—¿Has estado bien, mi amor? —preguntó Mycroft.
Ella señaló subrepticiamente en dirección a la figura de la capa.
—He estado bien, aunque el señor W de ahí parece creerse un regalo de Dios para las mujeres. Me invitó a ir con él a algunos trabajos no publicados. Algunas frases floridas y se cree que soy suya.
—¡El muy canalla! —exclamó Mycroft, poniéndose en pie—. ¡Creo que voy a darle un puñetazo en la nariz!
Polly le tiró de la manga y le obligó a sentarse. Estaba ruborizada y emocionada ante la idea de que su esposo septuagenario y Wordsworth se peleasen por ella; hubiese sido toda una historia de la que enorgullecerse en las reuniones de la Federación de Mujeres.
—¡Bien, vale…! —dijo Mycroft—. Esos poetas son unos mujeriegos incorregibles. Hizo una pausa—. Dijiste que no, claro.
—Bien, sí, naturalmente.
Miró a Mycroft con la sonrisa más dulce, pero él ya estaba en otra cosa.
—No abandones «Narcisos», o no sabré dónde encontrarte.
Se dieron la mano y juntos miraron al otro lado del lago. No había orilla opuesta, y los guijarros que Wordsworth lanzaba al agua saltaban y unos momentos después aterrizaban en la playa. Aparte de eso, el paisaje era indistinguible de la realidad.
—Hice algo un poco tonto —anunció Mycroft de pronto, bajando la vista y alisando la hierba con la palma.
—¿Cómo de tonto? —preguntó Polly, consciente de lo precario de la situación.
—Quemé el manuscrito de
Chuzzlewit.
—¿Hiciste
qué
?
—Dije…
—Lo oí. Un manuscrito original como ése está más allá de todo valor. ¿Qué te impulsó a hacer algo así?
Mycroft suspiró. No era una acción que hubiese realizado a la ligera.
—Sin el manuscrito original —explicó—, es imposible realizar alteraciones importantes en la obra. Te conté que ese maniaco eliminó al señor Quaverley y le hizo matar. No creo que se detuviese ahí. ¿Quién sería el siguiente? ¿La señora Gamp? ¿El señor Pecksniff? ¿El propio Martin Chuzzlewit? Quiero pensar que más bien le hice un favor al mundo.
—Y destruir el manuscrito lo impide, ¿no?
—Claro; si no hay manuscrito original, no hay alteraciones en masa.
Ella le sostuvo la mano con fuerza mientras una sombra caía sobre los dos.
—Se ha acabado el tiempo —dijo Felix8.
Yo había acertado
y
me había equivocado en mis predicciones sobre las acciones de Acheron. Como Mycroft me contó posteriormente, Hades se había puesto furioso al descubrir que nadie le había tomado en serio, pero la acción de Mycroft de destruir
Chuzzlewit
simplemente le había hecho reír. Para un hombre que no estaba acostumbrado a ser burlado, disfrutaba de la experiencia. En lugar de arrancarle a Mycroft los miembros uno a uno, como él había creído, se limitó a darle la mano.
—Felicidades, señor Next —sonrió—. Su acto fue valiente e ingenioso. Valiente, ingenioso, pero por desgracia, inútil. No escogí
Chuzzlewit
por casualidad, ¿sabe?
—¿No? —replicó Mycroft.
—No. En los cursos avanzados del instituto me hicieron estudiar el libro y acabé odiando ese montoncillo de estiércol. Toda esa moralina y los interminables sermones sobre el egoísmo.
Chuzzlewit
sólo me resulta marginalmente menos tedioso que
Nuestro amigo común
. Incluso si hubiesen pagado el rescate, le hubiese matado igualmente y hubiese disfrutado tremendamente de la experiencia.
Dejó de hablar, le sonrió a Mycroft y continuó:
—Su intervención ha permitido que Martin Chuzzlewit siga con sus aventuras. La pensión Todger no arderá y podrán continuar sin problemas con sus vidas patéticas.
—Me alegra saberlo —respondió Mycroft.
—Guárdese el sentimiento, señor Next, no he terminado. Dada su acción, tendré que encontrar una alternativa. Un libro que al contrario que
Chuzzlewit
tenga verdadero valor literario.
—
Grandes esperanzas
no.
Acheron le miró con tristeza.
—Ahora nos encontramos más allá del territorio Dickens, señor Next. Me hubiese gustado entrar en
Hamlet
y estrangular a ese insoportable danés depresivo, o incluso brincar al interior de
Romeo y Julieta
y acabar con ese imbécil de Romeo. —Suspiró antes de continuar—. Por desgracia, no sobrevive ninguno de los manuscritos originales del Bardo. —Pensó un momento—. Quizás a la familia Bennett le venga bien una poda…
—¿Orgullo y prejuicio?
—gritó Mycroft—. ¡Monstruo sin corazón!
—Los halagos ya no te servirán de nada, Mycroft.
