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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (39 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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—¿Lo conoces? —quiso saber Bravo Portillo.

—Ligeramente. Lo estamos investigando, a él y a su hermana María. Están relacionados con el asunto del ruso que escapó de la Modelo.

—Pues lamento decirte que ahora es cosa mía. —Alzó el sobre, agitándolo ante sus narices—. Si ese tipo es un confidente, o un infiltrado entre los sindicalistas, no tendré más remedio que pedirle al señor Riquelme que me adjudique el caso. Los actos de terrorismo son de mi competencia.

Salcedo no quiso discutir con su colega. Tras desearle suerte, fue hacia las escaleras con el propósito de bajar al sótano a recoger varios informes de la sala de archivos, que para entonces había quedado desocupada. Hablaría con Carbonell en el instante que tuviera ocasión. Debía poner en su conocimiento el propósito de Bravo Portillo, y dejar que fuese él, su superior, quien dispusiera qué medidas debían tomarse al respecto.

Mientras tanto, el hombre más odiado de Jefatura se retiró a su despacho con el fin de leer la misiva del hermano de la Mulata. Una vez que estuvo sentado frente a su mesa cogió el pequeño estilete que había sobre el cartapacio y, con sumo cuidado, introdujo la punta afilada en la parte lateral del sobre. Extrajo la hoja de papel doblada que había en su interior.

Tras extenderla, pudo leer:

Si desea prender al hombre que asesinó la semana pasada a don Fausto Gelabert en la puerta del Teatro Apolo, acuda esta noche a las nueve a La Suerte Loca. Lo encontrará escondido en el almacén del café de señoritas, situado en el número 2 de la calle de la Estrella
.

UN AMIGO

Bravo Portillo se repantigó en el asiento, acariciándose la barbilla mientras analizaba el contenido del mensaje; y lo hizo con reserva y objetividad. Debía tener cuidado. Aquello bien podía ser una trampa de alguno de sus enemigos, que eran incontables y peligrosos.

A pesar de su recelo, decidió comprobar personalmente si era cierto lo que se decía en la carta. Esa noche visitaría La Suerte Loca. No obstante, se haría acompañar de algunos de sus mejores hombres; e irían armados.

Natasha aprovechó la tarde para ir al Kursaal, un cinematógrafo situado en la Rambla de Cataluña, entre Aragón y Consejo de Ciento. Fue a ver un programa que proyectaban regularmente por episodios, perteneciente a los filmes misteriosos
Los Vampiros
. La película de ese día llevaba por título
El hombre de los venenos
, una cinta de 1500 metros que constaba de cuatro partes. Aquello mantendría ocupada su mente. Necesitaba olvidar por un instante todos los problemas a los que debía enfrentarse antes de abandonar el país.

Esa misma noche había quedado en el puerto con sus socios cubanos. Tendría que hacer de mediadora entre ellos y Dimitri, como otras tantas veces, con el fin de tenerlo todo preparado para el día siguiente. Aquel sería el momento idóneo para abordar el tema de Héctor. No estaba dispuesta a marcharse de Barcelona sin él. Tenía ahorradas cerca de mil pesetas, suficiente como para pagarle a su amante un viaje hacia la libertad. Y si esa cantidad no fuera bastante, al igual que la Mulata estaría dispuesta a entregarse a Dimitri, al capitán, o a cualquier otro miembro de la tripulación, si con ello podía asegurarle un pasaje en el bergantín al hombre con el que venía manteniendo un tormentoso idilio desde hacía un año. Y es que por amor era capaz de hacer cualquier cosa, incluso prostituirse. Nada nuevo. Al fin y al cabo era su oficio.

Se le hizo un nudo en la garganta al recordar sus primeros pasos en el mundo meretricio: su debut en el Xalet del Moro, en la calle Escudellers, a los pocos días de llegar a Barcelona; aquel ambiente sicalíptico de alcohol, música y lencería barata; el aliento repulsivo de los clientes y el sudor rancio de sus cuerpos; las náuseas que le originaba llevar a cabo ciertas prácticas carnales calificadas de aberrantes; las palizas y los insultos; la humillación; las ardientes lágrimas de dolor y soledad que cada noche humedecían su almohada, lágrimas también de remordimiento al recordar el fruto de dos embarazos no deseados: dos hijos bastardos a los que, nada más nacer, tuvo que entregar a la Casa de Maternidad y Expósitos para poder seguir ejerciendo su trabajo. Jamás volvió a saber nada de ellos.

Consiguió olvidar su honda tristeza después de tomar asiento frente al escenario donde se había colocado una enorme pantalla de color blanco. Se quitó el sombrero para dejarlo en la butaca de al lado. Miró a su alrededor. No había demasiado público. Siempre ocurría igual en la primera sesión. Mejor. Así se sentiría más tranquila y relajada, que era lo que pretendía.

