Cuando regresamos a la oficina volví a llamar a Landen. En esta ocasión respondió una mujer; pedí hablar con él.
—Está dormido —respondió de inmediato.
—¿Puede despertarle? —pregunté—. Es importante.
—No, no puedo. ¿Quién es usted?
—Me llamo Thursday Next.
La mujer emitió una risita que no me gustó.
—Me lo contó todo sobre ti, Thursday.
Lo dijo con desdén; me cayó mal al instante.
—¿Con quién hablo?
—Soy Daisy Mutlar, querida, la
prometida
de Landen.
Me recliné lentamente en la silla y cerré los ojos. No me podía estar pasando esto. No era de extrañar que Landen me preguntase con cierta urgencia si iba a perdonarle.
—Has cambiado de opinión, ¿no es así, cariño? —preguntó Daisy con tono burlón—. Landen es un buen hombre. Esperó casi diez años por ti, pero me temo que ahora me quiere a mí. Quizá si tienes suerte te enviemos un trozo del pastel, y si quieres mandar un regalo, la lista de bodas está en Camp Hopson.
Me obligué a tragar el nudo de la garganta.
—¿Cuándo es el feliz día?
—¿Para ti o para mí? —Daisy rió—. Para ti, ¿quién sabe? En cuanto a mí, el querido Landy y yo nos convertiremos en el señor y la señora Parke-Laine en dos semanas a partir del sábado.
—Déjame hablar con él —exigí, subiendo el tono de voz.
—Cuando despierte, es
posible
que le diga que llamaste.
—¿Quieres que vaya allí a dar golpes en la puerta? —pregunté, alzando aún más la voz. Bowden me miró desde el otro lado de la mesa alzando una ceja.
—Escucha, zorra estúpida —dijo Daisy en voz muy baja por sí Landen la oía—, podías haberte casado con Landen y la jodiste. Se ha acabado. Ve y búscate un sabiondo de detectives literarios o algo… Por lo que he visto, todos los payasos de OpEspec sois un montón de bichos raros.
—Escúchame bien…
—No —me cortó Daisy—.
Tú
me escucharás. ¡Si intentas hacer algo que interfiera con mi felicidad te retorceré tu estúpido cuello!
Colgó. Devolví el auricular con rapidez a la base y agarré el abrigo del respaldo de la silla.
—¿Adónde va? —preguntó Bowden.
—Al campo de tiro —respondí—, y puede que me quede un buen rato.
El juego de la espera
«Para Hades, la pérdida de cualquier Felix le recordaba la tristeza de la muerte del primer Felix. En esa ocasión, había sido un golpe terrible; no sólo había sido la muerte de un amigo de confianza y un colega del crimen, sino también la terrible comprensión de que las emociones alienígenas de pérdida dejaban al descubierto su ascendencia medio humana, algo que aborrecía. No era de extrañar que el primer Felix y él se llevasen tan bien. Como Hades, Felix era verdaderamente degenerado y amoral. Por desgracia para Felix, no compartía ninguno de los atributos más demoníacos de Hades y había detenido una bala con el estómago el día en que él y Hades intentaron robar el banco Goliath de Hartlepool en 1975. Felix aceptó su muerte con estoicismo, animando a su amigo a “continuar con la buena obra” antes de que Hades tranquilamente le impidiese seguir sufriendo. Por respeto a la memoria de su amigo, retiró la cara de Felix y se la llevó con él lejos de la escena del crimen. Todo servidor
expropiado
desde entonces al público ha tenido el dudoso honor no sólo de compartir el nombre del único amigo verdadero de Acheron, sino también de llevar sus rasgos.»
M
ILLON DE
F
LOSS
Vida tras la muerte para Felix Tabularasa
Bowden puso el anuncio en el
Swindon Globe
. Pasaron dos días antes de que todos nos sentásemos en el despacho de Victor para comparar notas.
—Hemos tenido setenta y dos respuestas —anunció Victor—. Por desgracia, todas preguntaban por los conejos.
—Pusiste un precio así como bajo, Bowden —dije para hacer una gracia.
—No tengo muchos conocimientos sobre asuntos de conejos —afirmó Bowden altivo—. A mí me parecía un precio justo.
Victor dejó un expediente sobre la mesa.
—La policía consiguió al fin identificar al tipo al que disparasteis en donde Sturmey Archer. No tenía huellas digitales y tenías razón en lo de la cara, Thursday… No era la suya.
—Bien, ¿quién era?
Victor abrió el informe.
—Era un contable de Newbury llamado Adrian Smarts. Desapareció hace dos años. No tiene pasado criminal; ni siquiera una multa de tráfico. Era una buena persona. Un hombre de familia, que iba a la iglesia y se entregaba con entusiasmo a obras benéficas.
—Hades robó su voluntad —murmuré—. Las almas más limpias son las más fáciles de ensuciar. No quedaba mucho de Smarts cuando le disparamos. ¿Qué hay de la cara?
—Siguen trabajando en ello. Puede que sea más difícil de identificar. Según el informe forense, Smarts no era la primera persona en llevar esa cara.
Arranqué.
