Brian y yo nos escondíamos entre las artemisas del otro lado de la carretera, tratando de vislumbrar el interior cuando entraba o salía alguien por la puerta principal, pero nunca podíamos ver bastante. Un par de veces nos acercamos con disimulo y tratamos de mirar por las ventanas, pero estaban pintadas de negro. En una ocasión, una mujer que estaba en el porche nos vio entre los arbustos y nos saludó con la mano, y nosotros salimos corriendo y chillando.
Un día que Brian y yo estábamos ocultos en las artemisas, espiando, le desafié a que se animara a hablar con la mujer recostada en el porche. Brian tenía entonces casi seis años, uno menos que yo, y no le tenía miedo a nada. Se remangó los pantalones, me tendió su SweeTart a medio comer para ponerlo a buen recaudo, cruzó la calle y se dirigió directamente hacia la mujer. Ella tenía largos cabellos negros, los ojos perfilados con rímel negro, denso como el alquitrán, y llevaba un vestido azul corto con flores negras estampadas. Estaba recostada de lado en el suelo del porche, con la cabeza apoyada sobre el brazo, pero cuando Brian se acercó a ella, rodó sobre su vientre y apoyó el mentón en la mano.
Desde mi escondite podía ver a Brian hablándole, pero no podía oír lo que decían. Entonces ella le tendió una mano a mi hermano. Yo contuve la respiración para ver qué era lo que aquella mujer, que hacía cosas malas dentro, iba a hacerle a él. Le puso la mano sobre la cabeza y le revolvió el pelo. Las mujeres mayores siempre le hacían eso a Brian, porque su cabello era rojo y tenía pecas. A él no le gustaba nada aquel gesto; generalmente les apartaba las manos de un manotazo. Pero esta vez no fue así. Al contrario. Él se quedó allí y charló un rato con la mujer. Cuando regresó al otro lado de la carretera, no parecía asustado en lo más mínimo.
—¿Qué ha sucedido? —pregunté.
—No gran cosa —respondió Brian.
—¿De qué habéis hablado?
—Le pregunté qué es lo que ocurre dentro de la Linterna Verde —dijo él.
—¿De verdad? —Estaba impresionada—. ¿Y qué te dijo?
—No gran cosa —repitió Brian—. Me contó que venían hombres y que las mujeres eran agradables con ellos.
—Ah —dije—. ¿Y qué más?
—Nada —aseguró Brian. Empezó a dar pataditas a la tierra, como si no quisiera hablar más de ello—. Ella era agradable.
Después de eso, Brian saludaba con la mano a las mujeres del porche de la Linterna Verde, y ellas le dirigían una gran sonrisa, devolviéndole el saludo, pero yo todavía les tenía un poco de miedo.
Nuestra casa en Battle Mountain estaba llena de animales. Iban y venían. Perros y gatos callejeros, y sus cachorros, serpientes no venenosas, lagartijas y tortugas que atrapábamos en el desierto. Un coyote, bastante dócil, vivió con nosotros durante algún tiempo, y una vez papá trajo un águila ratonera herida a la que llamamos
Buster.
Era la mascota más fea que habíamos tenido jamás. Cada vez que alimentábamos a
Buster
con trocitos de carne, giraba la cabeza a ambos lados y nos miraba fijamente con un ojo amarillo de aspecto colérico. Luego soltaba un chillido y aleteaba frenéticamente con su ala sana. Me alegré secretamente cuando se curó y se fue volando. Cada vez que veíamos águilas ratoneras sobre nosotros, papá decía que reconocía a
Buster
entre ellas y que volvería a darnos las gracias. Pero yo sabía que
Buster
no contemplaría jamás la posibilidad de volver. Aquella águila no poseía ni un gramo de gratitud.
No teníamos dinero para comida de mascotas, de modo que los animales comían nuestras sobras, que, por lo general, no eran demasiado abundantes.
—Si no les gusta, pueden marcharse —decía mamá—. El hecho de que vivan aquí no quiere decir que yo vaya a ser su criada.
Mamá nos decía que, en realidad, les estábamos haciendo un favor a los animales al permitirles ser independientes de nosotros. De esa manera, si alguna vez tenían que irse, serían capaces de arreglárselas solos. A mamá le gustaba fomentar la autosuficiencia en todas las criaturas vivientes.
Además, ella creía que la naturaleza debía seguir su curso. Se negaba a matar las moscas que siempre infestaban la casa; decía que eran comida natural para los pájaros y las lagartijas. Y los pájaros y las lagartijas eran comida para los gatos.
—Mata a las moscas y provocarás que los gatos se mueran de inanición —decía. Dejar vivas a las moscas, bajo su punto de vista, era lo mismo que comprar comida para gatos, sólo que resultaba más barato.
Un día estaba visitando a mi amiga Carla cuando me di cuenta de que en su casa no había moscas. Le pregunté a su madre por qué.
Ella señaló un artilugio brillante dorado colgando del techo, que orgullosamente identificó como una tira insecticida Shell. Decía que se vendía en la estación de servicio y su familia tenía una en cada habitación. Esas tiras, me explicó, soltaban un veneno que mataba a todas las moscas.