Orgullo y prejuicio
sin Elizabeth o Darcy sería una banalidad tonta, ¿no crees? Pero quizá nada de Austen. ¿Por qué no Trollope? Una bomba de metralla bien situada en Barchester podría ser una distracción entretenida. Estoy seguro de que la pérdida del señor Crawley haría volar algunas plumas. Por tanto, ya ve usted, mi querido Mycroft, que salvar al señor Chuzzlewit puede que haya sido una estupidez.
Volvió a sonreír y le habló a Felix8.
—Amigo mío, ¿por qué no haces algunas preguntas y descubres qué manuscritos originales están disponibles y dónde se encuentran?
Felix8 miró fríamente a Acheron.
—No soy secretario, señor. Creo que el señor Hobbes sería mucho más adecuado para la tarea.
Acheron frunció el ceño. De todos los Felix, sólo Felix3 había contradicho una orden directa. El desdichado Felix3 había sido liquidado tras una decepcionante actuación al vacilar durante un robo. Había sido culpa del propio Acheron, claro está; había intentado dotar a Felix3 de algo más de personalidad a cambio de concederle una pizca de moral. Desde entonces los Felix sólo habían sido servidores leales; hoy en día Hobbes y el doctor Müller tenían que ser su compañía.
—¡Hobbes! —gritó Hades con todas sus fuerzas.
El actor sin empleo llegó desde la cocina sosteniendo una larga cuchara de madera.
—¿Sí, amo?
Acheron le repitió la orden a Hobbes, quien se inclinó y se retiró.
—¡Felix8!
—¿Señor?
—Si no te es mucha molestia, encierra a Mycroft en su habitación. Me atrevo a afirmar que no nos hará falta en un par de semanas. No le des agua durante dos días y comida durante cinco. Eso debería ser castigo suficiente por haber eliminado el manuscrito.
Felix8 asintió y sacó a Mycroft del viejo salón del hotel. Lo llevó al vestíbulo y subieron la amplia escalera de mármol. Eran los únicos en el hotel mohoso; la enorme puerta principal estaba cerrada y atrancada.
Mycroft se detuvo junto a la ventana y miró al exterior. En una ocasión había visitado la capital galesa como invitado de la República para dar una charla sobre la síntesis de petróleo a partir del carbón. Le habían alojado en este mismo hotel, había conocido a todos los que eran alguien e incluso había disfrutado de una poco habitual audiencia con el reverenciado Brawd Ulyanov, el padre octogenario de la moderna República Galesa. Hacía casi treinta años, y la ciudad de edificios bajos no había cambiado mucho. Las señales de la industria pesada todavía dominaban el paisaje y el olor del hierro flotaba en el aire. Aunque en los años recientes muchas de las minas habían cerrado, no habían retirado las instalaciones, que puntuaban el paisaje como centinelas, alzándose oscuras sobre las casas bajas de techo de pizarra. Sobre la ciudad de Morlais se alzaba la masiva estatua de caliza de John Frost con la vista baja mirando a la República que había fundado; se había hablado mucho de trasladar la capital lejos del sur industrializado, pero Merthyr era también un centro espiritual.
Siguieron andando y llegaron a la celda de Mycroft, una habitación sin ventanas con el mínimo mobiliario. Después de que lo encerrasen y lo dejasen solo, los pensamientos de Mycroft se concentraron en lo que más le inquietaba: Polly. Él siempre había creído que a ella le gustaba flirtear un poco y nada más; y el interés continuado del señor Wordsworth le provocaba una cantidad nada despreciable de celos ansiosos.
Tiempo de sobra para la contemplación
«No creía que
Chuzzlewit
fuese un libro popular, pero me equivocaba. Ninguno de nosotros esperaba la protesta pública y la atención mediática que provocó el asesinato. La autopsia del señor Quaverley se convirtió en asunto público; a su entierro asistieron 150.000 fans de Dickens venidos de todo el globo. Braxton Hicks nos ordenó no decir nada de la implicación del departamento de detectives literarios, pero la noticia se filtró pronto.»
B
OWDEN
C
ABLE
hablando con el periódico
The Owl
El comandante Braxton Hicks tiró el periódico sobre la mesa que teníamos delante. Se movió un poco antes de derrumbarse con fuerza sobre la silla.
—Quiero saber quién se lo contó a la prensa —anunció.
Jack Schitt se apoyaba en el marco de la ventana y nos observaba mientras fumaba un cigarrillo turco bastante pequeño y de olor repugnante. El titular era claro:
M
UERTE EN
C
HUZZLEWIT:
SE RESPONSABILIZA A
O
P
E
SPEC
Seguía comentando cómo «fuentes anónimas» de OpEspec en Swindon habían dado a entender que un fallido intento de pagar un rescate había sido la causa de la muerte de Quaverley. Todo estaba explicado al revés, pero los hechos básicos eran correctos. Había situado a Hicks bajo mucha presión y le había hecho excederse de su precioso presupuesto en una cantidad fenomenal para intentar descubrir el paradero de Hades. El avión de vigilancia que Bowden y yo seguimos lo habían encontrado convertido en una ruina humeante en un campo en el lado inglés de Hay-on-Wye. El maletín Gladstone lleno de dinero falso estaba cerca, junto a la copia del Gainsborough. No habían engañado a Acheron ni durante un segundo. Todos estábamos convencidos de que Hades estaba en Gales, pero incluso la intervención política al más alto nivel había fracasado —el propio secretario de interior galés había jurado que jamás se rebajarían a alojar a sabiendas a un criminal tan famoso—. Sin jurisdicción en el lado galés de la frontera, nuestras investigaciones se habían centrado en las regiones fronterizas; sin resultados.
