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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (14 page)

BOOK: El castillo de cristal
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Papá se acuclilló frente a nosotros, con una rodilla en el suelo y los brazos cruzados rodeando la otra rodilla, al estilo vaquero.

—Bueno, ¿qué ha pasado aquí? —preguntó.

—Fue en legítima defensa —salté yo. Papá siempre había dicho que la legítima defensa era una razón justificada para dispararle a alguien.

—Ya veo —dijo papá.

El policía nos dijo que unos vecinos habían visto niños pegándose tiros unos a otros, y quería saber lo sucedido. Tratamos de explicar que Billy había comenzado el jaleo, habíamos sido provocados, nos estábamos defendiendo, que ni siquiera le apuntamos a dar, pero al poli no le interesaban los detalles de la situación. Le dijo a papá que toda la familia tenía que presentarse en el juzgado a la mañana siguiente ante el juez. También estarían allí Billy Deel y su padre. El juez llegaría al fondo de la cuestión y decidiría las medidas a tomar.

—¿Nos van a mandar lejos? —le preguntó Brian al agente.

—Eso lo decidirá el juez —contestó él.

Esa noche mamá y papá pasaron largo rato hablando en voz baja en el piso de arriba, mientras estábamos acostados en nuestras cajas. Finalmente, ya muy tarde, bajaron, todavía con una expresión grave en el rostro.

—Nos vamos a Phoenix —nos informó papá.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

• • •

Papá sólo nos permitió a cada uno llevarnos una cosa. Corrí fuera con una bolsa de papel para recoger mis piedras preferidas. Cuando volví, sosteniendo la pesada bolsa por abajo para que no se rompiera, papá y Brian discutían por una calabaza de plástico de Halloween llena de soldaditos de plástico verde que Brian quería llevarse.

—¿Llevas juguetes? —preguntó papá.

—Dijiste que podía llevar una cosa, y yo quiero esto —dijo Brian.

—Mi cosa es ésta —anuncié yo, mostrando en alto la bolsa. Lori, que traía
El mago de Oz,
objetó diciendo que una colección de piedras no era una cosa sino varias. Era como si ella se llevara su colección entera de libros. Señalé que los soldaditos de Brian eran una colección—. Y además, no es toda la colección entera de piedras. Sólo son las mejores.

Papá, a quien, por lo general, le gustaban los debates sobre si una bolsa de cosas es una sola cosa o no, en aquel momento no se encontraba con ánimo para discutir, así que me dijo que las piedras eran demasiado pesadas.

—Puedes llevar una —me ordenó.

—Hay montones de piedras en Phoenix —aseguró mamá.

Escogí una geoda, cuyo interior estaba recubierto de minúsculos cristales blancos, y la sostuve con ambas manos. Cuando partimos, miré por el espejo retrovisor para echar un último vistazo a la estación. Papá había dejado la luz del piso de arriba encendida, y la ventanita resplandecía. Pensé en todas las familias de mineros y buscadores de oro que llegaron a Battle Mountain con la esperanza de encontrar oro y tuvieron que marcharse del pueblo como nosotros, cuando los abandonó la suerte. Papá decía que no creía en la suerte, pero yo sí. Habíamos tenido una racha de buena suerte en Battle Mountain, y deseé que la hubiéramos conservado.

Pasamos por la Linterna Verde, con las luces de Navidad centelleando en la puerta, y por el Owl Club, con la lechuza de neón guiñando el ojo ataviada con un gorro de chef, y luego ya salimos al desierto, mientras las luces de Battle Mountain desaparecían detrás. En la noche cerrada y oscura, no había nada que mirar aparte de la carretera, iluminada por los faros del coche.

