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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (49 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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Al jefe de la BIC en Madrid se le iluminó el semblante nada más escuchar la pregunta de su compañero. Se atusó el bigote, con orgullo.

—En efecto —contestó con firmeza—. Les dije a mis hombres dónde debían buscar la ganzúa utilizada por Arcos para abrir las cerraduras de seguridad de los distintos hoteles donde operaba. De no haberla encontrado, cabía la posibilidad de que el juez lo dejase en libertad por falta de pruebas concluyentes.

—¿Y lo hizo desde aquí, sin tan siquiera haber estado presente cuando registraron la habitación de ese criminal? —inquirió Lolita, extrañada.

—Usted lo ha dicho.

—¿De nuevo la suerte, amigo mío? —También la baronesa sentía curiosidad. Echó hacia delante su cuerpo, aguardando una explicación.

—Lo puede llamar así, si lo desea. Aunque en este caso entró en juego la lógica.

—¿Nos vas a decir de una vez dónde guardaba el Fantôme la dichosa ganzúa, o hemos de adivinarlo? —le apremió Carbonell, que igualmente ardía en deseos de conocer la verdad.

—En un lugar muy simple… donde solemos esconder las cosas de valor.

—¿Y bien? —porfió el mallorquín, que no lograba acertar la respuesta.

—Dentro del colchón del dormitorio que compartía con su amante… en el Hotel Ritz.

—Un buen escondrijo, sin lugar a dudas —opinó doña Carmen, que se sintió tentada de comerse otro rosco de naranja. Cogiéndolo con delicadeza, se lo llevó a la boca para morderlo con auténtica delectación.

—¡Dios mío! —exclamó Dolores, abriendo del todo sus ojos—. ¡El colchón, claro!

Carbonell reaccionó de inmediato, revolviéndose en el asiento. Había comprendido lo que intentaba decirle Lolita.

—¿Acaso no…?

—Es el único sitio de toda la casa donde no he buscado —atajó, antes de que terminara la frase.

Fernández-Luna y la aristócrata intercambiaron sus miradas. Aquella reacción por parte de los enamorados les había cogido por sorpresa. No sabían de qué estaban hablando.

Dolores aferró la mano de su amado y ambos se levantaron súbitamente de sus asientos. Sin ofrecerles una explicación, ni tan siquiera excusarse por aquel precipitado impulso, corrieron hacia la puerta de la salita. Como era de esperar, la baronesa se puso en pie. Le hizo un gesto al madrileño.

—¿No le parece que deberíamos acompañarles? —le preguntó—. No sé usted, pero a mí me pica la curiosidad.

Dejando la taza sobre la mesa, Fernández-Luna abandonó su asiento para reunirse con ella. Tuvo que reconocer que la actitud de su colega y la de su joven prometida no era la que podía esperarse de gente racional. La estampida que habían protagonizado debía de estar respaldada por un buen motivo.

Guiados por el murmullo de voces que arrastraba la pareja por toda la casa, llegaron al salón justo en el momento que cruzaban la puerta del dormitorio, situada al final de la estancia. Doña Carmen, dispuesta a alcanzarles, dejó atrás a su acompañante y aceleró el paso. Entró en la habitación unos segundos antes que Fernández-Luna.

Una vez dentro quedaron perplejos. La joven viuda, con ayuda de Carbonell, tiraba el cobertor de la cama y las sábanas por los suelos. Sus manos, ávidas de resultados, trataban de descoser desesperadamente la tela del colchón. Lo primero que pensó Fernández-Luna es que buscaban algo en su interior. La pregunta era: ¿qué podía haber ahí dentro que fuese de tanto interés?

Como vio que les era imposible desgarrar la funda, el madrileño extrajo una pequeña navaja que guardaba en el bolsillo y se la entregó a Carbonell, no sin antes preguntarle:

—¿Puedo saber qué esconde el colchón?