—Entonces, ¿cómo sabemos que va a ser la última?
Victor supo a qué me refería, descolgó el teléfono y llamó a Hicks. En veinte minutos, un destacamento de OE-14 había rodeado la funeraria donde se hacía entrega de los restos de Smarts a la familia. Llegaron demasiado tarde. Habían robado la cara que Smarts había estado llevando durante los dos últimos años. Las cámaras de seguridad, evidentemente, no mostraron nada.
La noticia de la próxima boda de Landen me había afectado mucho. Descubrí más tarde que Daisy Mutlar era alguien a quien había conocido durante una firma de libros un año antes. Era, aparentemente, bonita y atractiva, pero un poco rellenita, pensaba yo. Tampoco tenía una gran cabeza, o al menos, eso es lo que me dije a mí misma. Landen había dicho que quería una familia y supongo que la merecía. Al ir aceptando la situación incluso empecé a reaccionar positivamente a los lamentables intentos de Bowden por invitarme a cenar. No teníamos mucho en común, excepto el interés por quién escribió
realmente
las obras de Shakespeare. Miré al otro lado de la mesa para ver cómo examinaba un trozo de papel con una firma dudosa garabateada encima. El papel era original y también lo era la tinta. La letra, por desgracia, no.
—Adelante —dije, recordando la conversación cuando almorzamos juntos—, háblame de Edward De Vere, el conde de Oxford.
Bowden pensó durante un momento.
—El conde de Oxford era escritor, de eso podemos estar seguros. Meres, un crítico de la época, en 1598 lo comenta en
Palladis Tamia
.
—¿Podría haber escrito las obras? —pregunté.
—
Podría
—respondió Bowden—. El problema es que Meres también detalla muchas obras de Shakespeare y se las atribuye a Shakespeare. Por desgracia, eso sitúa a Oxford, al igual que Derby y Bacon, en la teoría del testaferro, según la cual debemos creer que Will no era más que una barba postiza para genios mayores que él, ahora ocultos a la historia.
—¿Es tan difícil de creer?
—Quizá no. La Reina Blanca solía creer seis cosas imposibles antes del desayuno y no parecía causarle ningún daño. La teoría del testaferro es
posible,
pero hay algunos detalles más a favor de Oxford como Shakespeare.
Hubo una pausa. La autoría de las obras era algo que mucha gente se tomaba muy en serio, y muchas grandes mentes habían dedicado vidas enteras al problema.
—La teoría dice que Oxford y un grupo de cortesanos eran empleados de la corte de la reina Isabel, encargados de producir obras en apoyo del gobierno. Parece tener algo de cierto.
Abrió un libro y me leyó un párrafo subrayado.
«Un grupo de hacedores cortesanos, nobles y caballeros, que han escrito excelentemente bien, como parecería si su obra pudiese encontrarse y hacerse pública con el resto, de entre los cuales destaca como primero ese noble caballero, el conde de Oxford.»
Cerró el libro de un golpe.
—Puttenham en 1598. Oxford recibió una concesión anual de mil libras para ese propósito, aunque es difícil saber si era para escribir las obras o para otro proyecto totalmente diferente. No hay prueba
positiva
de que fuese él quien escribiese las obras. Sobreviven algunas líneas de poesía similar a la de Shakespeare, pero no es concluyente; tampoco lo es el león blandiendo una lanza en el escudo de armas de Oxford.
—Y murió en 1604 —dije.
—Sí, eso también. Las teorías del testaferro no parecen encajar. Si crees que Shakespeare podría haber sido un noble que deseaba permanecer anónimo, yo me olvidaría. Si alguien más
escribió
las obras yo buscaría otro hombre común de la época isabelina, un hombre de un intelecto asombroso, arrojo y carisma.
—¿Kit Marlowe? —pregunté.
—El mismo.
Hubo una conmoción en el otro lado de la oficina. Victor colgó el teléfono con fuerza y nos llamó con un gesto.
—Era Schitt; Hades se ha puesto en contacto. Nos quiere en el despacho de Hicks dentro de media hora.
La entrega
«Yo debía realizar la entrega. Nunca antes había llevado un maletín con diez millones de libras. De hecho, tampoco lo llevé entonces y nunca lo haré. Jack Schitt, en su arrogancia, había dado por supuesto que capturaría a Hades mucho antes de que pudiese mirar el dinero. Vaya un bobo. La pintura del Gainsborough apenas estaba seca y la Compañía Inglesa de Shakespeare no colaboraba. La única parte del acuerdo con Acheron que se había cumplido había sido el cambio del nombre al área de servicio de la autopista. Kington St. Michael era ahora Leigh Delamere.»
T
HURSDAY
N
EXT
Una vida en OpEspec
Poco después Braxton Hicks nos detalló el plan —quedaba una hora para la entrega—. Era la forma que tenía Jack Schitt de asegurarse de que ninguno de nosotros intentábamos trazar planes propios. En todos los sentidos se trataba de una Operación de Goliath —Bowden, Victor y yo estábamos destinados simplemente a añadir credibilidad en caso de que Hades estuviese vigilando—. La entrega se realizaría en un puente redundante de ferrocarril; la única forma de llegar era por dos carreteras y la línea de ferrocarril en desuso, que sólo era transitable en un cuatro por cuatro. Los hombres de Goliath cubrirían ambas carreteras y la vía férrea. Tenían órdenes de dejarle pasar, pero no salir. Todo parecía perfectamente claro —sobre el papel.
