—¿Cómo está el brazo?
—En ocasiones se queda un poco rígido, y si me duermo encima, pierde la sensibilidad. El jardín tiene buen aspecto. ¿Puedo pasar?
Mi madre se disculpó y me indicó la puerta, tomando mi chaqueta y colgándola. Miró incómoda a la automática en la funda del hombro, así que me la quité y la guardé en la maleta. La casa, me di cuenta de inmediato, era
exactamente
la misma: la misma confusión, el mismo mobiliario, el mismo olor. Me detuve para dar un vistazo a mi alrededor, para absorberlo todo y bañarme en la seguridad de los recuerdos agradables. La última vez que fui realmente feliz fue en Swindon, y esta casa había sido el centro de mi vida durante veinte años. Empezaron a entrarme dudas sobre la sabiduría de la decisión de abandonarla en su momento.
Llegamos al salón, todavía pobremente decorado con marrones y verdes y con el aspecto de un museo de Dralon. Sobre la chimenea se encontraba la foto de mi desfile de graduación en la academia de policía, junto con otra de Anton y yo vestidos de militares bajo el cruel sol del verano de Crimea. Una pareja anciana estaba sentada en el sofá, viendo la tele.
—¡Polly…! ¡Mycroft…! ¡Mirad quién ha venido!
Mi tía reaccionó favorablemente poniéndose en pie para saludarme, pero Mycroft estaba más interesado en ver
¡Nombra esa fruta!
en la tele. Se rió con su tonta risa bufa a causa de uno de los chistes malos y saludó en mi dirección sin apartar la vista.
—Hola, Thursday,
cariño
—dijo mi tía—. Con cuidado, estoy toda compuesta.
Nos apuntamos a las mejillas y lanzamos los
muas
. Mi tía emitía un fuerte olor a lavanda y llevaba tanto maquillaje encima que incluso la buena reina Bess habría quedado conmocionada.
—¿Estás bien, tía?
—No podría estar mejor. Le dio una buena patada en el tobillo a su marido—. Mycroft, es tu sobrina.
—Hola, cachorrito —dijo sin apartar la vista, frotándose el pie.
Polly bajó la voz.
—Lo siento mucho. No hace nada más que ver la tele y trabajar en su taller. A veces tengo la impresión de que ahí dentro no hay nadie.
Le miró con furia la nuca antes de volver a concentrarse en mí.
—¿Te vas a quedar mucho tiempo?
—Tiene trabajo aquí —interrumpió mi madre.
—¿Has perdido peso?
—Hago ejercicio.
—¿Tienes novio?
—No —respondí. Ahora me preguntarían por Landen.
—¿Has llamado a Landen?
—No, no lo he hecho. Y tampoco quiero hacerlo.
—Un chico
tan
agradable.
The Toad
publicó una reseña fantástica de su último libro:
Cuando fuimos sinvergüenzas
. ¿Lo has leído?
Pasé de ella.
—¿Hay noticias de papá…? —pregunté.
—No le gustó la pintura malva del dormitorio —dijo mi madre—. ¡No tengo ni idea de por qué lo sugeriste!
La tía Polly me indicó que me acercase y me susurró al oído sin sutileza y en voz muy alta:
—Tendrás que disculpar a tu madre; ¡cree que tu padre está enrollado con
otra mujer
!
Mamá se disculpó con algún pretexto tonto y salió a toda prisa de la sala.
Fruncí el ceño.
—¿Qué tipo de mujer?
—Alguien que conoció en el trabajo… Lady Emma esto o aquello.
Recordé mi última conversación con papá; el asunto de Nelson y los revisionistas franceses.
—¿Emma
Hamilton
?
Mi madre sacó la cabeza por la puerta de la cocina.
—¿La conoces? —preguntó con tono agraviado.
—No personalmente. Creo que murió a mediados del siglo diecinueve.
Mi madre entrecerró los ojos.
—Ese viejo ardid.
Se armó de valor y logró una esplendorosa sonrisa.
—¿Te quedarás para cenar?
Acepté y ella se fue a buscar un pollo al que pudiese hervir hasta quitarle todo el sabor, olvidando por el momento su furia contra papá. Mycroft, habiendo acabado el concurso, se metió en la cocina vestido con una rebeca gris con cremallera y sosteniendo un ejemplar de la revista
Nuevo Clonador
.
—¿Qué hay de cena? —preguntó, metiéndose en medio.
La tía Polly le miró como si fuese un niño malcriado.
—Mycroft, en lugar de vagar por ahí malgastando tu tiempo, ¿por qué no malgastas el de Thursday y le muestras tus trabajos en el taller?
Mycroft nos miró con ojos vacíos. Se encogió de hombros y me hizo un gesto hacia la puerta de atrás, cambiando las pantuflas por un par de botas de agua y su rebeca por una chaqueta a cuadros realmente horrible.
—Entonces ve, niña mía —murmuró, espantando a los dodos de la puerta de atrás, donde se habían congregado con la esperanza de obtener un tentempié, y caminamos hacia el taller.
