El castillo de cristal (24 page)

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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

BOOK: El castillo de cristal
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Después del incidente de
Rufus
, dormía con el bate de béisbol en la cama y Brian con un machete en la suya. Maureen casi no podía dormir. Se pasaba las noches soñando que se la comían las ratas e inventaba todas las excusas posibles para quedarse a dormir en las casas de sus amigas. A mamá y papá el incidente de
Rufus
les parecía una tontería. Nos dijeron que ya habíamos presentado batalla a adversarios más feroces en el pasado, y que volveríamos a hacerlo algún día.

—¿Qué vais a hacer con el agujero de la basura? —pregunté yo—. Está hasta arriba.

—Ampliarlo —dijo mamá.

—No podemos seguir echando la basura ahí fuera —señalé yo—. ¿Qué va a pensar la gente?

—La vida es demasiado corta para preocuparse por lo que pueda pensar la gente —replicó mamá—. De todos modos, deberían aceptarnos tal como somos.

Estaba convencida de que la gente podría ser más comprensiva con nosotros si hiciéramos un esfuerzo por mejorar el aspecto del nº 93 de Little Hobart. Había un montón de cosas que podíamos hacer al respecto, así lo sentía, no costarían casi nada. Algunas personas de la zona de Welch cortaban neumáticos en dos semicírculos, los pintaban de blanco y los usaban para bordear sus jardines. Tal vez de momento no tuviéramos dinero para construir el Castillo de Cristal, pero podíamos poner neumáticos pintados alrededor de nuestro jardín para arreglarlo un poco.

—Eso nos ayudaría a integrarnos un poquitín —le supliqué a mamá.

—Seguramente —dijo mamá. Pero en todo lo que tenía relación con Welch, ella no tenía el menor interés en integrarse—. Preferiría tener un jardín lleno de basura de verdad que de adornos de pacotilla en nuestro césped.

Seguí buscando otras maneras de efectuar algunas mejoras. Un día papá trajo a casa un bote de veinte litros de pintura para casas, sobrante de alguna chapuza para la que le habían contratado. A la mañana siguiente, abrí la tapa haciendo palanca. Estaba casi lleno de un amarillo vivo. Papá también trajo algunas brochas. Me di cuenta de inmediato de que con una capa de pintura amarilla nuestra gris y lúgubre pared se transformaría por completo. Al menos externamente, se parecería un poco al resto de las casas en las que vivía la otra gente.

Estaba tan ansiosa con el proyecto de vivir en una casa pintada de amarillo intenso, que esa noche apenas pude dormir. Al día siguiente, me levanté temprano y me sujeté el pelo en una coleta, lista para empezar la tarea de pintora de casas.

—Si trabajamos todos juntos, podemos tenerla lista en uno o dos días —les dije a todos.

Pero papá replicó que el 93 de la calle Little Hobart era un lugar tan deprimente que no debíamos desperdiciar el tiempo ni las energías en él, cuando podíamos destinarlo al Castillo de Cristal. Mamá dijo que las casas amarillo chillón eran horteras. Brian y Lori adujeron que no contábamos con las escaleras ni andamios necesarios.

Papá no hizo ningún progreso visible en el Castillo de Cristal, sabía que el bote de pintura amarilla se quedaría en el porche a menos que asumiera la tarea por mí misma. Decidí pedir una escalera o me construiría una. Tenía la seguridad de que tan pronto como me vieran empezar la asombrosa transformación de la casa, se unirían a mí.

Allí fuera, en el porche, abrí el bote y revolví la pintura con un palo, volviendo a mezclarla con el aceite subido a la superficie, hasta que la pintura, que era del color de los ranúnculos, tomó una consistencia cremosa. Mojé una brocha gruesa y esparcí la pintura en el lateral del destartalado entablado, con largas y suaves pinceladas. Quedó brillante y lustroso, y mejor de lo esperado. Empecé en un extremo del porche, rodeando la puerta que conducía a la cocina. En pocas horas, había cubierto aquello que podía alcanzar desde el porche. Había partes de la fachada todavía sin pintar, y lo mismo los laterales, pero utilicé menos de un cuarto de la pintura. Si los demás me ayudaban, podríamos pintar las partes a las que yo no llegaba, y en un abrir y cerrar de ojos tendríamos una alegre casa amarilla.

