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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (47 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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Un implacable tormento.

Para mantenerse distraído, y olvidar que se hallaba encerrado en una pocilga, analizó lo ocurrido las últimas veinticuatro horas; en especial, aquel pequeño detalle de la delación del cubano que tanto benefició al comisario Bravo Portillo y que, hasta ayer mismo, le había sido imposible interpretar.

Hubo de admitirlo: la traición era lo último que podía haber esperado de un hombre como Miguel. Lo creía con más honor. Los chivatos, por regla general, eran personas sin escrúpulos; gente cobarde, egoísta y envidiosa. Y aquel no era el perfil del cubano. Pero claro, el amor, a veces, lleva a los hombres a cometer locuras arriesgadas, a quebrantar los valores básicos de la honradez, e incluso a actuar como auténticos canallas.

Irremediablemente se acordó de Natasha. Sus delirios de venganza se habían desvanecido para siempre. Una vez perdida la batalla contra la inoperante política del zar, y tras haber sufrido la pérdida del hombre del que estaba enamorada, su única meta a partir de ahora consistiría en sobrevivir al aislamiento, la inmundicia y la soledad. Su celda no debía de estar muy lejos de la suya, ya que el departamento de las mujeres y los niños quedaba al otro lado del pequeño patio triangular, en la parte posterior de la prisión preventiva. Desde la ventana de su celda podía ver el módulo de la penitenciaría correccional. Sintió lástima de ella.

En cuanto a María Duminy, habían encontrado su vestido flotando en las aguas del puerto, pero ni rastro de su cuerpo. Tal vez en unos días apareciese el cadáver. Todo era cuestión de tiempo. El mar solía llevarse a los ahogados para luego devolverlos en un lamentable estado de descomposición. Se consoló pensando que para entonces estaría en Madrid, atendiendo sus propios asuntos.

Ya se le cerraban los ojos a causa del sueño cuando escuchó, en el corredor, el sonido metálico de un cerrojo al abrirse. Se puso en pie de un salto, agudizando bien el oído. Alguien, posiblemente el celador nocturno, había abierto una de las puertas no muy lejos de la suya. Escuchó un susurro de voces y pasos que se alejaban en la distancia. Al cabo de unos segundos, el silencio volvió a adueñarse de la quinta galería.

El juego había comenzado.

Un cuarto de hora más tarde, aproximadamente, Torrench acudió a abrirle la puerta según habían convenido días atrás en Jefatura. Bajo el brazo llevaba un uniforme de vigilante, bien planchado y doblado, de los que se guardaban en el almacén.

—Le he traído esto, como me pidió —le dijo nada más cruzar la puerta, entregándole la indumentaria.

—Gracias. —Fernández-Luna se hizo con ella. Dejándola sobre la cama, procedió a quitarse el parche del ojo—. Mientras me visto, haga el favor de comprobar que no viene nadie por el corredor.

Torrench asintió en silencio. Salió afuera para vigilar la zona. No vio a nadie. El celador nocturno debía de estar haciendo su ronda en la segunda planta. Su corazón latía acelerado.

—Ya estoy listo. Podemos irnos. —El madrileño se cerró los botones del uniforme, colocándose después la gorra de guardián.

—¿Y adónde se supone que vamos? —formuló su pregunta mientras cerraba de nuevo la celda.

—Empezaremos por la planta baja. Si no recuerdo mal, allí se encuentran las oficinas, el horno, la cocina y los almacenes.

—También la habitación del portero y los dormitorios de los guardianes. —Le refrescó la memoria.

—Descuide. Nos alejaremos del recinto destinado al personal. Iniciaremos la inspección en la cocina. He de comprobar si los cómplices del ilusionista esconden en el sótano la mercancía que traen ilegalmente desde otros países. Si es así, tendré las pruebas que necesito para detenerles. —Desvió su mirada hacia el funcionario de prisiones. En aquel instante caminaban por el corredor—. La última vez que estuve aquí hubo un pequeño detalle que llamó mi atención. Necesito confirmar si son ciertas mis sospechas.

Durante una fracción de segundo, le pareció ver que el vigilante tensaba los músculos del cuello. Reaccionó de inmediato, formulándole una pregunta crucial en relación con los presuntos criminales que operaban en la Modelo.

—Dice que pretende recabar pruebas para detener a los miembros de esa banda de delincuentes. Eso significa que ya sabe quiénes son —razonó—. Lo digo porque, según creo recordar, cuando hablamos desconocía sus nombres.

Fernández-Luna comprendió que había cometido un error al hacer semejante comentario. Improvisó una respuesta, aunque un tanto arriesgada.

—Le voy a confesar un secreto… ya conocía sus nombres cuando mantuvimos nuestra reunión en Jefatura. —Con aquellas palabras, el madrileño dio por zanjada la conversación. Debía comportarse del modo más discreto posible. Y para ello, comprendió que lo mejor era mantener la boca cerrada.

Bajaron por las escaleras hasta llegar al piso inferior.

—Por aquí… —Torrench le indicó el camino a seguir: un atajo que les conduciría a la cocina sin tener que pasar frente al recinto destinado a las habitaciones de los funcionarios.

