El caso Jane Eyre (23 page)

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Authors: Jasper Fforde

Tags: #Aventuras, #Humor, #Policíaco

BOOK: El caso Jane Eyre
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Regresé al Finis como a la una de la madrugada. El fin de semana de John Milton concluía con una discoteca. Tomé el ascensor a mi habitación, el ritmo distorsionado de la música suavizándose en un sonido sordo a medida que subía. Me apoyé en el espejo del ascensor y disfruté del frío del vidrio. No debería haber vuelto a Swindon, eso era evidente. Por la mañana hablaría con Victor y obtendría un traslado lo antes posible.

Abrí la puerta de la habitación, me quité los zapatos, me tendí en la cama y miré al techo de losetas de poliestireno, intentando aceptar lo que siempre había sospechado y jamás había querido creer. Mi hermano la había cagado. Nadie se había molestado antes en expresarlo de forma tan simple; el tribunal militar habló de «errores tácticos en el calor de la batalla» y de «incompetencia grave». De alguna forma, «cagarla» hacía que sonase más creíble; todos cometemos errores en algún momento de nuestra vida, alguno más que otro. La gente sólo presta atención cuando el coste se cuenta en vidas humanas. Si Anton hubiese sido panadero y se hubiese olvidado de la levadura, a nadie le habría importado, pero la hubiese cagado igualmente.

Mientras estaba tendida pensando fui quedándome dormida lentamente y llegaron los sueños inquietos. Estaba de vuelta en el bloque de apartamentos de Styx, sólo que en esta ocasión yo estaba de pie junto a la entrada trasera con el coche volcado, el comandante Flanker y el resto del panel de investigación de OE-1. Snood también estaba allí. Tenía un desagradable agujero en su frente arrugada y estaba de pie, con los brazos cruzados y mirándome como si yo le hubiese robado la pelota y hubiese recurrido a Flanker para rectificar la situación.

—¿Está
segura
de que no le dijo a Snood que fuese y cubriese la parte de atrás? —preguntó Flanker.

—Totalmente segura —dije, mirándoles a los dos por turnos.

—Lo hizo, sabe —dijo Acheron al pasar—. Yo la oí.

Flanker le detuvo.

—¿La oyó? ¿Qué dijo
exactamente
?

Acheron sonrió y luego asintió en dirección a Snood, quien le devolvió el saludo.


¡Un momento!
—interrumpí—. ¿Cómo pueden creer lo que dice? ¡El tipo es un mentiroso!

Acheron puso gesto de ofendido y Flanker se volvió para mirarme con ojos de acero.

—De eso sólo tenemos su palabra, Next.

Podía sentirme hervir por dentro de furia ante la injusticia de la situación. Estaba a punto de llorar y despertarme cuando sentí un toque en el hombro. Era un hombre vestido con un abrigo oscuro. Tenía una gran masa de pelo negro que caía sobre sus rasgos austeros y marcados. Supe de inmediato quién era.

—¿Señor Rochester?

Asintió como respuesta. Pero ahora ya no nos encontrábamos en el exterior de los almacenes del East End; nos encontrábamos en un salón bien decorado, iluminado por el resplandor apagado de las lámparas de aceite y la luz inquieta de un fuego en la gran chimenea.

—¿Tiene bien el brazo, señorita Next? —preguntó.

—Muy bien, gracias —dije, moviendo mano y muñeca para demostrarlo.

—Yo no me preocuparía de ellos —añadió, señalando a Flanker, Acheron y Snood, que habían empezado a discutir en una esquina, cerca de la librería—. Simplemente están en su sueño, y por tanto, al ser ilusorios, no tienen mayor importancia.

—¿Y qué hay de usted?

Rochester sonrió, una sonrisa forzada y brusca. Se apoyaba en la repisa de la chimenea y miraba a la copa, haciendo girar el Madeira con delicadeza.

—Yo jamás fui real.

Colocó la copa sobre el mármol y sacó un enorme reloj de plata, lo abrió, leyó la hora y lo devolvió al bolsillo del chaleco con un único movimiento fluido y simple.

—Las cosas se están volviendo más imperiosas, puedo sentirlo. ¿Puedo confiar en su fortaleza cuando llegue el momento?

—¿A qué se refiere?

—No puedo explicarlo. No sé cómo he logrado llegar aquí o incluso cómo usted logró llegar hasta mí. ¿Recuerda cuando era niña? ¿Cuando dio con nosotros dos en aquella fresca tarde de invierno?

Pensé en el incidente de Haworth tantos años atrás, cuando entré en el libro
Jane Eyre
e hice que el caballo de Rochester resbalase.

—Fue hace mucho tiempo.

—No para mí. ¿Lo recuerda?

—Lo recuerdo.

—Su intervención
mejoró
la narrativa.

—No comprendo.

—Antes, yo simplemente daba con Jane y hablábamos un poco. Si hubiese leído el libro antes de su visita se habría dado cuenta. Cuando el caballo resbaló para evitarla, el encuentro se volvió más dramático, ¿no cree?

