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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (11 page)

BOOK: El castillo de cristal
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—¿Qué ha pasado con la barra de margarina? —preguntó.

—Nos la comimos —dije.

Mamá se enfadó. La estaba reservando, dijo, para untar el pan como si fuera mantequilla. Ya nos hemos comido todo el pan, repliqué. Mamá dijo que estaba planeando hacer pan, si algún vecino nos prestaba un poco de harina. Le señalé que la compañía de gas nos había cortado el gas.

—Bueno —replicó mamá—. Deberíamos haber guardado la margarina por si volvía a haber gas. Los milagros existen, ¿sabéis? —Gracias al egoísmo de Lori y al mío, dijo, si llegábamos a tener un poco de pan, tendríamos que comérnoslo sin mantequilla.

Lo que decía mamá, para mí no tenía ningún sentido. Me preguntaba si no sería que también había venido con ganas de comerse la margarina ella misma. Y de ahí pasé a preguntarme si no habría sido ella la que había robado la lata de maíz la noche anterior, lo cual me enfureció un poco.

—Era lo único que había para comer en toda la casa —dije. Levantando la voz, añadí—: Tenía
hambre.

Mamá me miró asustada. Había roto una de nuestras reglas no escritas: se suponía que siempre teníamos que aparentar que nuestra vida era una larga e increíblemente divertida aventura. Me levantó la mano, y creí que me iba a golpear, pero luego se sentó en la mesa de carrete y apoyó la cabeza en los brazos. Sus hombros empezaron a temblar. Yo me acerqué y le toqué un brazo.

—¿Mamá?

Ella apartó mi mano, y cuando levantó la cabeza, su rostro estaba hinchado y enrojecido.

—¡No es culpa mía que tengas hambre! —gritó—. ¡No me culpes a mí! ¿Crees que me gusta vivir así? ¿Eso crees?

Esa noche, cuando papá llegó a casa, él y mamá tuvieron una tremenda discusión. Mamá gritaba que estaba harta de cargar con todas las culpas cuando todo iba mal.

—¿Cómo es que esto se ha convertido en un problema mío? —gritaba—. ¿Por qué no haces nada? Te pasas todo el día en el Owl Club. Te comportas como si no fueras responsable de lo que está sucediendo.

Papá le explicó que intentaba ganar dinero. Tenía todo tipo de posibles negocios a punto de concretarse. El problema era que necesitaba efectivo para materializarlos. Había un montón de oro en Battle Mountain, pero estaba atrapado en la mena. No es que por allí hubiera pepitas de oro para que el Prospector las separara de las piedras. Él perfeccionaba una técnica mediante la cual el oro podría ser filtrado a partir de las rocas, procesándolas con una solución de cianuro. Pero eso requería dinero. Papá le dijo a mamá que tenía que pedirle a su madre el dinero para financiar el proceso de filtración mediante cianuro que desarrollaba.

—¿Quieres que le mendigue de nuevo a mi madre? —preguntó mamá.

—¡Demonios, Rose Mary! ¡No es que estemos pidiendo limosna! —aulló—. ¡Ella estaría haciendo una
inversión!

La abuela siempre nos prestaba dinero, afirmó mamá, y ya estaba harta de ello. Mamá le dijo a papá que la abuela había dicho que si no éramos capaces de valemos por nosotros mismos, podíamos vivir en Phoenix, en su casa.

—Tal vez deberíamos hacerlo —concluyó mamá.

Eso hizo que papá se pusiera furioso.

—¿ listas diciendo que no soy capaz de hacerme cargo de mi propia familia?

—Pregúntaselo a ellos —le espetó mamá. Nosotros estábamos sentados en los viejos bancos para los pasajeros. Papá se volvió hacia mí. Yo me puse a examinar las marcas del suelo.

Su discusión prosiguió a la mañana siguiente. Nos encontrábamos en la planta baja, acostados en nuestras cajas, escuchando cómo ellos se peleaban en el piso de arriba. Mamá seguía machacando a pesar de lo desesperada que se había vuelto la situación en casa; ya no teníamos para comer más que margarina, y ahora ni eso quedaba ya. Ella estaba hasta la coronilla de los ridículos sueños de papá, de sus estúpidos planes y promesas vacías.

Me volví hacia Lori, que leía un libro.

—Diles que nos gusta comer margarina —aseguré—. Así tal vez dejen de pelear.

Lori negó con la cabeza.

—Si hacemos eso mamá va a pensar que nos estamos poniendo del lado de papá —repuso—. Eso sólo lograría empeorar las cosas. Déjalos que lo arreglen ellos.

Sabía que Lori estaba en lo cierto. Lo único que podíamos hacer cuando nuestros padres se peleaban era ignorarles, como si no estuviera pasando nada o actuar como si no importara. Pronto se reconciliaban de nuevo, se besaban y bailaban uno en brazos del otro. Aquella disputa en particular no llevaba trazas de terminar nunca. Después de lo de la margarina, empezaron a discutir sobre si determinado cuadro de mamá era feo o no. Luego se enzarzaron en aclarar de quién era la culpa de que viviéramos como vivíamos. Mamá le dijo a papá que buscase otro empleo. Papá dijo que si mamá quería que alguien de la familia fichara, entonces podía buscarse un traban» ella. Tenía un título de profesora, señaló. Podía trabajar en lugar de tener todo el día el culo sentado pintando cuadros que nadie quería comprar.

