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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (13 page)

BOOK: El castillo de cristal
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—¿Dónde está la gracia?

—¿Es que no lo ves? —preguntó Billy, señalando a su padre—. ¡Se ha
meado
encima! —Billy empezó a reírse.

Sentí que me hervía la sangre en el rostro.

—Uno no debe reírse de su propio padre —le dije—. Jamás.

—Eh, vaya, no te des tantos aires conmigo —replicó Billy—. No me vengas ahora a hacerme creer que eres mejor que yo. Porque sé que tu padre no es más que un borrachín, como el mío.

En ese momento, odié a Billy con todas mis fuerzas. Pensé en contarle todo lo referido a los números binarios, el Castillo de Cristal, Venus y todas las cosas que hacían que mi padre fuera especial y completamente distinto al suyo, pero sabía que Billy no entendería nada. Salí corriendo de su casa, pero luego me detuve y me di la vuelta.

—¡Mi padre no tiene absolutamente nada que ver con el tuyo! —grité—. ¡Cuando mi padre se cae redondo,
nunca
se mea encima!

• • •

Esa noche, durante la cena, empecé a contarles a todos lo que opinaba sobre el asqueroso padre de Billy Deel y el horrible cuchitril en el que vivían.

Mamá dejó el tenedor en la mesa.

—Jeannette, me estás decepcionando —dijo—. Deberías mostrar más compasión.

—¿Por qué? —pregunté—. Él es malo. Es un DJ.

—Ningún niño nace delincuente —afirmó mamá—. Sólo van por ese camino cuando nadie los quiere de niños. Los niños que no reciben amor crecen y se convierten en asesinos en serie o alcohólicos. —Mamá miró mordazmente a papá y luego volvió a posar sus ojos en mí. Me dijo que debería tratar de ser más amable con Billy—. Él no tiene las ventajas que tenéis vosotros en esta casa.

• • •

La siguiente vez que vi a Billy le dije que sería su amiga —pero no su novia— si prometía no volver a reírse del padre de nadie. Billy me lo prometió. Pero siguió tratando de ser mi novio. Me dijo que si fuera su novia, siempre me protegería y se ocuparía de asegurarse de que no me pasara nada malo y me compraría regalos caros. Si no aceptaba, lo lamentaría. Le respondí que si no quería que fuéramos sólo amigos, por mi parte no tenía ningún problema, pero que no le tenía miedo.

Una semana después, más o menos, estaba con algunos otros niños de Las Vías, mirando cómo se quemaba la basura en un gran bidón de lata herrumbrosa. Todos arrojaban maleza dentro para mantener vivo el fuego, y también pedazos de neumáticos; festejábamos el denso humo negro de la goma, que nos producía picor en la nariz al volar hacia nosotros en su espiral ascendente.

Billy se me acercó y me tiró del brazo, apartándome de los otros niños. Rebuscó en su bolsillo y extrajo un anillo de plata con turquesa.

—Es para ti —dijo.

Lo tomé y empecé a darle vueltas en las manos. Mamá tenía una colección de joyas indias de plata con turquesa, que guardaba en casa de la abuela, para que papá no pudiera empeñarla. En su mayoría eran antiguas y muy valiosas —un hombre de un museo de Phoenix estuvo tratando de comprarle las piezas—, y cuando visitábamos a la abuela mamá nos dejaba a mí y a Lori ponernos los pesados collares, brazaletes y cinturones de conchas. El anillo de Billy se parecía a uno de los de mamá. Me lo pasé por los dientes y la lengua tal como mamá me había enseñado. Me di cuenta, por el sabor ligeramente amargo, que era plata de verdad.

—¿De dónde lo has sacado? —pregunté.

—Era de mi madre —contestó Billy.

Era un anillo bonito. Tenía un aro sencillo y fino y una piedra de turquesa oscura, ovalada, engarzada en la pieza con hilos de plata serpenteantes. Yo no tenía ninguna joya, y hacía mucho tiempo que nadie me hacía un regalo, salvo el planeta Venus.

