—Como sea. Pero el cadáver quemado no tenía heridas de disparos a pesar de las muchas veces que usted le disparó mientras estaba disfrazado como Buckett o la vieja.
—Se llamaba señora Grimswold.
Le miré fijamente. Schitt siguió hablando.
—Vi las balas aplastadas. Hubiese obtenido el mismo resultado disparándolas contra un muro.
—Si todo esto tiene algún sentido, ¿por qué no va al grano?
Schitt desenroscó la tapa de un termo y me lo ofreció. Lo rechacé; se sirvió una copa y siguió hablando:
—Creo que usted sabe más de lo que afirma saber. Sólo tenemos su palabra para los acontecimientos de esa noche. Dígame, señorita Next, ¿para qué planeaba usar Hades el manuscrito?
—Ya le dije: no tengo ni idea.
—Entonces, ¿por qué va a trabajar como detective literaria en Swindon?
—Es todo lo que pude conseguir.
—Eso no es cierto. Consistentemente han valorado su trabajo por encima de la media y sus registros indican que no ha vuelto a Swindon en diez años a pesar de que su familia vive allí. Una nota añadida a su expediente habla de «tensiones románticas». ¿Problemas con un hombre en Swindon?
—No es asunto suyo.
—En mi trabajo, me encuentro con muy pocas cosas que
no son
asunto mío. Hay muchísimas otras cosas que una mujer de su talento podría hacer, ¿pero volver a Swindon? Algo me dice que tiene otro motivo.
—¿Realmente todo eso aparece en mi expediente?
—Así es.
—¿De qué color tengo los ojos?
Schitt pasó de mí y tomó un sorbo de café.
—Colombiano. El mejor. Usted cree que Hades está vivo, Next. Creo que tiene alguna idea de dónde está y estoy dispuesto a suponer que se encuentra en Swindon y que por eso va usted allí. ¿Tengo razón?
Le miré directamente a los ojos.
—No. Simplemente vuelvo a casa para aclarar mi vida.
Jack Schitt siguió sin convencerse.
—No creo que exista el estrés, Next. Sólo gente débil y gente fuerte. Sólo la gente fuerte sobrevive frente a hombres como Hades. Usted es una persona fuerte.
Hizo una pausa.
—Si cambia de opinión, puede llamarme. Pero se lo advierto, la estaré vigilando de cerca.
—Haga lo que quiera, señor Schitt, pero tengo una pregunta para usted.
—¿Sí?
—¿Por qué le
interesa
Hades?
Jack Schitt volvió a sonreír.
—Me temo que esa información está clasificada, señorita Next. Buenos días.
Se tocó el sombrero, se levantó y se fue. Un Ford negro con lunas tintadas apareció en el exterior del cementerio y se lo llevó con rapidez.
Me quedé sentada y pensé. Le había mentido al psiquiatra de la policía afirmando que estaba bien para trabajar y le había mentido a Jack Schitt afirmando que no lo estaba. Si Goliath se interesaba por Hades y por el manuscrito de
Chuzzlewit
, sólo podía ser por motivos financieros. La Corporación Goliath era al altruismo lo que Gengis Kan al mobiliario de salón. El dinero llegaba primero a Goliath y nadie confiaba en ellos más allá de lo imprescindible. Puede que reconstruyesen Inglaterra tras la Segunda Guerra, puede que restableciesen la economía. Pero tarde o temprano la nación renovada tendría que sostenerse por sí sola y Goliath era considerada ahora no tanto como un tío benevolente sino como un padrastro tiránico.
Nave aérea a Swindon
«… No tiene mayor sentido gastar dinero en buscar un motor que pueda impulsar una nave aérea sin hélice. ¿Qué tienen de malo las naves aéreas? Han elevado la humanidad a lo alto durante cien años relativamente libres de accidentes, y no veo ninguna razón para impugnar su popularidad…»
Congresista Kelly, argumentando contra los fondos parlamentarios para el desarrollo de una nueva forma de propulsión, agosto de 1972
Cogí una pequeña nave aérea de veinte asientos con destino a Swindon. Sólo iba medio llena, y un viento de cola enérgico nos permitió realizar el vuelo en poco tiempo. El tren habría sido más económico, pero como a mucha otra gente, me encanta volar en una bolsa de gas.
Cuando era niña, mis padres me habían llevado a África en una inmensa nave aérea tipo clíper. Habíamos volado lentamente sobre Francia, sobre la Torre Eiffel, más allá de Lyon, nos detuvimos en Niza, luego atravesamos el centelleante Mediterráneo, saludando a los pescadores y a los pasajeros de los trasatlánticos que nos devolvían el saludo. Nos habíamos detenido en El Cairo después de dar una vuelta a las pirámides con gracia infinita, el capitán maniobrando expertamente el leviatán con el hábil uso de sus doce hélices totalmente orientables. Tres días más tarde seguimos Nilo arriba hasta Luxor, donde nos unimos a un crucero para regresar a la costa. Allí subimos al
Ruritania
para el viaje de regreso a Inglaterra, por el estrecho de Gibraltar y la bahía de Vizcaya. No es de extrañar que siempre que tenía la oportunidad intentase regresar a esos queridos recuerdos de la infancia.