—Van Gogh tampoco vendió ningún cuadro —replicó mamá—. ¡Yo soy una artista!

—Magnífico —dijo papá—. Entonces deja ya de refunfuñar. O ve a vender tu culo a la Linterna Verde.

Los gritos de papá y mamá eran tan fuertes que se oían en todo el barrio. Lori, Brian y yo nos miramos. Brian señaló con la cabeza la puerta de entrada. Salimos todos fuera y empezamos a hacer castillos de arena para escorpiones. Pensamos que si estábamos en el jardín actuando como si la discusión no fuera nada del otro mundo, tal vez los vecinos tendrían la misma sensación.

Pero como los gritos prosiguieron, empezaron a juntarse los vecinos en la calle. Algunos simplemente eran curiosos. Había discusiones entre madres y padres a todas horas en Battle Mountain, así que la cosa no resultaba nada excepcional, pero aquella pelea era escandalosa incluso para los estándares locales, y algunas personas pensaron en la conveniencia de entrar a calmarlos.

—Vaya, dejadlos que arreglen sus diferencias —dijo uno de los hombres—. Nadie tiene derecho a entrometerse.

Así que se recostaron en los guardabarros de los coches o en los postes de las cercas o se sentaron en la portezuela trasera de las camionetas, como si estuvieran en un rodeo.

De pronto, uno de los cuadros al óleo de mamá salió volando por una de las ventanas de la planta alta. A continuación, le siguió su caballete. La multitud retrocedió corriendo, para evitar que algún objeto los golpeara. Entonces aparecieron los pies de mamá en la ventana, seguidos del resto de su cuerpo.

Estaba colgando del piso superior, con las piernas sacudiéndose salvajemente. Papá la sostenía por los brazos, y ella intentaba golpearle en la cara.

—¡Socorro! —chilló mamá—. ¡Está tratando de matarme!

—¡Demonios, Rose Mary, vuelve aquí! —gritó papá.

—¡No le hagas daño a mamá! —aulló Lori.

Mamá se balanceaba hacia delante y hacia atrás. El vestido amarillo de algodón que llevaba puesto se le había levantado hasta la cintura, y la multitud veía su ropa interior blanca. Era bastante vieja y le quedaba floja; temí que le resbalara. Algunos de los adultos gritaban, preocupados de que mamá pudiera caerse, pero un grupo de niños pensó que parecía un chimpancé balanceándose en un árbol, y empezaron a hacer ruidos imitando a los monos, a rascarse los sobacos y a reírse. El rostro de Brian se puso sombrío y apretó los puños. Yo también sentía ganas de pegarles, pero tiré de mi hermano para contenerle.

Mamá se balanceaba con tanta violencia que se le cayeron los zapatos. Parecía como si intentara soltarse de las manos de papá que la tenían aferrada o arrancarle a él de la ventana. Lori se volvió hacia Brian y hacia mí.

—Vamos.

Corrimos al interior, subimos a toda prisa las escaleras y nos agarramos a las piernas de papá para que el peso de mamá no le arrastrara por la ventana también a él. Finalmente, logró tirar de mamá lo suficiente para hacerla entrar otra vez. Ella cayó al suelo.

—Ha tratado de matarme —sollozaba mamá—. Vuestro padre quiere que me veáis morir.

—Yo no la empujé —protestó papá—. Juro ante Dios que no lo hice. Ella saltó. —Estaba de pie ante mamá, extendiendo las manos, las palmas hacia arriba, declarando su inocencia.

Lori le acarició el pelo a mamá y le secó las lágrimas. Brian estaba inclinado contra la pared, sacudiendo la cabeza.

—Ya está todo bien —dije yo, una y otra vez.

A la mañana siguiente, en lugar de dormir hasta tarde como era su costumbre, mamá se levantó con nosotros y fuimos andando a la escuela de enseñanza secundaria de Battle Mountain, que quedaba en la acera de enfrente de la escuela primaria Mary S. Black. Se apuntó para un trabajo y fue contratada en el acto, ya que tenía un título, y nunca había suficientes profesores en Battle Mountain. Los pocos que tenía el pueblo no eran exactamente de lo mejor, como le gustaba decir a papá, y pese a esa escasez de docentes, a veces despedían a alguno. Un par de semanas antes habían expulsado a la señorita Page, cuando la directora la pilló con el rifle cargado en el vestíbulo de la escuela. La señorita Page dijo que lo único que quería era motivar a sus alumnos a que hicieran sus deberes.

La maestra de Lori dejó de aparecer en el mismo momento en que la señorita Page fue despedida, así que le asignaron la clase de Lori a mamá. A los alumnos les caía muy bien. Tenía la misma filosofía en cuanto a la educación de los niños que a su crianza. Enseñaba que las reglas y la disciplina impedían los avances de las personas y tenía la sensación de que la mejor manera de permitir que los niños desarrollaran todas sus potencialidades era darles libertad. No le importaba si sus alumnos llegaban tarde o si no hacían sus deberes en casa. Si querían actuar así, para ella estaba bien, siempre y cuando no hicieran daño a nadie.