Pero ni mamá ni papá ni Brian ni Lori ni Maureen se quedaron impresionados.

—Así que ahora una parte de la fachada es amarilla —dijo Lori—. Eso sí que va a cambiar las cosas para todos nosotros.

Iba a tener que terminar sola el trabajo. Traté de hacer una escalera con trozos de madera, pero cada vez que me subía a ella, se venía abajo. Todavía trataba de fabricar una escalera cuando, durante una helada, unos días después, mi bote de pintura se congeló, solidificándose. Cuando la temperatura subió lo suficiente para que la pintura se volviera líquida otra vez, abrí el bote. Con la helada, los componentes químicos se habían separado y el líquido, antes terso, estaba tan grumoso y acuoso como la leche cuajada. Revolví todo lo fuerte que pude, y seguí haciéndolo incluso después de saber que la pintura ya era inservible, porque también era consciente de que no conseguiría más, y en lugar de una casa recién pintada de amarillo o de color gris lúgubre, ahora teníamos una casa de aspecto ridículo con un parche a medio terminar, una casa anunciando al mundo que la gente que vivía dentro había querido arreglarla pero carecía de fuerza de voluntad para terminar el trabajo.

La calle Little Hobart llevaba a una de esas hondonadas tan profundas y estrechas que la gente bromeaba diciendo que uno tenía que llevar la luz del sol en tuberías. El barrio tenía una buena cantidad de niños —Maureen tuvo amigos de verdad por primera vez—, y todos solíamos holgazanear en el arsenal de la Guardia Nacional, al pie de la colina. Los niños jugaban a la pelota en el campo de entrenamiento. La mayoría de las niñas de mi edad pasaban sus tardes sentadas en el muro de ladrillo que rodeaba al arsenal, peinándose y retocando su brillo de labios, fingiendo indignarse, pero, en el fondo, encantadas, si un reservista de cabello cortado al rape les dedicaba un silbido adulador. Una de las chicas, Cindy Thompson, hizo muchos esfuerzos por hacerse amiga mía, pero resultó que lo que realmente quería era reclutarme para la rama juvenil del Ku Klux Klan. No me atraía demasiado ni ponerme cosméticos ni vestirme con una sábana, así que jugaba al fútbol americano con los niños, que hacían una excepción a su regla de «sólo tíos» y me dejaban incorporarme a un equipo si les faltaba un jugador.

La gente acomodada de Welch no se reunía precisamente en nuestra parte del pueblo. A lo largo de nuestra calle vivían algunos mineros, pero la mayor parte de los adultos no tenían trabajo. Algunas de las madres tampoco marido y algunos de los padres sufrían enfermedades pulmonares causadas por el polvillo del carbón. El resto, o estaban demasiado ocupados con sus propios problemas o simplemente carecían por completo de interés, así que en gran medida todo el mundo aceptaba a regañadientes alguna forma de ayuda social. Aunque éramos la familia más pobre de la calle Little Hobart, mamá y papá nunca se apuntaron para cobrar el paro o recibir cupones de comida; siempre rechazaron la caridad. Cuando los profesores nos daban bolsas de ropa procedente de colectas de la iglesia, mamá nos hacía devolverlas.

—Podemos hacernos cargo de nuestra familia —les gustaba decir—. No aceptamos limosnas de nadie.

