso. Pero, ¿por qué motivo habría de disponer María semejante locura? —Mantuvo en suspense la respuesta durante breves segundos—. Por una sencilla razón: deseaba deshacerse de su amante. Y cuando digo esto, me refiero a acabar con su vida. De ahí que lo enviase directamente a la cárcel. Alguien de dentro tenía orden de eliminarlo y hacer que desapareciera su cuerpo. Es en ese mismo momento cuando, únicamente, ambos casos se relacionan —infirió con agudeza—. Aunque, para no desviarnos del asunto, será mejor que les siga hablando de la Mulata. En realidad, ella y su hermano son el centro de este misterio que nos ocupa.

»Voy a omitir los detalles de la supuesta agresión de la que fue víctima la
vedette
en el Alcázar Español, y de la descabellada historia que nos contó esa misma noche, a mí y al señor Carbonell, sobre la inesperada visita del ilusionista en la habitación del Hotel Condal, amenazándola de muerte, porque de ello ya hablamos hace unos días y estoy seguro de que los caballeros poseen dicha información. Solo voy a añadir una cosa: todo era mentira. El propósito de aquella representación consistía en hacernos creer que Topolev, en efecto, se había fugado de la cárcel por arte de magia… y que seguía vivo. ¡Esto es lo que pretendían que pensáramos! —subrayó el de Madrid con cierto énfasis, alzando ligeramente la voz—. Pero en realidad, el presunto terrorista que irrumpió en el Alcázar y disparó varias veces sobre la Mulata, mientras esta realizaba su actuación, no era otro que su hermano Miguel vestido de anarquista y disfrazado con barbas y bigote postizo, de esos que se suele utilizar en los atrezos de los teatros. Lo sé, porque cuando apareció en el camerino de su hermana, fingiendo haberse enterado tarde del suceso, descubrí restos de cola de pegar cerca del lóbulo de su oreja. Apenas había tenido tiempo de limpiarse la cara en profundidad.

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