El castillo de cristal (15 page)

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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

BOOK: El castillo de cristal
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Cuando las gafas estuvieron listas, fuimos todos a la óptica. Las lentes eran tan gruesas que hacían que los ojos de Lori parecieran enormes y saltones, como ojos de pez. Ella se puso a girar la cabeza hacia todos lados y a moverla hacia arriba y hacia abajo.

—¿Qué te ocurre? —pregunté.

En lugar de responder, Lori salió corriendo al exterior. La seguí. Estaba de pie en el aparcamiento, mirando sobrecogida los árboles, las casas y los edificios de oficinas detrás de éstas.

—¿Ves ese árbol de allí? —preguntó, señalando un sicomoro que había a unos treinta metros. Asentí con la cabeza—. No sólo veo ese árbol, sino que puedo ver cada una de sus hojas. —Me miró con expresión triunfal—. ¿Tú eres capaz de verlas?

Asentí con la cabeza.

No me creyó.

—¿Cada una de sus hojas? Quiero decir, ¿no sólo las ramas sino cada hojita?

Asentí con la cabeza. Lori me miró y luego se puso a llorar.

Camino de casa, se dedicó a mirar por primera vez esas cosas en las que casi todo el mundo nunca se detiene a fijarse porque las ven cada día. Leía en voz alta los letreros de la calle y las vallas publicitarias. Señalaba los estorninos posados en las líneas de teléfono. Fuimos a un banco y ella se puso a examinar el techo abovedado y a describir los dibujos octogonales.

Ya en casa, Lori insistió en que me probara sus gafas. Dijo que me iban a nublar la vista tanto como corregían la suya, así que yo podría ver las cosas tal como ella las había visto siempre. Me puse las gafas, y el mundo se disolvió en formas borrosas, llenas de manchas. Di unos pasos y me golpeé la espinilla contra la mesa de centro, y entonces supe por qué a Lori no le gustaba tanto ir de exploración como a Brian y a mí. Simplemente, no podía ver.

Lori quiso que también mamá se probara las gafas. Mamá se las puso y, pestañeando, paseó la vista por la habitación que la rodeaba. Examinó lentamente uno de sus propios cuadros, y luego le tendió a Lori las gafas para devolvérselas.

—¿Veías mejor? —pregunté.

—Yo no diría mejor —respondió mamá—, sino… Distinto.

—Tal vez tendrías que hacerte unas para ti, mamá.

—Me gusta el mundo tal como lo veo —replicó.

Pero a Lori le encantaba ver el mundo con claridad. Empezó a dibujar y pintar compulsivamente todas las cosas maravillosas que descubría, como la forma en que cada una de las curvadas tejas del techo de la escuela Emerson proyectaba su propia sombra sinuosa sobre el pavimento, y el modo en que el sol poniente coloreaba las panzas de las nubes de rosado mientras sus cimas algodonosas permanecían moradas.

Poco tiempo después de empezar a llevar gafas, Lori decidió que quería ser artista, como mamá.

• • •

Tan pronto como nos instalamos en la casa, mamá se zambulló de lleno en su carrera artística. Colocó un gran cartel blanco en el jardín de la parte delantera, en el que pintó cuidadosamente con letras negras de bordes dorados: ESTUDIO ARTÍSTICO R. M. WALLS. Convirtió las dos habitaciones de la parte delantera en un estudio y una galería, y destinó los dos dormitorios del fondo a almacenar una selección de sus obras. Había una tienda de artículos de arte a tres calles, en la 5 Norte, y gracias a la herencia de mamá, pudimos hacer expediciones regulares de compras. Traíamos a casa rollos de lienzo que papá estiraba y enmarcaba en bastidores de madera. También adquirimos óleos, acuarelas, pintura acrílica, yeso, un bastidor para serigrafía, tinta china, pinceles y plumas, lápices de carboncillo, pasteles, unos papeles finos para dibujo a pastel e incluso un maniquí de madera articulado al que bautizamos Edward y quien, según dijo mamá, posaría para ella cuando nosotros estuviéramos en la escuela.