—¿Revista, señora? —preguntó un auxiliar de vuelo.
La rechacé. Las revistas de las naves aéreas son siempre aburridas, y yo me sentía satisfecha de limitarme a observar cómo el paisaje inglés se deslizaba por debajo.
Hacía un glorioso día soleado, y la nave aérea iba dejando atrás nubéculas esponjosas que puntuaban el cielo como un rebaño de ovejas aéreas. Las Chilterns se habían alzado para encontrarse con nosotros y luego habían desaparecido cuando pasamos sobre Wallinford, Didcot y Wantage. El caballo blanco de Uffington se deslizó por debajo, trayéndome recuerdos de picnics y cortejos. Landen y yo habíamos ido allí a menudo.
—¿Cabo Next…? —preguntó una voz familiar.
Me volví para encontrarme en el pasillo a un hombre de mediana edad con una media sonrisa en el rostro. Lo reconocí al instante, a pesar de que no nos habíamos visto en doce años.
—¡Comandante…! —respondí, envarándome ligeramente en presencia de alguien que en su época había sido mi oficial superior. Se llamaba Phelps, y yo había estado a su mando el día en que la Brigada Ligera Blindada había avanzado por equivocación contra los cañones rusos cuando éstos pretendían repeler un ataque sobre Balaclava. Yo había sido la conductora del transporte blindado de personal bajo el mando de Phelps; no había sido una buena situación.
La nave aérea comenzó su lento descenso hacia Swindon.
—¿Cómo le va, Next? —preguntó, con nuestra asociación pasada dictando la forma en que nos hablábamos.
—He estado bien, señor. ¿Usted?
—No puedo quejarme —rió—. Bien, podría, pero no serviría de nada. Los muy idiotas me convirtieron en coronel, ¿lo sabía?
—Felicidades —dije, algo incómoda.
El auxiliar de vuelo nos pidió que nos abrochásemos los cinturones y Phelps se sentó a mi lado y cerró la hebilla. Siguió hablando con una voz ligeramente más baja.
—Me preocupa un poco lo de Crimea.
—¿A quién no? —respondí, preguntándome si Phelps habría cambiado de posición política desde la última vez que le había visto.
—Cierto. Son esos tipejos de la UN metiendo las narices donde no son bien recibidos. Si la devolviésemos ahora haría que todas esas vidas se hubiesen desperdiciado.
Suspiré. Su visión política
no había
cambiado y yo no quería discutir. Yo había deseado el fin de la guerra casi tan pronto como salí de allí. No encajaba en mi idea de cómo debía ser una guerra
justa
. Expulsar a los nazis de Europa había sido
justo
. La lucha por la península de Crimea no era más que orgullo xenófobo y patriotismo mal dirigido.
—¿Cómo va la mano? —pregunté.
Phelps me mostró una mano izquierda que parecía de verdad. Giró la muñeca y luego agitó los dedos. Me sentí impresionada.
—Asombroso, ¿no es cierto? —dijo—. Toman los impulsos a partir de curiosos sensores fijados a los músculos del brazo. Si hubiese perdido la pieza por encima del codo, hubiese tenido aspecto de un tullido de verdad.
Hizo una pausa y regresó al tema original.
—Me preocupa un poco que la presión popular consiga que el gobierno se retire antes de la ofensiva.
—¿Ofensiva?
El coronel Phelps sonrió.
—Claro. Tengo amigos en lo más alto que me cuentan que sólo es cuestión de días antes de que lleguen los primeros envíos de los nuevos rifles de plasma. ¿Cree que los rusos lograrán defenderse del Stonk?
—Sinceramente, no; a menos que tengan su propia versión.
—Imposible. Goliath es la compañía armamentística más avanzada del mundo. Créame, espero tanto como cualquiera que no tengamos que usarlo, pero el Stonk es la superioridad que este conflicto ha estado esperando.
Buscó en su cartera y sacó un folleto.
—Estoy de gira por Inglaterra dando conferencias a favor de Crimea. Me gustaría que viniese.
—Realmente no creo… —empecé a decir, aun así tomando el folleto.
—¡Tonterías! —respondió el coronel Phelps—. Como veterana de la campaña con buena salud y éxito es su deber dar voz a los que realizaron el sacrificio definitivo. Si devolvemos la península, hasta la última de esas vidas se habría perdido en vano.
—Creo, señor, que esas vidas ya se han perdido y ninguna decisión que podamos tomar en cualquier sentido va a cambiarlo.