—Si la prensa lo supo, no fue por nosotros —dijo Victor—. No tenemos nada que ganar del interés de la prensa y sí mucho que perder. —Miró de reojo a Jack Schitt, quien se encogió de hombros.
—A mí no me miren —dijo Schitt sin comprometerse—. No soy más que un observador, situado aquí por orden de Goliath.
Braxton se puso en pie y recorrió la estancia. Bowden, Victor y yo le miramos en silencio. Sentíamos pena por él; no era un mal hombre, sólo débil. Todo el asunto era un cáliz envenenado, y si no lo cesaba el comandante regional de OpEspec, Goliath era probable que lo hiciese por sí sola.
—¿Alguien tiene alguna idea?
Todos lo miramos. Teníamos algunas ideas, pero ninguna que pudiésemos discutir delante de Schitt; como había estado tan dispuesto a dejarnos morir aquella noche en el taller de Archer, ninguno de nosotros estaba dispuesto a dar ni la hora a Goliath.
—¿Han localizado a la señora Delamere?
—La encontramos sin problemas —respondí—. Quedó encantada al descubrir que hay un área de servicio con su nombre. Hace cinco años que no ve a su hijo, pero la mantenemos bajo vigilancia constante por si intenta establecer contacto.
—Bien —murmuró Braxton—. ¿Qué más?
Victor habló.
—Creemos que Felix7 ya ha sido reemplazado. Un joven llamado Danny Chance desapareció de Reading; encontraron su cara en una papelera en el tercer piso del edificio. Hemos distribuido las fotografías que hizo la morgue de Felix7; deberían corresponder al nuevo Felix.
—¿Están seguros de que Archer no dijo nada más excepto «Felix7» antes de que le matasen? —preguntó Hicks.
—Totalmente seguros —le aseguró Bowden con su mejor voz de mentiroso.
Con humor abatido, regresamos a la oficina de detectives literarios. La sustitución de Braxton podría provocar en el departamento un terremoto peligroso, y yo tenía que pensar en Mycroft y Polly. Victor colgó el abrigo y le gritó a Finisterre, preguntándole si había habido algún cambio. Finisterre apartó la vista de un ejemplar muy manoseado de
Chuzzlewit
. Desde la huida de Acheron, él, Bailey y herr Bight habían estado releyéndolo las veinticuatro horas del día haciendo turnos. No parecía haber cambiado nada. Era ligeramente desconcertante. Los hermanos Forty habían estado trabajando con la única información que no habíamos compartido con OE-5 y Goliath. Sturmey Archer antes de expirar había hecho una referencia a un doctor Müller y dicha referencia había sido el objeto de una investigación rigurosa en bases de datos policiales y de OpEspec. Una búsqueda rigurosa pero secreta; eso es lo que había llevado tiempo.
—¿Hay algo, Jeff? —preguntó Victor, recogiéndose las mangas.
Jeff tosió.
—No hay ningún doctor Müller registrado en Inglaterra o en el continente, ya sea en medicina o filosofía…
—Por tanto, es un nombre falso.
—… que siga con
vida
. —Jeff sonrió—. Sin embargo,
hubo
un doctor Müller en la prisión de Parkhurst en 1972.
—Escucho.
—Fue cuando detuvieron a Delamere por fraude.
—La cosa mejora.
—Y Delamere tenía un compañero de celda llamado Felix Tabularasa.
—Ahí hay una cara reconocible —murmuró Bowden.
—Cierto. Al doctor Müller lo investigaban por vender riñones de donantes. Se suicidó en el 74, poco antes de la vista. Se metió en el mar después de dejar una nota. Nunca encontraron el cuerpo.
Victor se frotó las manos por la felicidad.
—Suena a muerte falsa. ¿Cómo cazamos a un muerto?
Jeff le mostró un fax.
—Tuve que usar muchos favores en el consejo médico inglés; no les gusta dar informes personales se trate de vivos o de muertos, pero aquí está.
Victor tomó el fax y leyó los puntos pertinentes.
—Theodore Müller. Se licenció en física antes de continuar con una carrera en medicina. Expulsado en el 74 por falta de ética profesional grave. Era un tenor excelente, un buen Hamlet en Cambridge, Hermanos de la Muy Reverenciada Hermandad del Wombat, hábil observador de trenes y miembro fundador de los Pasatierras.
—Mmm —murmuré—. Es probable que siga dedicándose a los viejos hobbies incluso si vive bajo un nombre supuesto.