Me probé el anillo. Resultaba demasiado grande para mi dedo, pero podía envolver el aro de plata con hilo como hacían las chicas del instituto cuando usaban los anillos de sus novios. Temí, sin embargo, que si aceptaba el anillo Billy empezaría a pensar que aceptaba ser su novia. Se lo contaría al resto de los niños, y si decía que no era verdad, él señalaría el anillo. Por otra parte, supuse que mamá estaría de acuerdo en que lo aceptara, porque ello haría que Billy tuviera buen concepto de sí mismo. Me decidí por una solución de compromiso.

—Me lo quedaré —dije—. Pero no voy a usarlo. —La sonrisa de Billy se hizo más amplia—. Pero no creas que esto significa que somos novios. Y ni se te ocurra pensar que quiere decir que puedes besarme.

• • •

No le conté a nadie lo del anillo, ni siquiera a Brian. Lo llevaba en el bolsillo de mi pantalón durante el día, y por la noche lo escondía bien en el fondo de la caja de cartón en la que guardaba mi ropa.

Pero Billy Deel había empezado a alardear de haberme regalado el anillo. Contó a los demás niños que, tan pronto como yo alcanzara la edad suficiente, íbamos a casarnos. Cuando me enteré de lo que andaba diciendo, me di cuenta de que aceptar el anillo había sido un gran error. También supe que tenía que devolvérselo. Pero no lo hice. Quise hacerlo, y todas las mañanas me lo ponía en el bolsillo con intención de dárselo, pero nunca me decidía. Aquel anillo era condenadamente bonito.

Unas semanas después, jugaba al escondite en las vías con algunos de los niños del barrio. Encontré el lugar perfecto, un pequeño cobertizo de herramientas oculto detrás de una mata de artemisas, en el que nunca se escondía nadie. Pero justo cuando el chico que contaba estaba a punto de terminar, se abrió la puerta y alguien más trató de meterse. Era Billy Deel. Ni siquiera jugaba con nosotros.

—No puedes esconderte aquí —le dije entre dientes—. Cada uno tiene que encontrar su propio sitio.

—Demasiado tarde —replicó—. Ya casi ha terminado de contar.

Billy se coló en el interior. El cobertizo era minúsculo, apenas había sitio para una persona agachada. Yo no iba a confesarlo, pero estar tan cerca de Billy me daba miedo.

—¡Estamos demasiado apretados! —susurré—. Tienes que largarte.

—No —se negó Billy—. Cabemos los dos.

Acomodó sus piernas de tal modo que quedaron apretadas contra las mías. Estábamos tan cerca que sentí su aliento en mi rostro.

—Estamos demasiado apretados —repetí—, y me estás echando todo el aliento.

Hizo como que no me oía.

—Sabes lo que hacen en la Linterna Verde, ¿verdad? —preguntó.

Yo oía, amortiguados, los gritos de los otros niños perseguidos por el encargado de buscarlos. Deseaba no haber elegido un escondite tan bueno.

—Por supuesto —contesté.

—¿Qué hacen?

—Las mujeres son amables con los hombres.

—¿Pero qué hacen? —Hizo una pausa—. Ya veo, no lo sabes.

—Sí que lo sé —dije.

—¿Me lo quieres decir?

—Quiero que encuentres tu propio escondite.

—Lo primero que hacen es besarse —continuó él—. ¿Has besado a alguien alguna vez?

A la luz de los delicados rayos colándose por los agujeros de los laterales del cobertizo, pude ver las aureolas de suciedad que tenía alrededor del escuálido cuello.

—Por supuesto. Cientos de veces.

—¿A quién?

—A mi padre.

—Tu padre no vale. Alguien que no sea de la familia. Y con los ojos cerrados. Si no tienes los ojos cerrados no vale.