—¿Y qué comen sus lagartijas? —pregunté.
—Aquí tampoco tenemos lagartijas —repuso ella.
Cuando volví a casa le dije a mamá que teníamos que comprar tiras insecticidas como la familia de Carla, pero ella se negó.
—Si mata a las moscas —dijo—, no puede ser bueno para nosotros.
• • •
Ese invierno papá compró un viejo Ford Fairlane con el motor preparado, y un fin de semana, cuando empezó a hacer frío, anunció que nos íbamos a nadar al Caldero Caliente. El Caldero Caliente era un manantial sulfuroso en el desierto, al norte del pueblo, rodeado por rocas escarpadas y arenas movedizas. El agua resultaba caliente al tacto y tenía olor a huevo podrido. Estaba tan llena de minerales que a lo largo de los bordes se formaban unas ásperas costras calcáreas, como un arrecife de coral. Papá siempre decía que tendríamos que comprar el Caldero Caliente y explotarlo como un balneario.
Cuanto más hondo se sumergía uno, más caliente estaba el agua. En el centro había mucha profundidad. Algunas personas de la zona de Battle Mountain decían que el Caldero Caliente no tenía fondo, que seguía sin parar hasta el centro de la Tierra. Un par de adolescentes borrachos y salvajes se ahogaron allí, y la gente del Owl Club decía que cuando sus cuerpos volvieron a salir a la superficie, los encontraron literalmente hervidos.
Tanto Brian como Lori sabían nadar, pero yo nunca aprendí. Las grandes masas de agua me daban miedo. Parecían antinaturales, rarezas en los pueblos del desierto en los que vivimos. Una vez paramos en un motel con piscina, y yo puse toda mi fuerza de voluntad para hacer un largo entero, pegada a la pared del borde. Pero el Caldero Caliente no tenía bordes como la piscina. No había nada a lo que aferrarse.
Me metí hasta los hombros. El agua que rodeaba mi pecho estaba caliente y las rocas sobre las que me mantenía erguida ardían tanto que no podía dejar quietos los pies. Miré hacia atrás, a papá, observándome con gesto adusto. Intenté encontrar el valor para avanzar hacia el agua más profunda, pero había algo que me retenía. Papá se zambulló y se acercó hacia mí salpicando todo a su alrededor.
—Hoy vas a aprender a nadar —aseguró.
Me rodeó con un brazo y nos internamos en el agua. Papá me arrastraba. Yo estaba muerta de miedo y me agarraba tan fuerte de su cuello que le dejé blanca la piel.
—Ya está, no ha sido tan terrible, ¿verdad? —me preguntó papá cuando llegamos a la otra orilla.
Dimos la vuelta, y esta vez, cuando llegamos a la mitad, papá me arrancó los dedos de su cuello y me empujó para apartarme de él. Empecé a sacudir los brazos en todas direcciones, mientras me hundía en el agua caliente y olorosa. Instintivamente, traté de respirar. La nariz y la boca se me llenaron de agua, e incluso la garganta. Me ardían los pulmones. Tenía los ojos abiertos, escocidos a causa del azufre, pero el agua estaba oscura y el pelo me envolvía la cara, impidiéndome ver nada. Noté un par de manos agarrándome por la cintura. Papá tiró de mí y me llevó hasta donde hacía pie. Yo escupía y tosía, respirando con jadeos ahogados y entrecortados.
—Ya pasó —dijo papá—. Intenta respirar normalmente.
Cuando me recuperé, papá me volvió a agarrar y me llevó de nuevo al centro del Caldero Caliente.
—¡Nada o húndete! —gritó.
Me hundí por segunda vez. Una vez más, se me llenaron de agua la nariz y los pulmones. Pataleé y sacudí los brazos, a manotazos me abrí camino hasta la superficie, muriéndome por una bocanada de aire, y logré llegar hasta papá. Pero él se apartó hacia atrás y no sentí sus manos rodeándome hasta haberme hundido de nuevo.
Lo hizo una y otra vez, hasta que fui plenamente consciente de que él sólo me rescataría para empujarme al agua, y entonces, en lugar de tratar de alcanzar las manos de papá, traté de alejarme de ellas. Pataleé para separarme de él, abriéndome camino por el agua con los brazos, y finalmente fui capaz de impulsarme sola y ponerme fuera de su alcance.
—¡Lo estás logrando, cariño! —gritó papá—. ¡Estás nadando!
Salí a trompicones del agua y me senté en las rocas calcificadas, con el pecho agitado. Papá también salió del agua, y trató de abrazarme, pero yo no quería saber nada de él, ni de mamá, haciendo el muerto como si no pasara nada, ni de Brian ni Lori, que vinieron a rodearme y a felicitarme. Papá siguió diciéndome que me quería, que jamás habría permitido que me ahogara, pero que no podía pasar toda la vida aferrada al borde, que una lección que todo padre tiene que enseñarle a su hijo es «Si no quieres hundirte, mejor que te las arregles para aprender a nadar». ¿Qué otra razón, preguntó, podría haberle llevado a hacer eso?