La blanca casona de la abuela Smith tenía postigos verdes y estaba rodeada de eucaliptos. En el interior, tenía altísimas puertas acristaladas, alfombras persas y un enorme piano que casi bailaba cuando la abuela lo aporreaba. Cada vez que nos quedábamos con la abuela Smith, ella me llevaba a su habitación y me hacía sentar delante del tocador, repleto de botellitas de color pastel con perfumes y polvos. Mientras abría los frasquitos y los olía, ella me pasaba su largo peine de metal por mi pelo, soltando tacos por lo bajini porque lo tenía muy enredado.

—¿Es que esa condenada haragana de madre que tienes nunca te peina? —dijo una vez.

Le expliqué que mamá creía que los niños debían ser responsables de su propio aseo. La abuela dijo que, de todas formas, mi cabello estaba demasiado largo. Me colocó un cuenco en la cabeza, cortó el pelo que sobresalía y dijo que parecía una chica de los años veinte.

Ése debía de haber sido el aspecto de la abuela en su época. Pero después de tener a sus dos hijos, mamá y nuestro tío Jim, se hizo maestra porque no quería confiar su educación a nadie que no fuera ella misma. Enseñaba en una escuela unitaria, en un pueblo llamado Yampi; mamá odiaba ser la hija de la maestra. Además detestaba el modo en que su madre la corregía, tanto en casa como en el colegio. La abuela Smith tenía fuertes convicciones acerca de cómo se debían hacer las cosas —cómo vestirse, cómo hablar, cómo organizar el propio tiempo, cómo cocinar y llevar adelante la casa, cómo administrar el dinero—, y ella y mamá siempre se pelearon. Mamá opinaba que la abuela Smith era latosa y pesada, siempre estableciendo reglas y castigos por violar esas reglas. Eso la sacaba de quicio, y por esa razón nunca nos había impuesto reglas a nosotros.

Pero yo quería a la abuela Smith. Era una mujer alta, curtida, ancha de hombros, de ojos verdes y barbilla prominente. Me decía que era su nieta preferida y cuando fuera mayor iba a ser alguien especial. Incluso me gustaban sus reglas. Todas. Me gustaba cómo nos despertaba cada mañana al amanecer, gritando «¡A levantarse que hay cosas que hacer, todos!», e insistía en que nos laváramos las manos y nos peináramos antes de tomar el desayuno. Nos preparaba gachas de trigo calientes con mantequilla de verdad, y al terminar nos mandaba recoger la mesa y fregar los platos. Luego, nos llevaba a todos a comprarnos ropa e íbamos a ver películas como
Mary Poppins.

Ahora, camino de Phoenix, me puse de pie en el asiento trasero del coche y me incliné hacia el asiento de delante, entre mamá y papá.

—¿Vamos a ir a quedarnos en casa de la abuela? —pregunté.

—No —dijo mamá. Miró por la ventanilla, pero con la vista puesta en ninguna parte. Luego añadió—: La abuela ha muerto.

—¿Qué? —pregunté yo.

La había oído, pero me quedé tan aturdida que sentí como si no hubiera comprendido nada. Mamá repitió las mismas palabras. Me di la vuelta para mirar a Lori y Brian, pero estaban durmiendo. Papá turnaba, con los ojos puestos en la carretera. No podía creer que había estado allí sentada pensando en la abuela Smith, deseando tomar las gachas de trigo, hacerme peinar por ella y oír sus tacos, y que, durante todo ese tiempo, ella ya no existía. Empecé a pegarle a mamá en el hombro, con fuerza, y a preguntarle por qué no nos lo había dicho. Finalmente, papá me bajó los puños con su mano libre, mientras con la otra sostenía el cigarrillo y el volante.

—Ya está bien, Cabra Montesa —dijo.

Mamá pareció sorprenderse de que estuviera tan disgustada.

—¿Por qué no nos dijiste nada? —pregunté.

—No parecía que tuviera mucho sentido —respondió.

—¿Qué le sucedió? —La abuela sólo tenía sesenta y tantos años, y casi todos en su familia vivían hasta cerca de los cien.