Si venían tiempos de escasez, mamá nos recordaba que algunos niños de la calle Little Hobart lo pasaban todavía peor que nosotros. Los doce hijos de los Grady no tenían padre —o bien había muerto en el derrumbe de una mina o bien se había escapado con una fulana, dependía de quién te contara la historia— y su madre se pasaba los días en la cama con unas migrañas horribles. El resultado fue que los niños de los Grady se volvieron completamente salvajes. Era difícil distinguirlos, porque todos usaban vaqueros azules y camisetas de manga corta desgarradas y tenían la cabeza completamente afeitada, para mantener a raya a los piojos. Cuando el mayor encontró la vieja escopeta de su padre bajo la cama de su madre, decidió probar la puntería sobre Brian y sobre mí, tirándonos perdigonadas mientras atravesábamos el bosque a toda velocidad para salvar nuestras vidas.

Y luego estaban los Hall. Los seis niños Hall habían nacido con retraso mental, y aunque ahora eran adultos, aún vivían en casa con sus padres. Como me mostré amable con el mayor, Kenny Hall, que tenía cuarenta y dos años, él se enamoró locamente de mí. Los otros niños del barrio fastidiaban a Kenny diciéndole que si les daba un dólar o se bajaba los pantalones y les mostraba su polla, concertarían conmigo una cita para él. Un sábado por la noche que lo engañaron con semejante patraña, vino a nuestra casa y se quedó allí delante, gritando y aullando porque yo no acudía a nuestra cita; tuve que bajar para explicarle que los otros niños le habían gastado una broma y que, aunque él tenía muchas cualidades admirables, estaba totalmente en contra de tener citas con hombres mayores que yo.

La familia que lo pasaba peor en la calle Little Hobart era, con toda seguridad, los Pastor. La madre, Ginnie Sue Pastor, era la puta del pueblo. Ginnie Sue Pastor tenía treinta y tres años, ocho hijas y un hijo. Sus nombres terminaban todos con Y. Su esposo, Clarence Pastor, tenía una enfermedad pulmonar y se sentaba en el porche delantero de la enorme casa, que se venía abajo, todo el santo día, pero nunca sonreía ni saludaba con la mano a quien pasase por delante. Se limitaba a quedarse allí inmóvil como si estuviera congelado. Todos en el pueblo decían que hacía años que era impotente y que ninguno de los niños Pastor era de él.

Ginnie Sue Pastor era bastante reservada. Al principio me preguntaba si se pasaría todo el día acostada en algún lado en ropa interior de encaje, fumando cigarrillos y esperando a que llegaran los caballeros. Allí en Battle Mountain, las mujeres que holgazaneaban en el porche de la Linterna Verde —ya hacía tiempo que había averiguado a qué se dedicaban realmente— usaban lápiz de labios blanco, rímel negro y se desabrochaban parcialmente las blusas para que asomara la parte superior de sus sujetadores. Pero Ginnie Sue Pastor no parecía una puta. Era una mujer de aspecto corriente con el cabello teñido de rubio casi amarillo, y de vez en cuando la veíamos en el jardín delantero de su casa, cortando leña o cogiendo carbón del montón y cargándolo en el cubo. Generalmente usaba el mismo tipo de delantales y de chaquetas de loneta para el campo que usaban el resto de las mujeres de la calle Little Hobart. Se parecía a cualquier otra madre.

También me preguntaba cómo ejercía de puta con todos aquellos niños de los que ocuparse. Una noche vi que se detenía un coche frente a la casa de los Pastor y hacía señas con las luces. Un minuto después, Ginnie Sue salió corriendo por la puerta y se subió en el asiento delantero. El coche arrancó y se alejó.

Kathy era la hija mayor de Ginnie Sue Pastor. Los otros niños la trataban como una absoluta paria, cacareando que su madre era una
«postrituta»
y llamándola «la niña de los piojos». A decir verdad, tenía un grave problema con los piojos. Intentó muchas veces hacerse amiga mía. Una tarde, camino a casa desde la escuela, cuando le dije que había vivido un tiempo en California, se le iluminó el rostro. Me reveló que su madre siempre había querido ir allí. Me preguntó si estaría dispuesta a ir a su casa para contarle a su madre todo acerca de la vida en California.