—¿Pero eso no había sucedido ya?

Rochester sonrió.

—En absoluto. Pero no fue usted nuestro primer visitante. Y no será la última, si tengo razón.

—¿Qué quiere decir?

Volvió a tomar la copa.

—Está usted a punto de despertar de su sueño, señorita Next, así que mejor me despido. Una vez más: ¿puedo confiar en su fortaleza cuando llegue el momento?

No tuve tiempo de responder o hacer más preguntas. Me despertó la llamada de despertador. Seguía con las ropas de la noche anterior, con las luces y la televisión todavía encendidas.

18

El muy Irrev. Joffy Next

«Querida mamá:

»La vida aquí en el campamento
Borrado por los censores
es muy divertida. El tiempo es bueno, la comida pasable, la compañía genial. El coronel
Borrado por los censores
es nuestro oficial al mando; es un tipo risueño. Veo a Thurs muy a menudo y aunque me pediste que cuidase de ella, creo que se puede cuidar sólita. Ganó el campeonato de boxeo para damas del batallón. La próxima semana nos trasladamos a
Borrado por los censores
. Volveré a escribir cuando tenga más noticias.»

Tu hijo, A
NTON

Carta de Anton Next dos semanas antes de morir

Aparte de otra persona, tenía el salón de desayuno para mí sola. El destino quiso que la otra persona fuese el coronel Phelps.

—¡Buenos días, cabo! —dijo con alegría al localizarme mientras intentaba ocultarme tras un ejemplar de
The Owl
.

—Coronel.

Se sentó frente a mí sin preguntar.

—Hasta ahora ha habido una buena respuesta a mi presencia aquí, sabe —dijo afable, tomando una tostada y agitando una cuchara en dirección al camarero—. Usted, señor, más café. Tendremos la charla el próximo domingo; va a
venir
, confío.


Puede
que me pase —respondí, con bastante sinceridad.

—¡Espléndido! —dijo efusivo—. Debo confesar que creí que se había salido del camino cuando hablamos en la bolsa de gas.

—¿Dónde va a ser?

—Es como un secreto, vieja amiga. Las paredes tienen oídos, la charla ociosa, todo eso. Enviaré un coche. ¿Ha visto esto?

Me mostró la primera página de
The Mole
. Como la de todos los periódicos, estaba dedicada casi exclusivamente a una próxima ofensiva que todos consideraban tan probable que no parecía haber ni la más mínima esperanza de que no llegara a producirse. La última batalla importante había tenido lugar en el 75 y los recuerdos y lecciones de ese error en particular no parecían haber calado en nadie.

—¡He pedido más
café
, señor! —le rugió Phelps al camarero, que le había dado té por error—. Este nuevo rifle de plasma va a terminar con ella definitivamente, sabe. Incluso he considerado modificar mi charla para incluir la petición de que todo el que quiera comenzar una nueva vida en la península que vaya presentando ya su solicitud. Tengo entendido por la oficina del secretario de exteriores que será necesario enviar colonos tan pronto como echemos definitivamente a los rusos.

—¿No lo comprende? —le pregunté con tono exasperado—. No acabará nunca. No mientras tengamos tropas en suelo ruso.

—¿Qué ha sido eso? —murmuró Phelps—. ¿Mmm? ¿Eh?

Jugueteó con su audífono e inclinó la cabeza a un lado como un periquito. Emití un sonido que no me comprometía y me fui tan pronto como pude.

Era temprano; el sol había salido pero seguía haciendo frío. Había llovido durante la noche y el aire estaba cargado de agua. Bajé el techo del coche en un intento de hacer volar los recuerdos de la noche anterior, la furia que había surgido de mi interior al comprender que no podría perdonar a Landen. Lo que más me molestaba era la consternación de saber que siempre me sentiría igual, no la consternación por el desagradable final de la velada. Tenía treinta y seis años, y aparte de diez meses con Filbert, había pasado sola la última década, más una o dos agarradas producto de la borrachera. Cinco años más así y sabría que estaría destinada a no compartir mi vida con nadie.

El viento me tiró del pelo mientras conducía rápidamente siguiendo las amplias carreteras. Casi no había tráfico y el coche ronroneaba con dulzura. Al salir el sol, se habían formado pequeños reductos de niebla, y conduje a través de ellos como una nave aérea por entre las nubes. Mi pie se separaba del acelerador al entrar en las pequeñas zonas sin visibilidad, para luego bajar suavemente cuando volvía a recobrar la libertad bajo el sol de la mañana.

El pueblecito de Wanborough no estaba a más de diez minutos en coche desde el hotel Finis. Aparqué en el exterior del templo DEG —en su tiempo un templo de la iglesia de Inglaterra— y apagué el motor, dejando que el silencio del campo fuese un cambio bienvenido.