Él fingió no oírme y yo guardé silencio. El apoyo furioso del coronel Phelps al conflicto había sido su forma de lidiar con el desastre. Se había dado orden de cargar contra lo que nos dijeron sería una «resistencia simbólica», pero resultó ser una acumulación de artillería rusa. Phelps había ido en el exterior del vehículo de transporte hasta que los rusos abrieron fuego con todo lo que tenían; una explosión le había arrancado el antebrazo y le había salpicado la espalda con metralla. Lo habíamos cargado con todos los otros soldados que pudimos recuperar, conduciendo de regreso hasta las líneas inglesas con el transporte convertido en una montaña de humanidad gimiente. Yo desobedecí las órdenes y regresé a la carnicería, conduciendo entre blindajes destrozados buscando a los supervivientes. De los setenta y seis vehículos de transporte y tanques ligeros que habían avanzado contra los cañones rusos, sólo regresaron dos vehículos. De los quinientos treinta y cuatro soldados implicados, sobrevivieron cincuenta y uno, sólo ocho sin sufrir ningún daño. Uno de los muertos había sido Anton Next, mi hermano. Desastre es una palabra que ni siquiera sirve para
comenzar
a describirlo.
Por suerte para mí, la nave aérea atracó poco después y pude evitar al coronel Phelps en la sala del campo de aviación. Recogí la maleta en la zona de equipaje y me quedé encerrada en el baño de señoras hasta que me pareció que ya tendría que haberse ido. Rompí el panfleto en trocitos muy pequeños y lo tiré por el inodoro. Cuando salí, la terminal del campo de aviación estaba vacía. Era mayor de lo necesario para el volumen de tráfico que llegaba a la ciudad; un elefante blancuzco que reflejaba las esperanzas exageradas de los planificadores urbanos de Swindon. La explanada del exterior estaba igualmente desierta, excepto por dos estudiantes que sostenían una pancarta contra Crimea. Habían sabido de la llegada de Phelps y habían tenido la esperanza de que podrían desviarle de su campaña a favor de la guerra. Tenían dos posibilidades: pocas y ninguna.
Me miraron y yo me aparté con rapidez. Si sabían quién era Phelps, era concebible que supiesen también quién era yo. Miré alrededor del punto de encuentro vacío. Por teléfono había hablado con Victor Analogy —el jefe de los detectives literarios en Swindon— y se había ofrecido a enviar un coche a recogerme. No había llegado. Hacía calor, así que me quité la chaqueta. Se activó una grabación por el sistema de megafonía advirtiendo a los conductores inexistentes que no estaba permitido aparcar en la desierta zona blanca, y un empleado con cara de aburrirse pasó por allí para devolver algunos carritos. Yo me senté junto a una máquina Will-Speak al fondo de la explanada. La última vez que había estado en Swindon, el campo aéreo había sido simplemente un campo de hierba con una torre oxidada. Supuse que otras cosas también habrían cambiado.
Esperé cinco minutos y luego me puse en pie para caminar impacientemente de un lado a otro. La máquina Will-Speak —conocida oficialmente como Autómata Soliloquio Vendedor de Shakespeare— era de
Ricardo III
. Se trataba de una caja simple, con la mitad superior cubierta por un vidrio en cuyo interior era visible un maniquí realista de cintura para arriba ataviado con la ropa adecuada. Por diez peniques, la máquina ofrecería un breve fragmento de Shakespeare. No se fabricaban desde los años treinta y ahora eran más bien una curiosidad de anticuario; el vandalismo baconiano y la falta de mantenimiento adecuado se habían aliado para acelerar su desaparición.
Pesqué una pieza de diez peniques y la inserté. El interior de la máquina emitió zumbidos y chasquidos bajos a medida que se iba poniendo en marcha. Cuando era pequeña, en la esquina de Commercial Road había habido una versión de
Hamlet
. Mi hermano y yo habíamos insistido a mi madre para que nos diese suelto y escuchábamos al maniquí referirse a cosas que realmente no podíamos comprender. Nos hablaba de «el país desconocido». Mi hermano, en su ingenuidad infantil, había dicho que deseaba visitar ese lugar, y así lo hizo, diecisiete años más tarde, en una loca carrera a dos mil quinientos kilómetros de casa, acompañado del rugir de los motores y el
bum-bum-bum
de los cañones rusos.
¿Alguna vez se cortejó a una mujer de esta forma?
preguntó el maniquí, moviendo los ojos como un loco mientras lanzaba un dedo al aire y se agitaba de un lado al otro.
¿Alguna vez se conquistó a una mujer de esta forma?
Hizo una pausa dramática.
La poseeré, pero no la conservaré mucho tiempo…
—¿Disculpe…?
Alcé la vista. Uno de los estudiantes se había acercado y me había tocado el brazo. Llevaba un botón a favor de la paz en la solapa y unos quevedos colgados precariamente de una larga nariz.
—Usted es Next, ¿no es así?
—¿Siguiente para qué?
[4]
—Cabo Next, Brigada Ligera Blindada.
Me froté la frente.
—No vine con el coronel. Fue una coincidencia.
—No creo en coincidencias.
—Yo tampoco. Eso es una coincidencia, ¿no es así?
El estudiante me miró extrañado mientras su amiga se nos unía. Él le dijo quién era yo.