Por supuesto que fui. Nunca había entrado en la Linterna Verde, pero ahora podría mirar de cerca a una prostituta de verdad. Había montones de cosas que quería saber: ¿Se ganaba dinero fácilmente trabajando de puta? ¿Resultaba divertido a veces o sólo era una asquerosidad? ¿Sabían todos ellos, Kathy, sus hermanas y su padre, que Ginnie Sue Pastor era una puta? ¿Qué pensaban de ello? No tenía pensado bombardearlos con estas preguntas, pero creí que metiéndome en casa de los Pastor y conociendo a Ginnie Sue, saldría con alguna idea sobre las respuestas.

Clarence Pastor, sentado en el porche, nos ignoró a Kathy y a mí cuando entramos pasando a su lado. En el interior me encontré con una serie de habitaciones minúsculas conectadas entre sí cual vagones de carga. Como la casa se edificó sobre la ladera, que sufría la erosión, los suelos, los techos y las ventanas estaban torcidos en distintos ángulos. Sobre las paredes no había cuadros, pero los Pastor pegaron con cinta adhesiva fotos de mujeres elegantemente vestidas arrancadas de los catálogos de Sears Roebuck.

Las hermanitas de Kathy, a medio vestir, correteaban ruidosamente por la casa. No se parecían unas a otras: una era pelirroja, otra rubia, una tenía el cabello negro y todas tenían la piel con distintos tonos de moreno. Sweet Man, el pequeñín, se arrastraba por el suelo del salón, chupando un gordo pepinillo en vinagre. Ginnie Sue Pastor estaba sentada en la mesa de la cocina. Junto a su codo estaban los restos de un enorme pollo asado, de esos que nosotros muy raramente podíamos permitirnos comprar. Ginnie tenía un rostro ajado y arrugado, pero su sonrisa era alegre y franca.

—Encantada de conocerte —me saludó, frotándose las manos sobre el faldón de la camisa—. No estamos acostumbrados a recibir visitas.

Ginnie Sue nos invitó a sentarnos. Sus voluminosos pechos se balanceaban cuando se movía, y su cabello rubio tenía las raíces oscuras.

—Si me ayudáis con este pollo, os prepararé un par de los rollitos de pollo especiales de Ginnie Sue. —Se volvió hacia mí—. ¿Sabes deshuesar los restos de un ave?

—Por supuesto —respondí. No había comido nada en todo el día.

—Bien, enséñame, entonces —dijo Ginnie Sue.

Primero, me ocupé de un ala, separando los huesecillos dobles, sacando la carne que tenía allí. Luego me dediqué a los huesos de las patas y los muslos, rompiendo las articulaciones para sacar los tendones y extraer la médula. Kathy y Ginnie Sue también se ocupaban del pollo, pero enseguida se detuvieron para observarme. Partiendo de la cola, tiré de ese buen trozo de carne que todo el mundo pasa por alto. Di la vuelta a la carcasa y retiré la grasa gelatinosa y los pedacillos de carne con las uñas. Metí el antebrazo hasta el codo en el pollo, para escarbar cualquier pedazo de carne que hubiera quedado pegado a las costillas.

—Niña —dijo Ginnie Sue—, en mi vida he visto a alguien limpiando un pollo asado tan minuciosamente como tú.

Agarré el cartílago en forma de arpón del esternón, que la mayor parte de la gente no come y lo mordí con un delicioso crujido.

Ginnie Sue colocó los pedacitos de carne en un cuenco, lo mezcló con mayonesa y crema de queso y luego aplastó un puñado de patatas fritas y se las añadió. Extendió la mezcla en dos grandes rebanadas de pan de molde, y luego las enrolló y nos las tendió.

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