—Podrías reparar la puerta del jardín, tío… ¡Está peor que nunca!
—En absoluto —respondió con un guiño—. Cada vez que alguien entra o sale, genera potencia suficiente para mantener la tele en funcionamiento durante una hora. No te he visto últimamente. ¿Has estado fuera?
—Bien, sí; diez años.
Me miró por encima de sus gafas con algo de sorpresa.
—¿En serio?
—Sí. ¿Owens sigue contigo?
Owens era el ayudante de Mycroft. Era un viejo muchacho que había ayudado a Rutherford cuando dividió el átomo; Mycroft y él habían ido juntos a la escuela.
—Una tragedia, Thursday. Estábamos desarrollando una máquina que empleaba clara de huevo, calor y azúcar para sintetizar metanol cuando un pico de energía provocó una implosión. Owens quedó merengado. Para cuando conseguimos sacarlo el pobre chico ya estaba muerto. Ahora me ayuda Polly.
Habíamos llegado al taller. Un tronco al que habían clavado un hacha era todo lo que impedía que la puerta se cerrase. Mycroft buscó el interruptor y un banco de luces se encendió, inundando el taller con una dura luz fluorescente. El laboratorio tenía un aspecto similar a la última vez que lo había visto, en lo que se refiere a desorden y sensación general de cajón de sastre, pero los cacharros eran diferentes. Por las muchas cartas de mi madre había sabido que Mycroft había inventado un método para enviar pizzas por fax y un lápiz 2B con corrector ortográfico incorporado, pero no tenía ni idea de en qué trabajaba ahora mismo.
—¿Funcionó el dispositivo de borrado de memoria, tío?
—¿El qué?
—El dispositivo de borrado de memoria. Lo estabas probando la última vez que te vi.
—No sé de qué me hablas, cariño. ¿Qué te parece esto?
En el centro de la sala había un enorme Rolls-Royce blanco. Yo me acerqué al vehículo mientras Mycroft daba un golpe a un tubo fluorescente para hacer que dejase de parpadear.
—¿Coche nuevo, tío?
—No, no —dijo Mycroft a toda prisa—. No sé conducir. Un amigo mío que los alquila se lamentaba del coste de tener que mantener dos, uno negro para los funerales y otro blanco para las bodas… Por tanto, se me ocurrió esto.
Metió la mano y giró un enorme botón del salpicadero. Se oyó un zumbido bajo y el coche fue cambiando lentamente de blanco sucio, a gris, a gris oscuro y luego finalmente a negro.
—Muy impresionante, tío.
—¿Te parece? Emplea tecnología de cristal líquido. Pero llevé la idea un paso más allá. Mira.
Le dio al botón un par de giros más a la derecha y el coche cambió a azul, luego a malva y finalmente a verde con topos amarillos.
—¡Los coches de un único color son cosa del pasado! Si giro
así
el Pigmentizador, el coche debería… Sí, sí, ¡mira eso!
Observé con creciente asombro cómo el coche comenzaba a desvanecerse frente a mis ojos; la cubierta de cristal líquido estaba imitando el fondo de grises y marrones del taller de Mycroft. En unos segundos el coche se había confundido perfectamente con el fondo. Pensé en cómo te podrías divertir con los agentes de tráfico.
—Lo llamo CamaleónCoche; muy divertido, ¿no te parece?
—Mucho.
Alargué la mano y toqué la superficie cálida del Rolls-Royce camuflado. Iba a preguntarle a Mycroft si podría instalarme el dispositivo de ocultación en mi Speedster pero llegué demasiado tarde; entusiasmado por mi interés había vagado hasta un enorme escritorio y me hacía señas todo emocionado.
—Papel carbón traductor —anunció sin aliento, señalando varios montones de láminas metálicas de brillantes colores—. Lo llamo Rosettapapel. Deja que te lo demuestre. Empezamos con una página en blanco, luego ponemos un carbón español, una segunda hoja de papel, ¡hay que orientarlas correctamente!, luego un carbón polaco, más papel, alemán, otra hoja y finalmente francés y la última hoja…
ya está
.
Cuadró el montón y lo colocó sobre una mesa mientras yo acercaba una silla.
—Escribe algo en la primera página. Lo que quieras.
—¿Lo que quiera?
Mycroft asintió, por lo que escribí:
Have you seen my dodo
?
—¿Ahora qué?
Mycroft tenía una expresión de triunfo.
—Da un vistazo, querida.
Levanté el primer carbón y allí, escrito con mi letra, se leía:
¿Has visto a mi dodo?
—¡Pero esto es asombroso!
—Gracias —respondió mi tío—. ¡Mira la siguiente!
Lo hice. Debajo del carbón polaco decía:
Gdzie jest moje dodo?
—Estoy trabajando en jeroglíficos y demótica —me explicó Mycroft mientras yo revelaba la traducción alemana que decía:
Haben Sie mein Dodo gesehen?
—. La versión Códices Maya fue complicada, pero no consigo nada en absoluto con el esperanto. No sé por qué.