Los médicos dijeron que había muerto de leucemia, pero mamá pensaba que había sido por envenenamiento radiactivo. El gobierno siempre estaba probando bombas atómicas en el desierto cerca del rancho. Ella y Jim solían salir con un contador Geiger y encontraban piedras que lo hacían sonar frenéticamente. Las guardaban en el sótano para hacerle joyas a la abuela.

—No hay razón para estar triste —dijo mamá—. Todos tendremos que irnos algún día, y la abuela tuvo una vida más larga y más plena que la mayoría de la gente. —Hizo una pausa—. Y ahora tenemos un lugar donde vivir.

Mamá explicó que la abuela Smith era propietaria de dos casas, la que habitaba, con los postigos verdes y las puertas acristaladas, y una más antigua, de adobe, en el centro de Phoenix. Como mamá era la mayor de los dos hijos, la abuela Smith le había preguntado cuál de las dos casas quería heredar. La casa de los postigos verdes era más cara, pero mamá eligió la de adobe. Estaba cerca de la zona comercial de Phoenix, lo que la hacía perfecta para que mamá montara un estudio de bellas artes. También había heredado algún dinero, así que podía dejar de dedicarse a la enseñanza y comprar los materiales de arte que quisiera.

Había pensado en si debíamos trasladarnos a Phoenix desde la muerte de la abuela Smith, hacía unos meses, pero papá se había negado a irse de Battle Mountain por lo cerca que estaba de dar el golpe con su proceso de filtrado mediante cianuro.

—Lo estaba —afirmó papá.

Mamá soltó una carcajada.

—Así que el problema que habéis tenido con Billy Deel, hijitos, en realidad ha sido una desgracia con suerte —declaró—. Mi carrera artística va a desarrollarse y florecer en Phoenix. Sencillamente, tengo la certeza de que así será. —Se dio la vuelta para mirarme—. Estamos ante una nueva aventura, mi pequeña Jeannette. ¿No es maravilloso? —Los ojos de mamá brillaban—. ¡Soy tan adicta al entusiasmo!

Cuando nos detuvimos ante la casa de la calle 3 Norte, no podía creer que de verdad fuéramos a vivir allí. Era prácticamente una mansión, tan grande, que la abuela Smith se la alquiló a dos familias simultáneamente, y ambas vivían en la casa. La teníamos toda para nosotros. Mamá dijo que había sido construida hacía casi cien años, como fuerte. Los muros exteriores, cubiertos de estuco, tenían casi un metro de ancho.

—No hay duda de que éstos detendrían las flechas de los indios —le dije a Brian.

Mis hermanos y yo recorrimos la casa y contamos catorce habitaciones, incluyendo las cocinas y los cuartos de baño. Estaban atestadas de las cosas que mamá había heredado de la abuela Smith: una mesa de estilo español, oscura, con ocho sillas haciendo juego, un piano vertical tallado a mano, aparadores en los que estaba la plata antigua y vitrinas en las que se guardaba la porcelana fina, que mamá demostró que era de la mejor calidad sosteniendo un plato a contraluz y enseñándonos cómo se veía con claridad la silueta de su mano a través de él.

El jardín de la parte delantera tenía una palmera, y el de atrás, naranjos que daban naranjas de verdad. Nunca habíamos vivido en una casa con árboles. A mí me encantaba en particular la palmera, me hacía sentir que había llegado a una especie de oasis. También había malvarrosas y adelfas, con flores rosadas y blancas. Detrás del jardín un cobertizo tan grande como las casas en las que habíamos vivido, y a su lado, un espacio para aparcar en el que cabían dos coches. Definitivamente, estábamos iniciando nuestro ascenso social.

• • •

La gente que vivía en la calle 3 Norte eran en su mayoría mexicanos e indios trasladados al barrio después de que los blancos se hubieran ido a las urbanizaciones de las afueras subdividiendo las viejas casas en apartamentos. Parecía haber un par de decenas de personas en cada casa: hombres que bebían cerveza de una botella puesta en una bolsa de papel, madres jóvenes amamantando bebés, ancianas tomando el sol en los deteriorados porches combados y hordas de chavales.