Mamá decidió que, antes de ponerse a pintar en serio, tenía que reunir un minucioso archivo artístico de consulta. Compró decenas de grandes archivadores y montones de paquetes de papel rayado. A cada tema se le dedicaba su propio archivador: perros, gatos, caballos, animales de granja, animales de los bosques, flores, frutas y verduras, paisajes rurales, paisajes urbanos, rostros de hombre, rostros de mujer, cuerpos de hombre, cuerpos de mujer y «manos, pies, traseros y otras diversas partes del cuerpo». Pasamos horas y horas hojeando viejas revistas, buscando fotografías interesantes, y cuando caíamos sobre una que pensábamos merecería la pena pintar, la mostrábamos en alto para someterla a la aprobación de mamá. Ella la examinaba un par de segundos y luego daba el visto bueno o la rechazaba de plano. Si la foto era aceptada, la recortábamos y pegábamos con cola sobre un papel rayado, y reforzábamos los agujeros del papel con adhesivo, para que la página no se rompiera. Luego sacábamos el archivador de tres anillas correspondiente, añadíamos la nueva foto y cerrábamos las anillas con un chasquido. A cambio de nuestra ayuda en el archivo de consulta, mamá nos daba clases de arte.

Mamá también era una escritora esforzada. Compró varias máquinas de escribir —mecánicas y eléctricas— para poder tener siempre una de reserva por si la preferida llegaba a averiarse. Las tenía en su estudio. Nunca vendió nada de lo que escribía, pero, de vez en cuando, recibía una carta en la que rechazaban su manuscrito pero la animaban a seguir intentándolo, y las sujetaba con chinchetas a la pared. Cuando volvíamos a casa de la escuela, solía estar trabajando en su estudio. Si reinaba el silencio, estaba pintando o contemplando posibles temas. Si se oían golpetear las teclas de la máquina de escribir, estaba trabajando en una de sus novelas, poemas, obras teatrales, cuentos o su colección ilustrada de refranes breves —uno era: «La vida es un cuenco de cerezas, con algunas nueces sueltas»—, a la que titulaba «La filosofía de la vida de R. M. Walls».

• • •

Papá se afilió al sindicato local de electricistas. Phoenix era una ciudad próspera, en plena ebullición, y consiguió trabajo bastante rápido. Salía de casa por la mañana, ataviado con un rígido sombrero amarillo y unas grandes botas de punta de acero, que lo hacían parecer más guapo todavía ante mis ojos. Gracias al sindicato, nunca le habíamos visto ganar dinero de manera más estable. El día de su primera paga, vino a casa y nos llamó a todos al salón. Nos acusó de habernos dejado nuestros juguetes en el jardín.

—No, señor; no hemos hecho eso —protesté yo.

—Creo que sí lo habéis hecho —insistió—. Id a echar un vistazo.

Corrimos a la puerta de entrada. Fuera, en el jardín, en fila, había tres flamantes bicicletas: una grande, roja, y dos más pequeñas, una azul, de chico, y una morada, de chica.

Al principio, pensé que otros niños se habían olvidado allí las bicicletas. Cuando Lori señaló que era evidente que papá las había traído para nosotros, no la creí. Nunca habíamos tenido bicicletas —habíamos aprendido a montar en bicicletas ajenas— y nunca se me ocurrió pensar que algún día podría llegar a tener la mía propia. Y mucho menos, nueva.

Miré a mi alrededor. Papá estaba de pie en la puerta con los brazos cruzados y una risita traviesa instalada en el rostro.

—Estas bicicletas no son para nosotros, ¿verdad? —pregunté.

—Bueno, son condenadamente pequeñas para tu madre y para mí —respondió él.

Lori y Brian ya se habían montado en sus bicicletas y recorrían con ellas la acera, calle arriba y calle abajo. Me quedé mirando azorada a la mía. Era de un morado brillante y tenía un asiento alargado, cestas metálicas a los lados, manillar cromado curvándose como las astas de un buey y empuñaduras de plástico blanco con remates morados y plateados. Papá se arrodilló a mi lado.