Poco después se apagaron las luces de la lámpara central que colgaba del techo, así como los candeleros fijados en las paredes laterales. Se escuchó el inconfundible sonido del proyector poniéndose en marcha. En la pantalla pudo ver las imágenes en blanco y negro de dos hombres trabajando en lo que, a simple vista, parecía un laboratorio de botica. Los gestos histriónicos de los actores trasmitían locura, delirio, pero a la vez genialidad interpretativa. Trasvasaban disoluciones de una probeta a otra, gesticulando muecas que iban desde la sorpresa a la frustración. El fuego del hornillo calentaba el alambique de donde emergía un humo consistente, casi diabólico. Y todo a su alrededor, sobre la mesa, estaba lleno de matraces, morteros y otros utensilios propios de alquimistas.

Y mientras la atención de los espectadores permanecía fija en la pantalla, en la actitud de los protagonistas y en la falsa realidad que generaba aquel ambiente de fantasía, se podía escuchar de fondo la música del piano y las voces de los explicadores que declamaban los diálogos.

Apenas habían transcurridos unos minutos, cuando un caballero vino a sentarse a dos butacas de ella, en la misma fila. Natasha se puso a la defensiva. El Kursaal estaba prácticamente vacío y había demasiados asientos sin ocupar como para ir a acomodarse casi a su lado. O bien se trataba de uno de esos tipos que acudían al cinematógrafo con ánimo de flirtear, o era un agente de Policía siguiéndola de cerca. No se sentía cómoda con ninguna de estas dos perspectivas.

Ya pensaba levantarse, con la intención de cambiar de asiento, cuando aquel individuo la sujetó por la muñeca izquierda.

—Cuando veas a Miguel o a María, recuérdales que he satisfecho mi deuda. No les debo nada… ni ellos a mí —le comunicó en voz baja, pero de forma terminante—. Y diles también que si alguna vez regresan de nuevo a Barcelona, y llego a enterarme, haré que me cocinen una
escudella
con sus vísceras. Ambos lo entenderán.

Natasha reaccionó con brío, liberándose de la presión que ejercía aquel desconocido sobre su antebrazo.

—¡Mídase, señor mío! —exclamó—. Si no me deja en paz haré que le…

—No olvide transmitirles mi mensaje —la interrumpió el desconocido, poniéndose en pie—, o todos ustedes se arrepentirán.

La joven lo observó detenidamente. Le parecía haber visto antes aquel rostro, pero en algún otro lugar.

—¿Quién es usted? —inquirió luego, nerviosa.

—Ya debería saberlo. ¿O acaso sus amigos no le han hablado del hombre que hizo desaparecer al Gran Kaspar?

Dicho esto, el extraño personaje se alejó hasta perderse entre la oscuridad del cinematógrafo.

La rusa, literalmente aterrada, permaneció firme y muda. En su interior todo era silencio. Solo su corazón continuaba latiendo.

—Señor… ¿Puedo hablar un momento con usted?

Carbonell, que andaba abstraído por Jefatura después de haber escuchado la asombrosa y espeluznante narración de Fernández-Luna, se detuvo para prestarle atención a las palabras de Salcedo.

—Sí, por supuesto —vaciló unos segundos.

—Solo quería avisarle de que Miguel, el hermano de la Mulata, estuvo aquí esta mañana para hablar con Bravo Portillo con respecto al atentado del Teatro Apolo. Al no encontrarle, le dejó escrita una nota. No sé qué demonios está ocurriendo, pero ese cafre de Portillo piensa intervenir en nuestro caso. Así me lo ha confesado él mismo. Pensé que debía saberlo.

El mallorquín encajó la noticia mostrando sorpresa. Aquello no tenía sentido. No existía ningún nexo de unión entre el verdadero objetivo de los cubanos y un anarquista sindical que había perpetrado un acto de terrorismo contra la alta burguesía barcelonesa. Para complicar aún más el asunto, el comisario Bravo Portillo pretendía meter sus narices en la investigación que el jefe de la BIC de Madrid y él mismo estaban realizando. Conocía de sobra su testarudez y sus métodos, por lo que tendría que andarse con cuidado.

—Gracias, Salcedo —le agradeció aquella información—. Has hecho bien en decírmelo.

—¿Entonces…?

—Seguiremos adelante con nuestro trabajo. —Apoyó su mano en el hombro del comisario, obligándolo a caminar junto a él—. ¡Vamos! Me acompañarás al Condal. Necesito saber si ya ha regresado la cancionista colombiana.

—¿Y qué hay del señor Luna?

—Va camino de su hotel a cambiarse de ropa. —Sonrió con la ironía que le caracterizaba—. Necesitamos pruebas concluyentes para detener a los culpables, y ten la completa seguridad de que él nos las va a proporcionar.

29

Hábilmente disfrazado de marino ruso, Fernández-Luna se adentró en el Muelle de la Barceloneta siguiendo los raíles del ferrocarril destinado al transporte de mercancías. Distribuidas junto a las vías, las farolas descolgaban su amarillenta luz sobre los adoquines, proyectando la alargada sombra de su cuerpo sobre los edificios reservados para el personal marítimo. Se detuvo junto al servicio de retretes y urinarios. Miró en derredor suyo con cautela. Un banco de niebla envolvía, parcialmente, la flota de buques mercantes pertenecientes a la Compañía Transatlántica del segundo marqués de Comillas, que permanecían anclados en la Dársena del Comercio a la espera de recibir la orden de zarpar.