Todos los chicos de la calle 3 Norte iban a la escuela católica de la iglesia de Santa María, a unas cinco calles. Pero mamá decía que las monjas eran unas aguafiestas que le quitaban toda la diversión a la religión. Quiso mandarnos a una escuela pública llamada Emerson. Y aunque vivíamos fuera del distrito correspondiente, mamá le rogó y engatusó al director hasta que éste nos permitió matricularnos.

El autobús no pasaba por nuestra casa, por lo que teníamos que dar un pequeño paseo hasta la escuela, pero a ninguno de nosotros nos importaba caminar. Emerson estaba ubicada en un barrio elegante, cuyas calles estaban a la sombra de los eucaliptos, y el edificio de la escuela parecía una hacienda española, con su tejado de tejas. Estaba rodeada por palmeras y plátanos, y cuando los plátanos maduraban, todos los alumnos teníamos plátanos gratis para el almuerzo. El jardín del recreo de la escuela Emerson estaba tapizado de exuberante hierba verde, regada por un sistema de aspersión, y más equipado que ninguno que yo hubiera visto antes: columpios, toboganes, un pequeño tiovivo, una estructura de barras para trepar por ella, un balón atado a un poste y una pista de atletismo.

La señorita Shaw, la maestra de tercer año que me tocó a mí, tenía los cabellos de color gris acerado, gafas de montura puntiaguda y un gesto severo en la boca. Cuando le dije que había leído todos los libros de Laura Ingalls Wilder, levantó escéptica las cejas, pero cuando le leí en voz alta un fragmento de uno de ellos, me pasó a un grupo para niños aventajados.

Las maestras de Lori y Brian también los pusieron en grupos aventajados por su capacidad de lectura. A Brian le resultó odioso, porque los otros niños eran mayores y él era el más pequeño de la clase, pero Lori y yo estábamos secretamente entusiasmadas de que nos calificaran de especiales. Sin embargo, en vez de demostrar que nos sentíamos así, hacíamos como si nos lo tomáramos a risa. Cuando le contamos a mamá y papá que nos habían cambiado de grupo, hicimos una pausa antes de la palabra «aventajados», cogiéndonos ambas manos, colocándolas debajo del mentón, pestañeando y poniendo carita de ángel.

—No os moféis de ello —nos reprendió papá—. Porque vosotros sois especiales. ¿Acaso no os lo he dicho siempre?

Brian miró a papá de reojo.

—Si somos tan especiales —dijo lentamente—, ¿por qué tú no…? —Sus palabras se fueron apagando poco a poco.

—¿Qué? —preguntó papá—. ¿Qué?

Brian sacudió la cabeza.

—Nada —respondió.

• • •

La escuela Emerson tenía su propia enfermera, que nos examinó la vista y el oído por primera vez, en nuestra vida. Yo pasé el examen satisfactoriamente —«ojos de águila y orejas de elefante», dijo la enfermera—, pero Lori tuvo dificultades para leer algunas de las letras del cartel. La enfermera le diagnosticó una fuerte miopía, y le envió a mamá una nota indicando que necesitaba usar gafas.

—Noooo señor —dijo mamá.

Mamá no aprobaba el uso de gafas. Creía que si uno tenía débil la vista lo que necesitaba era hacer ejercicios para fortalecerla. Tal como ella lo veía, las gafas eran como las muletas. Impedían que la gente de vista debilitada aprendiera a ver el mundo por sí sola. Decía que durante años habían intentado obligarle a usar gafas, y que ella se había negado en redondo. Pero la enfermera envió otra nota señalando que Lori no sería admitida en Emerson a menos que usara gafas, y que la escuela se las pagaría, así que mamá se dio por vencida.

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