Se adentraron en el corredor, apenas iluminado por un par de focos de escaso voltaje. Llegaron a un amplio vestíbulo de donde nacían otros dos pasillos. El de la derecha conducía a las oficinas y al despacho del director. Por lo tanto giraron hacia la izquierda, yendo en línea recta hacia la cocina y los almacenes.

—¿Qué ocurrirá si nos encontramos con que está cerrada la puerta? —preguntó Torrench—. Es posible que el cocinero haya echado la llave, ¿no cree?

—Si es así, ya encontraremos el modo de forzar la cerradura —fue la respuesta del policía.

No les hizo falta. Solo tuvo que girar el pestillo y la puerta se abrió sin ningún problema. El vigilante extrajo una pequeña linterna del bolsillo de su uniforme. Después de encenderla fue iluminando las ollas, platos y cacerolas que se amontonaban en las estanterías. Colgando de unas cañas, que permanecían cogidas al techo gracias a un par de cables de acero, pudieron ver los pucheros de mayor tamaño, los que se utilizaban para elaborar el repelente rancho de los reclusos. La mesa de trabajo estaba completamente limpia. En ella se alineaban distintos cuchillos, según su tamaño.

Entraron con sigilo, midiendo cada uno de sus pasos con el fin de hacer el menor ruido posible. Fernández-Luna fue de un lado a otro abriendo los cajones de los armarios y husmeando en las alacenas. El vigilante se limitaba a enfocar la linterna allá donde iba el madrileño.

—Aquí no hay nada —susurró. Irguió su cuerpo, acercándose a la puerta que conducía al sótano—. ¡Venga hacia acá! —Le hizo un gesto con la cabeza a Torrench—. Bajaremos a echar un vistazo.

El guardián acudió súbito al requerimiento. Fernández-Luna giró el picaporte y la hoja se abrió sin oponer resistencia. Todo estaba oscuro allá abajo. En el ambiente se percibía cierto hedor a putrefacción y humedad. Tanteó en la pared hasta encontrar el interruptor. Tiró de él hacia abajo y al momento se encendió la bombilla. Frente a ellos, la escalera los invitaba a descender.

—Tenga cuidado, no vaya a caerse —le aconsejó Torrench.

—Descuide. Sé cuidar de mí mismo.

Aferrándose al pasamano enclavado en el muro, el policía comenzó a bajar los primeros peldaños. Entonces, de forma inesperada, sintió un fuerte golpe en la cabeza seguido de una sensación de vértigo y pérdida de equilibrio. Cayó rodando por los escalones hasta quedar tumbado en el suelo. Desde aquella incómoda postura le pareció vislumbrar, de forma borrosa, las siluetas de cuatro hombres a su alrededor. Lo observaban desde arriba con cierto envanecimiento, como si fueran dioses intercediendo en el destino de los mortales.

Reían. El cazador había caído en su propia trampa.

Los párpados de Fernández-Luna se fueron cerrando lentamente hasta que se hizo la oscuridad más absoluta.

35

Cuando recobró el conocimiento, Fernández-Luna descubrió que se hallaba sentado en una silla de madera, maniatado de pies y manos de tal forma que le era imposible moverse. Alzó la cabeza, aún aturdido por el golpe, y al momento sintió un fuerte dolor en la base del cráneo. Dirigió su mirada al frente. Solo tuvo que distinguir los rostros de quienes le observaban para saber que se encontraba metido en un serio aprieto.

—Creo que en esta ocasión se ha pasado de listo —comenzó diciendo el director de la cárcel, que permanecía de pie en mitad del sótano junto al resto de sus cómplices—. ¿Acaso le falló su olfato detectivesco?

Maurizio Santini se echó a reír de forma demencial, frotándose las manos como quien espera recibir una grata recompensa. En esta ocasión, según pudo comprobar, iba completamente vestido. Le acompañaban Torrench y un tipo alto y membrudo de rostro inocente, casi infantil. Fernández-Luna lo reconoció como Pascual, el cocinero.

Ya los tenía a todos donde quería.

—No voy a negar mi error. He sido un estúpido al confiar en Torrench. —Clavó sus ojos en los del vigilante, dirigiéndose a él al hablar—. Jamás pensé que pudiera formar parte de esta banda de indeseables. Le creía un hombre honrado. Ya veo que me he equivocado con usted.

—Es imposible ser honesto en los tiempos que vivimos —respondió el otro por alusión—. Le recuerdo que España es un país de escasez, de muertos de hambre, de gente necesitada. De ahí que proliferen los oportunistas como yo. —La suya era una verdad cargada de ironía—. En unos años pediré el retiro. Para entonces habré reunido una pequeña fortuna, dinero que me servirá para vivir de forma holgada hasta el día de mi muerte.

—Espero que su conciencia le permita disfrutarlo.

—Créame, ninguno de los que estamos aquí conoce el significado de esa tópica palabra.

Fernández-Luna volvió a observarles, uno a uno, para luego añadir:

—No lo pongo en duda. Son ustedes unos criminales.