Le dije a Billy que ésa era la cosa más estúpida oída jamás. Si uno tiene los ojos cerrados, no puede ver a quién está besando.

Billy dijo que había una gran cantidad de cosas que yo no sabía sobre los hombres y las mujeres. Me contó que algunos hombres apuñalaban a las mujeres cuando las estaban besando, especialmente si ellas oponían resistencia y no querían ser besadas. Pero me dijo que él nunca me haría eso. Puso su rostro justo frente al mío.

—Cierra los ojos —ordenó.

—Ni loca —dije yo.

Billy aplastó su rostro contra el mío, me agarró del cabello, me giró la cabeza y me incrustó la lengua en la boca. Era una cosa viscosa y repugnante, y cuando traté de echarme hacia atrás él se pegó contra mí. Cuanto más trataba yo de apartarme, más se pegaba él, hasta que quedó encima de mí y sentí sus dedos tirando de mis pantalones cortos. Con la otra mano se desabrochaba sus propios pantalones. Para detenerle, puse mi mano en su entrepierna, y cuando le toqué supe lo que era, aunque nunca había tocado uno en mi vida.

No podía darle un rodillazo en la entrepierna, que es lo que me había enseñado papá, si un tío me saltaba encima, porque mis rodillas estaban fuera de sus piernas, así que le mordí la oreja con todas mis fuerzas. Seguramente le hice mucho daño, porque soltó un aullido y me dio un golpe en la cara. Me empezó a salir sangre a borbotones por la nariz.

Los otros niños oyeron el jaleo y vinieron corriendo. Uno de ellos abrió la puerta del cobertizo, y Billy yo salimos a toda prisa, acomodándonos la ropa.

—He besado a Jeannette —aulló Billy.

—¡No es cierto! —grité yo—. ¡Es un mentiroso! Lo que hicimos fue liarnos a puñetazos, eso es todo.

Él
era
un mentiroso, me estuve diciendo a mí misma todo el resto del día. Realmente yo no le había besado, o al menos eso no contaba como beso. Mis ojos habían permanecido abiertos todo el tiempo.

• • •

Al día siguiente llevé el anillo a casa de Billy Deel. Le encontré fuera, sentado en un coche abandonado. La pintura roja desvaída con el sol del desierto se había vuelto anaranjada a lo largo del oxidado borde lateral. Los neumáticos hacía mucho que estaban desinflados y el techo de tela aparecía rajado. Billy estaba en el asiento del conductor, haciendo ruidos de motor con la garganta e imitando las marchas en una palanca imaginaria.

Me quedé de pie allí cerca, esperando a que me viera. No me vio, así que hablé la primera.

—No quiero ser amiga tuya —dije—. Y ya no quiero tu anillo.

—No me importa —aseguró—. Tampoco lo quiero.

Seguía mirando hacia el frente a través del parabrisas roto. Me acerqué a la ventanilla abierta, dejé caer el anillo sobre su regazo, di media vuelta y comencé a caminar. Oí la manija de la puerta del coche y luego el portazo detrás de mí. Seguí andando. Luego sentí una punzada en la parte de atrás de la cabeza, como si me hubiera golpeado una piedrecilla. Billy me había arrojado el anillo. No me detuve.

—¡Adivina qué! —gritó Billy—. ¡Te he violado!

Me volví y le vi de pie allí, al lado del coche; parecía herido y furioso, pero no tan alto como siempre me había parecido. Busqué en mi mente una réplica hiriente, pero como no sabía qué quería decir «violar», todo lo que pude pensar fue «¡Pues mira qué bien!».

En casa, busqué la palabra en el diccionario. Luego miré las palabras que aparecían en la definición, y aunque todavía no acababa de enterarme del todo, supe que no estaba bien. Generalmente, cuando no comprendía una palabra se la preguntaba a papá, releíamos juntos la definición y la discutíamos. Esta vez no quise hacerlo. Tuve el presentimiento de que eso iba a traerme problemas.