—¡Esto tendrá
docenas
de aplicaciones! —exclamé mientras retiraba la última hoja para leer, ligeramente decepcionada:
Mon aardvark napas denez
.
—Espera un momento, tío.
¿Mi oso hormiguero no tiene nariz?
Mycroft miró por encima de mi hombro y gruñó.
—Probablemente no estuvieses presionando con suficiente fuerza. Eres policía, ¿no?
—En realidad, OpEspec.
—Entonces esto
podría
interesarte —anunció, haciéndome pasar junto a más dispositivos maravillosos, cuyos usos jamás podría adivinar—. El miércoles mostraré esta máquina en particular al comité de avance técnico de la policía.
Se detuvo junto a un dispositivo que tenía un enorme cuerno como si fuese un viejo gramófono. Se aclaró la garganta.
—Lo llamo «mi Olfatógrafo». Es muy simple. Como cualquier perro sabueso te diría, el olor de cada persona es tan único como una huella digital, de lo que se deduce que una máquina que pueda reconocer el olor individual de un criminal debe emplearse cuando fallan todas las otras formas de identificación.
Señaló el cuerno.
—Los olores se aspiran ahí y se dividen en sus componentes individuales por medio de un «olfatoscopio» de mi invención. A continuación se analizan los componentes para ofrecer una «tufohuella» del criminal. Puede separar los olores de diez personas en una misma habitación y puede aislar los más recientes o los más antiguos. Puede detectar una tostada quemada hasta seis meses después del hecho y diferenciar entre treinta marcas diferentes de cigarrillos.
—Podría ser de ayuda —dije, ligeramente dudosa—. ¿Qué es eso de ahí?
Señalaba lo que parecía un sombrero flexible fabricado con metal y cubierto de cables y luces.
—Oh, sí —dijo mi tío—, creo que
esto
te gustará.
Me colocó el sombrero de metal sobre la cabeza y le dio a un enorme interruptor. Hubo un zumbido.
—¿Se supone que debe pasar algo? —pregunté.
—Cierra los ojos y respira profundamente. Intenta eliminar cualquier pensamiento de tu mente.
Cerré los ojos y esperé pacientemente.
—¿Funciona? —preguntó Mycroft.
—No —respondí. Luego añadí—: ¡Espera! —un espinosillo pasó nadando—. Puedo ver un pez. Aquí, delante de mis ojos. Espera, ¡ahí hay otro!
Y así era. Muy pronto miraba a todo un montón de peces de hermosos colores nadando delante de mis ojos cerrados. Era como un bucle de unos cinco segundos; de vez en cuando todos ellos saltaban a la posición inicial y repetían su acción.
—¡Asombroso!
—Sigue relajada o desaparecerán —dijo Mycroft con tono tranquilizador—. Prueba con ésta.
Se produjo un borrón de movimiento y la escena cambió a un campo de estrellas negro como la tinta; era como estar viajando por el espacio.
—¿Y qué hay de ésta? —preguntó Mycroft, cambiando la escena a un desfile de tostadoras volantes. Abrí los ojos y la imagen se evaporó. Mycroft me miraba ansioso.
—¿Te gustó? —preguntó.
Asentí.
—Lo llamo Salvapantallas de Retina. Muy útil para trabajos aburridos; en lugar de mirar ausente por la ventana, puedes transformar tu entorno en una imagen relajante. Tan pronto como suena el teléfono o entra tu jefe, ¡parpadeas y
listo
!… estás de vuelta en el mundo real.
Le devolví el sombrero.
—Debería venderse bien en SmileyBurger. ¿Cuándo esperas ponerlo a la venta?
—En realidad no está listo; todavía quedan algunos problemas que no he conseguido arreglar.
—¿Como cuáles? —pregunté, algo suspicaz.
—Cierra los ojos y verás.
Hice lo que me dijo y un pez pasó nadando. Volví a parpadear y pude ver una tostadora. Estaba claro que le faltaba tiempo de desarrollo.
—No te preocupes —me aseguró—. Se habrán ido en unas horas.
—Prefería el Olfatoscopio.
—¡Todavía no has visto nada! —dijo Mycroft, saltando con agilidad a una enorme mesa de trabajo cubierta con herramientas y piezas de máquina—. Es posible que este dispositivo sea mi descubrimiento más asombroso. Es la culminación de treinta años de trabajo e incorpora tecnología en el límite más avanzado de la ciencia. Cuando descubras lo que es, ¡te prometo que fliparás!
Retiró una toallita de té de una pecera con un gesto florido y me mostró lo que parecía una gran cantidad de larvas de la mosca de la fruta.
—¿Gusanos?
Mycroft sonrió.
—No son gusanos, Thursday,
¡gusalibros!
Pronunció las palabras con un tono tan animado y orgulloso que pensé que me había perdido algo.
—¿Eso es bueno?
—Es
muy
bueno. Puede que estos gusanos
parezcan
un bocado tentador para el señor trucha, ¡pero cada uno de estos tipos tiene suficiente material genético nuevo para hacer que el código encajado en tu dodo de compañía parezca una nota del lechero!