—La herencia de mi esposo —contestó Lolita, adelantándose a la respuesta de su prometido.

—¡Vaya! —exclamó la baronesa, realmente asombrada—. Es la primera noticia que tengo al respecto.

Ignorando por un momento los comentarios e interrogantes de quienes aguardaban un feliz desenlace, el jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona rasgó el revestimiento con el extremo puntiagudo de la navaja. Tras abrir un pequeño orificio, hurgó en su interior con ambas manos rebuscando entre las guedejas de lana. Dolores se aprestó a ayudarle en aquella meticulosa labor de búsqueda.

Fernández-Luna retrocedió unos pasos. Acercándose a doña Carmen, le susurró al oído en voz queda:

—Sinceramente, no sé de qué se trata. Aunque espero que lo encuentren.

—Lo que es obvio es que Lolita va a tener que dormir esta noche en la habitación de invitados. El colchón ha quedado inservible. —La baronesa esbozó una sonrisa; eso sí, discreta.

Carbonell lanzó una exclamación de júbilo. Había encontrado lo que andaba buscando.

—¡Aquí está! —Alzó su mano derecha, mostrándoles a todos una enorme talega de piel de becerra. Se dirigió a su prometida, pletórico de felicidad—. ¡Dios mío, Lolita, lo hemos conseguido!

Se fundieron en un fuerte abrazo, dichosos por tener en sus manos el particular tesoro que el difunto Rodrigo había escondido con tanto empeño. De este modo quedaban solventados, de una vez por todas, los problemas económicos de la joven viuda.

Transcurrido el primer momento de euforia, Carbonell abrió la bolsa y vació su contenido sobre la parte menos afectada del colchón. Al instante se escuchó el tintineo de las monedas. Debía de haber más de un centenar, de distintos países, tamaños y épocas: ducados, doblones y soberanos; incluso piezas de cien pesetas emitidas en los años del efímero rey Amadeo I de Saboya.

Una pequeña fortuna.

El mallorquín le dirigió una exultante mirada a su compañero. No sabía cómo darle las gracias.

—Luna… acabas de adelantar la fecha de mi boda con Lolita —le dijo, con ese toque irónico tan propio de él—. No sé si felicitarte o maldecirte por ello.

Los presentes se echaron a reír. Dolores, loca de alegría, se abrazó al hombre de su vida y sin importarle quién hubiese delante lo besó en los labios de tal forma que apenas le permitía respirar.

La baronesa se colocó junto a Ramón. Alzó tímidamente la cabeza y se encontró con su mirada. Intercambiaron una sonrisa, cómplices de un secreto.

No todos los misterios debían ser revelados.

Horas después caminaban por el Apeadero de Gracia, entremezclándose con los demás viajeros que aguardaban la salida del tren y con los mozos que iban de un lado a otro transportando carritos con maletas, baúles, neceseres y cajas de sombreros. El vapor que brotaba por la chimenea de la locomotora venía a recordarles que el Expreso de Madrid habría de iniciar su salida en apenas unos minutos. A Fernández-Luna le quedaba poco tiempo de estar en Barcelona.

—Dígame, señor Luna… ahora que no nos oye Lolita. —La baronesa miró por encima de su hombro. La pareja de enamorados, más felices que nunca, andaba unos metros por detrás—. ¿Qué fue lo que ocurrió en Cuba, realmente, para que la familia del señor Ródenas tuviese que vender sus tierras y regresar a España? He escuchado algunos comentarios de amigos míos, pero no quisieron explayarse en el asunto por temor a que pudiera escandalizarme. —Una sonrisa curvó sus labios—. ¡Qué poco me conocen!

—Le advierto que es una historia bastante truculenta —la puso sobre aviso.

—No tema. A mi edad ya nada me asusta.

El madrileño pensó que ni doña Carmen era tan mayor, ni tan irreductible como intentaba simular.