El camino hasta la vía férrea en desuso fue normal, aunque el Gainsborough falso ocupaba más espacio en el Speedster del que yo había imaginado. Los hombres de Schitt estaban bien escondidos; Bowden y yo no vimos ni un alma mientras nos dirigíamos al punto desierto.
El puente seguía en buen estado, aunque hacía tiempo que había dejado de tener utilidad. Aparqué el coche a cierta distancia y caminé sola hasta el puente. Hacía buen día, y apenas se oía nada. Miré por encima del parapeto pero no pude ver nada fuera de lugar, sólo el enorme cauce de la vía, ligeramente ondulado allí donde años atrás habían retirado las traviesas de la vía férrea. Crecían pequeños arbustos siguiendo las piedras, y cerca de la vía había una caja de señales desierta en la que podía ver la parte superior de un periscopio vigilándome. Di por supuesto que era uno de los hombres de Schitt y miré el reloj. Era la hora.
El sonido amortiguado de una radio llamó mi atención. Incliné la cabeza e intenté deducir de dónde venía.
—Puedo oír el zumbido de una radio —dije al walkie-talkie.
—No es de las nuestras —respondió Schitt desde la base de control en una granja desierta a quinientos metros de distancia—. Te sugiero que la encuentres.
La radio estaba envuelta en plástico y colocada en las ramas de un árbol al otro lado de la carretera. Era Hades y la comunicación era muy mala, sonaba como si Hades fuese en coche.
—¿Thursday?
—Aquí.
—¿Sola?
—Sí.
—¿Cómo estás? Lamento haber tenido que hacer lo que hice pero ya sabes lo desesperados que nos ponemos los psicópatas.
—¿Mi tío está bien?
—De maravilla, querida amiga. Se lo está pasando en grande; semejante intelecto, sabes, pero tan
absolutamente
poco centrado. Con su mente y mi capacidad podríamos gobernar el mundo en lugar de tener que recurrir a estas extorsiones banales.
—Ya puedes acabar —le dije.
Hades pasó de mí y siguió hablando:
—No intentes ninguna heroicidad, Thursday. Como debes de haber supuesto, tengo el manuscrito
Chuzzlewit
y no tengo reparos en alterarlo.
—¿Dónde estás?
—¡Tut, tut, Thursday!, ¿con quién crees que hablas? Discutiremos los términos de la liberación de tu tío tan pronto como tenga mi dinero. En el parapeto verás un mosquetón unido a un cable. Coloca el dinero y el Gainsborough en el parapeto y fíjalos. Una vez que lo hayas hecho, iré a recogerlos. ¡Hasta que nos volvamos a ver, señorita Thursday Next!
Les repetí a los otros lo que me había dicho. Me dijeron que hiciese lo que me había indicado.
Coloqué el maletín Gladstone con el dinero sobre el parapeto y lo uní al Gainsborough. Regresé al coche, me senté en el capó y miré atentamente el botín de Hades. Pasaron diez minutos, luego media hora. Pedí consejo a Victor pero se limitó a decirme que siguiese donde estaba.
El sol calentaba cada vez más y las moscas volaban alegres alrededor de los setos. Podía oler el ligero olor del heno recién volteado y oír a lo lejos el suave zumbido del tráfico. Daba la impresión de que Hades nos estaba probando, lo que no era nada inusual en la delicada tarea de pagar rescates. Cuando secuestraron al Escritor Poético Nacional cinco años atrás, habían hecho falta nueve intentos antes de poder entregar con éxito el rescate. Tras lo cual el EPN fue liberado en perfecto estado; resultó que él lo había preparado todo para incrementar las tristes ventas de su decididamente aburrida autobiografía.
Me aburrí y regresé al parapeto, pasando de las peticiones de Schitt para que me retirase. Jugueteé con el mosquetón y distraídamente seguí el delgado cable de alta resistencia que había estado oculto en el enladrillado. Lo seguí hasta la tierra suelta en la base del parapeto, donde abandonaba el puente. Lo recogí lentamente y lo encontré unido a una correa elástica, enrollada como una serpiente bajo algo de hierba seca. Intrigada, seguí la correa hasta otro cable de alta resistencia. Éste estaba unido cuidadosamente a un poste telegráfico y luego se extendía tres metros sobre mi cabeza en un enorme lazo doble hasta otro poste al otro extremo del puente. Fruncí el ceño cuando el rugido bajo de un motor me hizo volverme. No podía ver nada, pero el motor se me acercaba claramente, y con mucha rapidez. Miré la base de gravilla del viejo ferrocarril, esperando ver un cuatro por cuatro, pero no había nada. El estruendo del motor que se aproximaba se incrementó dramáticamente a medida que un avión ligero apareció de detrás de un terraplén, hasta donde evidentemente había volado bajo para no ser detectado.