En la distancia podía oír una máquina de granja, pero era apenas un zumbido rítmico; nunca había apreciado la tranquilidad del campo hasta que me mudé a la gran ciudad. Abrí la verja y entré en el cementerio bien atendido. Me detuve un momento, luego recorrí lenta y respetuosamente la fila de tumbas en buen estado. No había visitado la lápida de Anton desde el día que me fui a Londres, pero sabía que a él no le habría importado. No nos habíamos podido decir lo mucho que nos apreciábamos el uno del otro. En el humor, en la vida y en el amor, nos comprendíamos. Cuando llegué a Sebastopol para unirme a la 3ª Brigada Ligera Blindada de tanques de Wessex, Landen y Anton ya eran buenos amigos. Anton tenía el cargo de capitán de señales; Landen era teniente. Anton nos había presentado; en contra de órdenes estrictas, nos habíamos enamorado. Me había sentido como una colegiala, correteando a escondidas por el campamento para llegar a las citas prohibidas. Al comienzo, Crimea parecía muy divertida.

Ninguno de los cuerpos volvió a casa. Fue una decisión política. Pero había muchas tumbas de homenaje privadas. La de Anton estaba cerca del final de la fila, bajo el arco protector de un viejo tejo y encajada entre otras dos tumbas de Crimea. Estaba bien conservada, evidentemente segaban la hierba con regularidad, y había flores frescas. Permanecí de pie junto a la losa sencilla de caliza gris y leí la inscripción. Simple y elegante. Su nombre, graduación y la fecha de la carga. Había otra piedra no muy diferente a ésta a dos mil quinientos kilómetros, marcando su tumba en la península. A otros no les había ido tan bien. Catorce de mis colegas en la carga seguían hasta hoy «en paradero desconocido». Era jerga militar para «no hay trozos suficientes para identificarlo».

De pronto sentí que alguien me daba un golpe en la parte posterior de la cabeza. No muy fuerte, pero sí lo suficiente para obligarme a dar un salto. Me volví para encontrar al sacerdote DEG mirándome con una sonrisa estúpida en el rostro.

—¡Cuidado, Bodoque! —rugió.

—Hola, Joffy —respondí, sólo ligeramente perpleja—. ¿Quieres que vuelva a romperte la nariz?

—¡Ahora soy un hombre del clero, hermanita! —exclamó—. ¡No puedes dedicarte a golpear al clero!

Le miré durante un momento.

—Bien, si no puedo golpearte —le dije—, ¿qué puedo hacer?

—En la DEG nos encantan los abrazos, hermanita.

Así que nos abrazamos frente a la lápida de Anton, yo y mi hermano loco Joffy, a quien no había abrazado en mi vida.

—¿Alguna noticia de Cerebrín y Culogordo? —preguntó.

—Si te refieres a Mycroft y Polly, no.

—Suéltate un poco, hermanita, Mycroft
es
un cerebrín y Polly, bien,
tiene
el culo gordo.

—La respuesta sigue siendo no. Es decir, mamá y ella han ganado un poco de peso, ¿no?

—¿Un
poco
? Vamos, deberían abrir un supermercado sólo para ellas dos.

—¿La DEG anima los ataques personales tan directos? —pregunté.

Joffy se encogió de hombros.

—En ocasiones sí y en ocasiones no —respondió—. Es la belleza de la Deidad Estándar Global… es lo que tú quieras que sea. Además, eres de la familia, así que no cuenta.

Miré el edificio y el cementerio tan bien conservados.

—¿Cómo va todo?

—Muy bien, gracias. Una buena representación de religiones e incluso algunos neandertales, lo que es todo un triunfo. Es decir, la asistencia casi se ha triplicado desde que convertí la sacristía en un casino e introduje los martes la noche de las chicas desnudas bailando alrededor de una barra.

—¡Estás de broma!

—Sí, claro que sí,
Bodoque
.

—¡Montón de mierda! —reí—. ¡
Voy
a romperte la nariz otra vez!

—Antes de que lo hagas, ¿quieres una taza de té?

Le di las gracias y caminamos hacia la vicaría.

—¿Cómo tienes el brazo? —preguntó.

—Está bien —respondí. Luego, dado que estaba deseosa de mantenerme a la altura de sus irreverencias, añadí—: Le gasté esta broma al médico de Londres. Cuando me reconstruyó los músculos del brazo le dije, « ¿Cree que podré tocar el violín?», y él respondió: « ¡Claro que sí!», y yo dije: « ¡Qué suerte, antes no sabía!».

Joffy me miró inexpresivo.

—Las fiestas de Navidad de OpEspec deben de ser todo un jolgorio. Deberías salir más. Probablemente ése sea el peor chiste que he oído en mi vida.

En ocasiones Joffy podía ser exasperante, pero probablemente tuviese razón —aunque no iba a dejar que lo supiese—. Así que dije:

—Entonces, que te den.

Eso le
hizo
reír.

—Siempre fuiste
tan
seria, hermanita. Desde que eras una niña pequeña te recuerdo sentada en el salón mirando las noticias, absorbiendo todos los hechos y haciendo un millón de preguntas a papá y a Cerebral… ¡Hola, señora Higgins!

Nos acabábamos de encontrar con una ancianita que atravesaba la entrada del cementerio portando un ramo de flores.

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