—Si es así, no tengo ningún problema en satisfacer su curiosidad —le dijo—. Todo comenzó hace veintitrés años. El padre del señor Ródenas poseía una fructífera hacienda en la ciudad de Santiago de Cuba, una extensa plantación de azúcar que le reportaba grandes beneficios anuales. Aunque la esclavitud había sido abolida hacía años, los negros y mulatos que trabajaban en los campos vivían en colonias deplorables… humildes chabolas erigidas alrededor de la gran casa familiar. Entre esta gente se encontraba una joven haitiana de una extrema belleza, llamada Andrea Laveau. Quienes la conocieron decían de ella que era una criatura increíblemente atractiva… un ángel de ébano.

»Pues bien, tal derroche de sensualidad atrajo de inmediato la atención del joven Ceferino Ródenas, el primogénito de la familia, un adolescente libertino que jugaba a dilapidar la fortuna de su padre. Apenas tenía diecisiete años de edad cuando se fijó en aquella campesina de ojos como el azabache y cuerpo de tigresa. Andrea consiguió atraparlo, hacerlo suyo en todos los aspectos. Embrujó sus sentidos con noches de ardiente pasión y conjuros de magia negra. Cuando tuvo la certeza de que el joven amo, convertido ya en su rendido amante, no habría de denunciarla a las autoridades, le confesó que era una
mambo
, una sacerdotisa vudú que organizaba ceremonias destinadas a ofrecer sacrificios a las
loas
. Lo arrastró consigo a un mundo impenetrable donde prevalecían la muerte y la sangre de sus víctimas; un auténtico infierno del que Ceferino no pudo escapar.

»Andrea lo inició en la práctica del canibalismo. Ella y sus oscuros seguidores lo alentaron para que los acompañase a los cementerios a desenterrar los cuerpos de quienes habían fallecido recientemente. Ródenas se integró en el grupo llevado por la fascinación que sentía hacia Andrea, y también porque, en lo más profundo de su mente enfermiza, creyó estar aliándose con fuerzas poderosas que habrían de proporcionarle fortuna, salud y felicidad.

»Después de violar las tumbas trasladaban los cadáveres al
hounfor
, que es como llaman sus sacerdotes a los templos vudú. Allí, entre velas, inciensos, polvos y hierbas, los acólitos se rendían a la barbarie del sexo mientras danzaban al ritmo de los tambores a fin de conjurar la presencia de los espíritus. Enloquecidos por el alcohol y el éxtasis se entregaban al espeluznante placer de trocear la carne muerta de los cuerpos exhumados, para luego devorarla en un apoteósico festín digno de oscuros dioses.

—¡Eso es horrible! —La baronesa se estremeció al escuchar sus palabras.

—Estoy de acuerdo con usted, pero ahí no acaba la historia —continuó diciendo el policía—. Llevado por su insaciable deseo de ingerir carne humana, Ródenas ordenó asesinar a varios de los siervos que trabajaban en los campos de su padre con el propósito de comérselos. Ya no se trataba de mantener viva la ceremonia del vudú más diabólico y abyecto, sino que se convirtió en un degenerado vicio. De hecho, cuando ayer tarde fue interrogado por el juez confesó que de todos los implicados en el caso, solo él y Santini participaban de aquella sangrienta orgía culinaria. Más que el dinero, que eso no me encajaba, al director de la prisión le movía el ansia de seguir practicando la antropofagia.

—¿Y qué ocurrió entonces… allá en Cuba? —inquirió doña Carmen, ansiosa por conocer el final.