—¿Te gusta? —preguntó.

Asentí con la cabeza.

—Sabes, Cabra Montesa, todavía me siento mal por haberte hecho abandonar tu colección de piedras en Battle Mountain —se disculpó—. Pero teníamos que viajar ligeros de equipaje.

—Lo sé —repliqué yo—. De todas formas, era más de una sola cosa.

—No estoy tan seguro —dijo papá—. Cada condenada cosa en el universo puede partirse en cosas más pequeñas, incluso los átomos, incluso los protones, así que, teóricamente hablando, supongo que tenías argumentos a tu favor. Una colección de cosas debería ser considerada una cosa. Desgraciadamente, la teoría no siempre gana la partida.

Íbamos en bicicleta a todas partes. A veces sujetábamos naipes con pinzas de la ropa, y éstos repiqueteaban contra los radios al girar las ruedas. Ahora que Lori veía perfectamente, ejercía de piloto. Consiguió un plano de la ciudad en una estación de servicio y marcaba los recorridos por anticipado. Pedaleábamos pasando frente al hotel Westward Ho, bajando por la avenida Central, en donde mujeres indias de rostro cuadrado vendían collares de cuentas y mocasines desplegados sobre mantas de colores tendidas en la acera. Nos dirigíamos hasta Woolworth's, que era más grande que todas las tiendas de Battle Mountain juntas, y jugábamos al corre que te pillo a lo largo de los pasillos de estanterías hasta que el gerente nos echaba. Cogíamos las viejas raquetas de tenis de madera de la abuela Smith e íbamos hasta la Universidad de Phoenix, en donde intentábamos jugar al tenis con las pelotas perdidas que se dejaba otra gente. Pedaleábamos hasta el centro cívico, que tenía una biblioteca en la que los bibliotecarios ya nos reconocían de tanto como la frecuentábamos. Nos ayudaban a buscar los libros que pensaban iban a gustarnos, y nosotros llenábamos las cestas metálicas de nuestras bicicletas y volvíamos a casa por el medio de las aceras, como si fuéramos los reyes del lugar.

• • •

Ya que mamá y papá tenían dinero, contratamos nuestra propia línea telefónica. Jamás habíamos tenido teléfono, y cada vez que sonaba nos peleábamos por cogerlo. El que llegaba primero levantaba el auricular poniendo un acento engolado: «Residencia Walls, habla el mayordomo, ¿en qué puedo servirle?», y el resto nos partíamos de risa.

También teníamos un gran tocadiscos en un mueble de madera de la abuela. Se podía poner un montón de discos, y cuando uno se terminaba, el brazo de la aguja se levantaba automáticamente y el disco siguiente caía con un alegre palmetazo. A mamá y papá les encantaba la música, especialmente la pegadiza que te impulsaba a ponerte de pie y bailar, o al menos seguir el ritmo con la cabeza o con el pie. Mamá siempre iba a tiendas de segunda mano y volvía con viejos álbumes de polkas, espirituales, marchas alemanas, óperas italianas y música de rodeo. También compraba cajas de zapatos de tacón usados, y decía que eran sus zapatos de baile. Se ponía unos zapatos, colocaba un montón de discos en el fonógrafo, y subía el volumen al máximo. Papá bailaba con ella si estaba en casa; si no, bailaba sola el vals, el
boogie
o haciendo el doble paso de Texas, yendo de una habitación a otra, llenando la casa con el sonido de Mario Lanza, de sonoras tubas o de la nostalgia de algún vaquero cantando
Las calles de Laredo.

También compraron una lavadora eléctrica, que instalamos en el patio. Era un tambor esmaltado de blanco con patas, que llenábamos con agua de la manguera del jardín. Un gran dispositivo agitador la hacía girar hacia atrás y hacia delante, provocando que bailara por todo el patio de cemento. No tenía ciclos, de modo que esperábamos hasta que el agua se ensuciara, luego pasaba la ropa por el rodillo, dos cilindros de goma colocados encima del tambor y accionados por un motor. Para aclarar la ropa, se repetía el proceso sin jabón, y luego se sacaba el agua hacia el jardín, para regar la hierba.