—Mírelo desde nuestro punto de vista —intervino Ródenas, apoyándose en uno de los barriles de aceite—. Lo único que pretendemos es enriquecernos. Esto es un negocio, nada más.

—¿En serio? —Arrugó la frente—. Y yo que pensé que detrás de este escabroso asunto se escondía algún tipo de ceremonia ancestral relacionada con la magia negra. —Había tal sarcasmo en sus palabras que no pudo evitar que floreciera una sonrisa en sus labios—. Ya sabe… vudú, santería y demás ritos diabólicos.

El rostro del director se transformó en una máscara de odio. Apretó con fuerza los dientes.

—¿Qué ha querido decir con eso?

—Me ha entendido perfectamente, señor Ródenas… ¿O tal vez debería llamarle Agamenón? —La pregunta del madrileño trajo consigo un hondo silencio.


Mangiare… mangiare i miei somiglianti
. —La voz cavernosa del loco italiano, dotada de una magia especial, casi hipnótica, consiguió erizar el vello de la piel del policía.

—¡Haced que se calle ese imbécil! —gritó Ródenas, fuera de sí.

El vigilante cogió a Santini por el brazo, llevándoselo aparte. Apretó con fuerza su hombro al tiempo que le susurraba unas palabras al oído. El orate encogió el cuerpo, atemorizado. Fernández-Luna supuso que lo estaba amenazando con aplicarle uno de sus despiadados correctivos, o tal vez con algo peor: privarle de aquello que tanto anhelaba.

—¿Desde cuándo lo sabe? —lo interrogó el director, dejando caer la cabeza hacia su hombro izquierdo. Era un gesto habitual en él.

—Sea más concreto, señor Ródenas, y dígame a qué se refiere. ¿Hablamos de lo ocurrido en Cuba hace veintitrés años, de la relación que existe entre usted y los hermanos Duminy… o quizá de lo que guardan ahí dentro?

Clavó su mirada en el descomunal armario situado en la pared.

—Ya veo que he subestimado su talento —reconoció el director del centro penitenciario.

—Ciertamente, ha sido un error imperdonable por su parte.

Torrench perdió la paciencia. Estaba harto de aquella estúpida conversación.

—¿A qué estamos esperando? ¡Matémosle de una vez!

Pascual, que había permanecido callado hasta entonces, apoyó la propuesta de su compañero.

—Narciso tiene razón. —Avanzó unos pasos, colocándose frente a la silla donde seguía maniatado el prisionero—. Recuerda que es un policía, y que en Jefatura saben que está aquí… de incógnito. Dejemos que el italiano haga su trabajo esta noche. Dentro de unas horas arrojaremos sus huesos al horno. Jamás encontrarán el cadáver. Podremos decir que ha desaparecido, como hicimos con el ruso.

—No creo que esta vez vayan a creerse la historia del numerito de magia. —A Fernández-Luna le hizo gracia el comentario del cocinero—. Por más que les pese, a los agentes de la Brigada de Investigación Criminal les resultará extraña mi desaparición. Registrarán la cárcel como nunca antes se ha hecho… y finalmente encontrarán lo que buscan —avisó con firmeza.

Ródenas sopesó las palabras del policía. Odiaba tener que darle la razón.

—Es usted muy considerado al avisarnos. —Introdujo su mano en el bolsillo interior de la chaqueta, extrayendo una Star 1908—. Tendré que improvisar un nuevo plan para deshacerme de usted. Por ejemplo… ¿Qué ocurriría si mañana el celador lo encontrase muerto en su celda, con el arma en la mano y un agujero en la cabeza? Pues que todos pensarán que se ha suicidado. —Se apartó del tonel para acercarse al agente de la Ley. Apoyó el cañón de la pistola en su sien—. ¿Qué me dice a eso?

A Fernández-Luna le sorprendió la simplicidad de aquel hombre. Lo creía más inteligente.

—Pues que no tiene sentido. ¿Conoce algún preso que guarde un arma en su celda?

Harto de tanta palabrería, el vigilante se situó a espaldas del madrileño. Le sujetó la cabeza con ambas manos, colocando la derecha en el mentón y la otra en la base superior del cráneo.

—Un simple giro y le rompo el cuello. —Torrench se dirigió a Ródenas—. Colocaremos el cadáver de tal modo que parezca un accidente. Cualquiera puede tropezarse en la oscuridad y recibir un fuerte golpe en la cabeza al caer sobre el armazón metálico de la cama. Creerán que ha sido un accidente.

—¿Ha visto usted, señor Luna, con qué rapidez hemos solucionado el problema? —El director también se mostró sarcástico.

Fernández-Luna comprendió entonces que su vida realmente pendía de un hilo. Torrench no dudaría un instante en partirle las vértebras. Debía ganar algo más de tiempo. Para ello, tendría que ingeniárselas de algún modo con el fin de mantenerles distraídos.

—¡Un momento! —exclamó al sentir que los músculos del vigilante se tensaban para efectuar el giro mortal—. ¿Podría responderme a una pregunta antes de proceder a la ejecución? Por favor, considérelo como el último deseo del condenado —le rogó.

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