—Como era de esperar, el asunto llegó a oídos de la Policía. Descubrieron las atrocidades cometidas por el primogénito de los Ródenas y su amante. Andrea fue condenada a morir en la horca, pero la ejecución hubo de retrasarse cuando el magistrado supo que estaba embarazada de cuatro meses. Se le aplicó la pena capital después de que diese a luz una pareja de gemelos… María y Miguel. Los niños fueron entregados en adopción al doctor Antonio Lorente y a su esposa Olga, un matrimonio burgués y cristiano que los cuidaron como hijos suyos. En cuanto a Ceferino Ródenas, él y su familia tuvieron más suerte: debido a su posición social y a la amistad que les unía con el gobernador, fueron invitados a vender sus tierras y a abandonar la isla. El escándalo quedó atrás, olvidado, por lo que pudieron reiniciar una nueva vida en España.

La baronesa sopesó en silencio aquella tremebunda historia.

—Ese hombre está enfermo, ¿no cree? —afirmó, más que preguntó.

—A veces pienso que el mundo entero lo está —Fernández-Luna proyectó una triste mueca—. Solo hay que escuchar las noticias que nos llegan todos los días desde los países europeos en guerra, para saber que algo no va bien. La nuestra es una sociedad decadente… sedienta de sangre.

El potente silbido de la locomotora aceleró los latidos de su corazón. Era la señal que esperaba. Su tren partía en breves minutos. Y sin embargo, le hubiese gustado permanecer unos días más en Barcelona.

Como si hubiese leído su pensamiento, la baronesa se aferró al brazo del policía de forma cariñosa.

—¿Por qué no se queda una semana más con nosotros? —le preguntó—. El lunes comienzan las fiestas de la Merced. La ciudad se viste de color y los fieles corren por sus calles derrochando alegría. Le vendrá bien un poco de diversión después de todo lo que han tenido que esforzarse usted y el señor Carbonell.

—Me es imposible. Asuntos familiares me requieren en Madrid.

—Por supuesto… su esposa. —Lo dijo con cierta reticencia.

Fernández-Luna guardó un prudente silencio. No quiso seguir adelante con la conversación.

Llegado el momento de la despedida, abrazó con fuerza a su amigo Carbonell. Con voz emocionada, le prometió que el día que regresara a Barcelona iría personalmente a buscarle.

—Te echaré de menos, tocayo —dijo el mallorquín de forma escueta, procurando enmascarar sus sentimientos. Lo cierto es que sentía un nudo de emoción en la garganta.

Luego se acercó a Dolores. De forma galante besó su mano.

—Le estaré eternamente agradecida por todo lo que ha hecho por nosotros —susurró la joven, afectada a causa de aquel adiós.

—Por favor, cuide de él —dijo Fernández-Luna, frivolizando el nostálgico instante que se vivía en el Apeadero de Gracia—. Es un tarambana, pero en el fondo tiene buen corazón.

Todos rieron ante la ocurrencia del madrileño.

El silbato de la locomotora sonó de nuevo. Debía subir cuanto antes y ocupar su asiento en el vagón. Frente a la puerta de entrada se amontonaban los viajeros.

Antes de dirigirse hacia el tren, tomó la diestra de doña Carmen para despedirse según los principios de la cortesía. Al inclinarse, la baronesa le transfirió un pequeño objeto. El policía lo guardó discretamente en el bolsillo de la chaqueta.

—Para que no se olvide usted de mí —fue el único argumento que pudo ofrecerle. Esperaba que lo pudiese entender.

—Ni aunque transcurrieran cien años —replicó él, besando el dorso de la mano de la exquisita aristócrata.

Con el corazón encogido, Fernández-Luna se alejó de ellos para subir al tren. Odiaba las despedidas, y todo porque, con cada adiós, perdía una parte de sí mismo.

El expreso se puso en marcha. A través del turbio cristal del vagón de primera clase pudo ver los rostros taciturnos de aquellas personas que lo habían acompañado durante dos intensas semanas de investigación, y con las que había vivido una de las experiencias más maravillosas de su vida. Levantó la mano para decirles adiós por última vez. Como si despertase de un sueño, imágenes y sentimientos fueron quedando atrás. Sintió entonces una profunda tristeza.

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