• • •

Al día siguiente, Lori, Brian y yo estábamos sentados en una de las mesas carrete en la estación, jugando a las cartas y vigilando a Maureen, mientras mamá y papá mataban el tiempo en el Owl Club. Oímos a Billy Deel fuera, llamándome a gritos. Lori me miró y yo negué con la cabeza. Volvimos a nuestro juego, pero Billy insistió así que Lori salió al porche, el viejo andén en donde la gente se subía al tren, y le dijo que se largara. Volvió dentro y nos alertó:

—Tiene un arma.

Lori alzó a Maureen en brazos. Una de las ventanas estalló en pedazos y, de repente, Billy apareció enmarcado en ella. Con la culata de su rifle golpeó los cristales que quedaban en el marco, y luego metió el cañón apuntando hacia adentro.

—Sólo es una escopeta de aire comprimido —informó Brian.

—Te dije que lo lamentarías —me dijo Billy, apretando el gatillo.

Sentí como si una avispa picara en mis costillas. Billy empezó a dispararnos a todos, cargando la recámara rápidamente, deslizando el cilindro hacia atrás y hacia delante antes de cada disparo. Brian volcó la mesa de carrete, y nos parapetamos detrás de ella.

Los proyectiles repiqueteaban en la tabla. Maureen berreaba. Me giré hacia Lori, la mayor y la que estaba a cargo. Se mordía el labio inferior, pensando. Me puso a Maureen en los brazos, salió disparada y atravesó corriendo la habitación. Billy la alcanzó con uno o dos disparos —Brian se puso de pie para atraer el fuego hacia él—, pero logró subir por las escaleras al piso superior. Bajó de nuevo casi de inmediato. Tenía en la mano la pistola de papá y apuntaba a Billy.

—Eso es sólo un juguete —dijo Billy, aunque en su voz se notaba un ligero temblor.

—¡Es de verdad, basta ya! —grité yo—. Es la pistola de mi padre.

—Si lo es —dijo él—, ella no tiene
cojones
[1]
para usarla.

—¿Quieres comprobarlo? —le preguntó Lori.

—Venga, adelante —la incitó Billy—. Dispárame y verás lo que ocurre.

Lori no era tan buena tiradora como yo, pero apuntó la pistola más o menos en dirección a Billy y apretó el gatillo. Cerré los ojos bien apretados al sentir la explosión, y cuando los volví a abrir Billy había desaparecido.

Salimos corriendo al exterior, preguntándonos si nos encontraríamos con el cuerpo ensangrentado del chico tirado en el suelo, pero se había agachado detrás de la ventana. Cuando nos vio, salió a toda velocidad por la calle que iba paralela a un lado de las vías. Cuando estaba a unos cincuenta metros empezó a dispararnos otra vez con su rifle de aire comprimido. Le arranqué la pistola de las manos a Lori, apunté bajo y apreté el gatillo. Estaba demasiado alterada para sostener la pistola del modo en que me había enseñado papá, y el retroceso casi me saca el brazo. A pocos metros de Billy saltó una nube de polvo. Él dio un enorme salto y emprendió una loca carrera calle abajo.

Nos echamos a reír, pero aquello sólo nos resultó gracioso durante uno o dos segundos. Luego nos quedamos de pie mirándonos en silencio. Me di cuenta de que mi mano temblaba tanto que apenas podía sostener el arma.

• • •

Al poco rato, un coche de policía se detuvo frente a la estación, y de él descendieron mamá y papá. Sus rostros tenían una expresión grave. También se bajó un agente, acompañándoles hasta la puerta. Nosotros estábamos sentados en los bancos, con expresión educada y respetuosa. El agente nos fue mirando uno a uno, como si nos contara. Apreté las manos contra mi regazo para demostrar que era obediente.

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