Varios metros más adelante pudo ver a un grupo de miembros del Cuerpo de Carabineros. Iban ataviados con su uniforme color verde claro, y un tabardo cubriéndolo por encima. En ese instante subían por la pasarela de un barco de cabotaje a vapor, con matrícula de Bilbao, presuntamente dedicado al ilícito negocio del contrabando. En la mano derecha llevaban el fusil reglamentario de cerrojo y en la otra un quinqué para iluminar los diversos departamentos de la bodega. En la amura de estribor, apoyado en el pasamano de la borda, el capitán del navío batallaba con el oficial al mando del registro. Le advertía de su error, diciéndole que lo único que transportaban eran pieles, cueros y otros artículos de peletería. Al comprender que sus quejas no habrían de detener la súbita inspección aduanera, se vio en la necesidad de recurrir al último recurso: el soborno. Después de hurgar en el bolsillo interior de su chaqueta dejó caer un abultado sobre en la mano del hombre que le sonreía con avidez.

Fernández-Luna, por mera precaución, se alejó de allí antes de que descubrieran su presencia. No podía exponerse a que los guardias, corruptos o no, sospechasen de él. Podrían descubrir su verdadera identidad. Lo último que deseaba era tener que ofrecerles unas explicaciones que solo servirían para retrasar su cometido, o incluso malograrlo. Además, no era aconsejable inmiscuirse en los turbios negocios que solían llevarse entre manos los contrabandistas y la Policía Portuaria, y menos si esta quedaba fuera de su competencia. Si los tipos aquellos iban en serio, y lo confundían con un soplón, bien podía acabar con un tiro en la cabeza.

Apenas había recorrido un centenar de metros cuando llegó a la Dársena de la Industria. Pudo reconocer el palo mayor y el trinquete del
Austrum
entre los demás navíos que se balanceaban sobre las oscuras aguas del puerto. Las velas sobrejuanetes de la mayor y de proa se elevaban por encima de la bruma que se esparcía por todo el Muelle de Baleares. Se acercó a la embarcación con paso firme, desviando su mirada hacia los marinos que deambulaban por el lugar, varios de ellos con síntomas evidentes de embriaguez. Alzó el cuello del abrigo y se ajustó la gorra, tratando de pasar lo más desapercibido posible.

Cuando estuvo frente a la pasarela, y como medida de precaución, buscó un lugar seguro desde donde poder inspeccionar el barco. Fue hacia uno de los almacenes del dique. Pegó su cuerpo a la pared lateral de la izquierda, que debido a su disposición apenas recibía la luz de las farolas. Con suma paciencia aguardó la oportunidad de introducirse en el bergantín sin llamar la atención de los oficiales.

A los pocos segundos vio a tres grumetes descender el puente de embarque. Bromeaban entre sí, deseosos de entrar en una de las tabernas de la Barceloneta con la intención de beber indiscriminadamente hasta caer borrachos al suelo, o peor aún, para arrojarse en los brazos de las esperpénticas meretrices, de senos flácidos por el uso de tantas manos ansiosas, que les harían gozar a cambio de unas cuantas pesetas y que, casi a ciencia cierta, habrían de transmitirle un ejército de ladillas, cuando no la sífilis u otras enfermedades venéreas de cuidado.

Los grumetes desaparecieron engullidos por las sombras. Aquel era el momento idóneo para introducirse en el
Austrum
. Los únicos marinos que había en cubierta permanecían en la parte de popa, y eran dos suboficiales cumpliendo las tareas de vigilancia con una taza de café en la mano y un cigarrillo en la boca. Ni siquiera advertirían su presencia al ir uniformado como el resto de la tripulación. Era algo de lo más habitual ver a sus compañeros entrar y salir del barco.

Con naturalidad, Fernández-Luna comenzó a subir la pasarela mientras silbaba una cancioncilla. En ese instante escuchó sonido de caballos acercándose por el muelle. Aceleró el paso al ver que los suboficiales giraban sus rostros hacia la explanada, atraídos por el eco de los cascos. Ante aquella situación, no tuvo más remedio que atravesar el combés para ir a refugiarse tras una pila de cabos enrollados que había junto a los avíos de calafatear. El corazón le latía con fuerza en el pecho.

Después de recobrar el aliento, alzó ligeramente la cabeza por encima de las maromas con el propósito de inspeccionar la zona. Maldijo entre dientes al descubrir a Dimitri Gólubev apoyado en la balaustrada observando con atención a quienes se bajaban del carruaje. Entre el rumor de voces que procedían del muelle pudo reconocer las de Miguel y María Duminy. Por lo visto, aquella noche habían decidido reunirse de nuevo con el ruso.

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