Pese a nuestros maravillosos aparatos, la vida en Phoenix no era puro lujo. Teníamos una verdadera invasión de enormes y fuertes cucarachas, con sus alas brillantes. Al principio sólo había unas cuantas, pero como mamá no era precisamente un dechado de limpieza, se multiplicaron. Al poco tiempo, un auténtico batallón corría por las paredes, bajo los suelos y por la encimera de la cocina. En Battle Mountain estaban las lagartijas comiéndose las moscas y los gatos las lagartijas. No podíamos concebir que a ningún animal le gustaran las cucarachas, así que sugerí comprar insecticida, que era lo que hacían todos nuestros vecinos, pero mamá se oponía a la guerra química. Insistía en que era lo mismo que esas tiras insecticidas Shell: terminaríamos envenenados nosotros mismos, además de los bichos.

Mamá decidió que el combate cuerpo a cuerpo era la mejor táctica. Por las noches emprendíamos auténticas masacres de cucarachas en la cocina, porque era entonces cuando salían en masa. Armados con revistas enrolladas o con zapatos —aunque yo sólo tenía nueve años, ya casi calzaba el treinta y cinco, por lo que Brian llamaba «asesinos de cucarachas» a mis zapatos—, nos metíamos sigilosamente en la cocina. Mamá se encargaba del interruptor de la luz, y cuando la encendía, saltábamos al ataque. Ni siquiera era necesario apuntar. Había tantas que si uno golpeaba cualquier superficie plana, podía estar seguro de que se cargaba a unas cuantas.

La casa también tenía termitas. Eso lo descubrimos unos meses después de habernos trasladado, cuando el pie de Lori se hundió en el suelo del salón, cuya madera parecía una esponja. Tras inspeccionar la casa, papá decidió que la invasión de termitas era tan seria que no se podía hacer nada. Tendríamos que convivir con los bichos. Así que lo único que podíamos hacer era andar por el salón esquivando el agujero.

Pero la madera estaba carcomida en todas partes. Al pasar sobre los puntos débiles de los listones de madera del suelo, cedían, formando nuevos agujeros.

—Este condenado suelo empieza a parecer un trozo de queso suizo —dijo un día papá.

Me envió a buscar sus alicates de cortar alambre, un martillo y unos clavos. Se terminó la cerveza, abrió la lata cortándola con los alicates, la golpeó con el martillo hasta dejarla plana y la clavó encima del agujero. Necesitaba más parches, dijo, así que salió a comprar otro paquete de seis. Después de dar buena cuenta de la cerveza, usó la lata para reparar uno de los agujeros. Y cada vez que aparecía un nuevo hueco, sacaba su martillo, se tomaba una cerveza y se dedicaba, una vez más, a parchear el suelo.

Buena parte de nuestros vecinos de la calle 3 Norte eran, por llamarles de alguna forma, raros. Un clan de gitanos vivía calle abajo, en una enorme casa que se caía a pedazos y que tenía el porche tapiado con paneles de madera para disponer de más espacio interior. Siempre nos estaban robando cosas, y un día, cuando a Brian le desapareció el saltador-pogostick, vio a una de las viejas gitanas montada en él, saltando por la acera calle abajo. No se lo quiso devolver, así que mamá tuvo una gran discusión con el jefe del clan, y al día siguiente encontramos una gallina degollada en la puerta de casa. Era una especie de maleficio gitano. Mamá decidió —así se expresó— combatir magia con magia. Agarró un hueso de jamón de la olla de las alubias y se dirigió a la casa de los gitanos, blandiéndolo en el aire. De pie en la acera, sostuvo el hueso en alto como un crucifijo en un exorcismo, y les echó una maldición al clan gitano entero y a su casa, jurando y perjurando que se vendría abajo con todos ellos dentro y que las entrañas de la Tierra se abrirían y se los tragarían para siempre si volvían a molestarnos. A la mañana siguiente, el saltador-pogostick de Brian apareció tirado en el jardín delantero.

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