Mamá abrazaba a sus alumnos haciéndoles saber lo maravillosos y especiales que eran. Decía a los niños mexicanos que nunca permitieran que les dijeran que no eran igual de buenos que los niños blancos. Y a los niños apaches y navajos les instaba a estar orgullosos de su noble herencia india. A los alumnos considerados problemáticos o lentos de entendederas les empezó a ir bien. Algunos iban detrás de mamá como perros callejeros.

Aunque les caía bien a sus alumnos, mamá detestaba la enseñanza. Tenía que dejar a Maureen, que aún no había cumplido dos años, con una mujer cuyo marido, traficante de drogas, cumplía una condena en la cárcel estatal. Pero lo que realmente la fastidiaba era que su madre había sido maestra y la había presionado para obtener el título y poder así conseguir un empleo en caso de que sus sueños de convertirse en artista no se hicieran realidad. Mamá era consciente de que la abuela Smith nunca había tenido fe en su talento artístico, y, ahora, convertirse en profesora era como darle la razón a su madre. Por las noches se enfurruñaba en voz baja y hablaba entre dientes. Por las mañanas se dormía y se hacía la enferma. Nos tocaba a Lori, a Brian y a mí sacarla de la cama y ocuparnos de que se vistiera para no llegar tarde a la escuela.

—Ya soy una persona mayor —decía mamá todas las mañanas—. ¿Por qué no puedo hacer lo que quiero?

—Enseñar es gratificante y divertido —la animaba Lori—. Al final, va a acabar gustándote.

Una parte del problema era que las otras profesoras y la señorita Beatty, la directora, la consideraban una maestra desastrosa. Asomaban la cabeza en el aula y veían a los estudiantes jugando al escondite y lanzándose tizas mientras mamá, al frente, giraba como una peonza dejando escapar pedazos de tiza de sus manos para hacer una demostración sobre la fuerza centrífuga.

La señorita Beatty, que llevaba las gafas colgando de una cadena al cuello y se hacía peinar en un salón de belleza en Winnemucca una vez por semana, le dijo a mamá que tenía que imponer disciplina a sus alumnos. La señorita Beatty también insistió en que le presentara una programación semanal de sus clases, que mantuviera ordenada el aula y corrigiera los deberes de inmediato. Pero mamá siempre se confundía, ponía las fechas incorrectas en las programaciones y perdía los deberes de los alumnos.

La señorita Beatty amenazó con despedirla, así que Lori, Brian y yo empezamos a ayudarla con el trabajo de la escuela. Yo iba a su clase cuando terminaba, borraba la pizarra, sacudía los borradores para quitarles el polvo y recogía los papeles tirados por el suelo. Por las noches, nos ocupábamos de los deberes y los exámenes de sus alumnos. Mamá nos dejaba corregir los ejercicios de elección múltiple, verdadero o falso, y completar los espacios en blanco —más o menos todo, excepto las redacciones y las preguntas abiertas, que ella consideraba que debía evaluar porque podían responderse correctamente de muy distintas maneras. A mí me gustaba corregir deberes y saber que era capaz de hacer lo mismo que hacían los adultos para ganarse la vida. Lori también ayudaba a mamá con las programaciones. Se aseguraba de que las completara correctamente, corrigiendo además las faltas de ortografía y errores matemáticos que cometía.

—Mamá,
Halloween
lleva dos «eles» —decía Lori, borrando lo que había escrito mamá y anotando los cambios—. Y también con doble «e», y sin «e» muda al final.

Mamá se maravillaba de lo brillante que era Lori.

—Lori saca diez en todo.

—Yo también —señalé yo.

—Sí, pero tú tienes que esforzarte para conseguirlo.

Mamá tenía razón. Lori era brillante. Creo que ayudar a mamá como lo hacía era una de las cosas que más le gustaban del mundo a mi hermana mayor. No era muy atlética y no le gustaba salir de exploración como a Brian y a mí, pero le encantaba lo que tuviera que ver con el papel y los lápices. Cuando mamá y Lori terminaban de planificar las clases, se sentaban en la mesa de carrete, dibujándose la una a la otra y recortando fotos de revistas —de animales, paisajes y personas con caras arrugadas—, que colocaban en la carpeta de mamá destinada a posibles temas para cuadros.

Mi hermana entendía a mamá mejor que nadie. No le molestaba que, cuando aparecía la señorita Beatty para supervisar la clase, mamá empezara a gritarle para demostrar a la directora que ella era capaz de imponer disciplina a sus alumnos. Una vez mamá llevó eso tan lejos que ordenó a Lori salir al frente y, cuando se acercó, mamá la azotó con una vara de madera.

—¿Estabas armando jaleo? —le pregunté a Lori cuando me enteré del azote.

—No —respondió Lori.

—Entonces, ¿por qué te azotó mamá con la vara?

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