Una vez recuperada la respiración, reflexioné sobre la posibilidad de que él tuviera razón. No había otra explicación posible.
—Malas noticias —dijo un día Lori cuando llegué a casa después de haber estado de exploración—. Papá ha perdido su trabajo.
Había conservado aquel trabajo casi seis meses, más de lo que le había durado cualquier otro. Concluí que ya habíamos tenido suficiente Battle Mountain y que dentro de unos días volveríamos a trasladarnos.
—Me pregunto cuál será el próximo lugar en el que viviremos —declaré.
Lori negó con la cabeza.
—Nos quedamos aquí —aseguró. Papá subrayó que lo sucedido no era exactamente que había perdido el trabajo. Se las había arreglado para hacerse despedir porque quería pasar más tiempo buscando oro. Tenía muchos planes para ganar dinero, añadió Lori, inventos a los que dedicarse, trabajos especiales casi preparados. Pero por el momento las cosas serían un poco difíciles—. Todos tenemos que ayudar —afirmó Lori.
Me puse a pensar en la manera en la que podía contribuir a mejorar la situación, más allá de reunir botellas y chatarra metálica.
—Podría bajar el precio de mis piedras —dije.
Lori se quedó en silencio y miró al sucio.
—No creo que con eso sea suficiente —replicó.
—Supongo que puedo comer menos —afirmé.
—Eso ya lo hemos hecho antes —dijo Lori.
• • •
Comimos menos. Cuando en el economato dejaron de darnos crédito, nos quedamos rápidamente sin comida. A veces papá lograba hacer funcionar uno de sus trabajos especiales o ganaba un poco de dinero apostando, y durante unos días comíamos. Luego el dinero se acababa y la nevera volvía a quedar vacía.
Antes, cada vez que nos quedábamos sin comida, allí estaba papá, lleno de ideas y de ingenio. O encontraba en la parte de atrás de un cajón de la alacena una lata de tomates olvidada o salía una hora y volvía con un montón de verduras en los brazos —sin decirnos nunca de dónde las había sacado— e improvisaba un estofado. Pero ahora empezó a desaparecer cada dos por tres.
—¿O ta
papá? —preguntaba Maureen todo el tiempo. Tenía un año y medio, y ésas casi fueron sus primeras palabras.
—Ha salido a conseguir comida y a buscar trabajo —respondía yo. Pero me preguntaba si en realidad no sería que él sólo quería estar entre nosotros si podía mantenernos. Trataba de no quejarme.
Si le preguntábamos a mamá por la comida —de forma casual, porque no queríamos preocuparla—, se limitaba a encogerse de hombros y decía que no podía preparar algo con nada. Nosotros solíamos guardar silencio y no protestar, pero sólo pensábamos en comer y en echar mano a algo de comer. Durante el recreo, en la escuela, me volvía disimuladamente al aula y solía encontrar en la bolsa del almuerzo de algún otro niño algo cuya ausencia no notara —un paquete de galletas, una manzana—, y me lo zampaba tan rápido que apenas llegaba a notarle el gusto. Si estaba jugando en el jardín de alguna amiga, pedía permiso para ir al servicio, y si en la cocina no había nadie, agarraba algo de la nevera o de la alacena y me lo llevaba al baño para comérmelo allí, acordándome siempre de tirar de la cadena del inodoro antes de salir.
Brian también andaba rebuscando por todos lados. Un día lo descubrí vomitando detrás de la casa. Quise saber cómo podía estar vomitando de semejante forma, si no habíamos comido nada desde hacía días. Me contó que se había metido en casa de un vecino y había robado un frasco de dos kilos de pepinillos. El vecino le había pillado, pero en lugar de denunciarlo a la poli, como castigo, le había obligado a comerse el frasco entero. Tuve que jurar que no se lo contaría a papá.
Un par de meses después de haber perdido su trabajo, papá vino a casa con una bolsa llena de provisiones: una lata de maíz, dos litros de leche, una barra de pan, dos jamones picantes enlatados, un paquete de azúcar y una barra de margarina. La lata de maíz desapareció en cuestión de minutos. Alguno de la familia la había robado, y nadie, salvo el ladrón, sabía quién había sido. Pero papá estaba demasiado ocupado preparando bocadillos de jamón picante como para investigar. Esa noche comimos hasta saciarnos, acompañando los bocadillos con grandes vasos de leche. Cuando al día siguiente regresé de la escuela, encontré a Lori en la cocina comiendo algo de una taza con una cuchara. Miré en la nevera. No había nada más que media barra de margarina.
—Lori, ¿qué estás comiendo?
—Margarina —respondió.
Fruncí el ceño.
—¿En serio?
—Aja —dijo—. Mézclala con azúcar. Sabe como azúcar glaseado.
Me preparé un poco. No sabía a azúcar glaseado. Era un poco crujiente, porque el azúcar no se disolvía, y grasosa y dejaba una delgada película pegajosa en la boca. Pero de todas maneras me la comí.
Cuando mamá volvió a casa esa noche, miró en la nevera.