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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (9 page)

BOOK: El castillo de cristal
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A mamá no le gustaba demasiado cocinar.

—¿Por qué pasarse la tarde preparando una comida que se va a terminar en una hora —nos preguntaba—, dado que en la misma cantidad de tiempo puedo pintar un cuadro que durará toda la vida?

De modo que, más o menos, una vez por semana preparaba en una enorme olla grandes cantidades de pescado con arroz o, generalmente, judías. Revisábamos las judías juntos, quitando las piedrecillas, y luego mamá las dejaba en remojo toda la noche, las hervía al día siguiente con algún viejo hueso de jamón para darles sabor, y durante la semana tomábamos alubias para el desayuno, la comida y la cena. Si empezaban a saber mal, les ponía una cantidad extra de especias, como hacían los mexicanos en los apartamentos LBJ.

Comprábamos tanta comida que siempre cobrábamos poco dinero el día de la paga. Una vez, papá le quedó debiendo a la mina once céntimos. Le pareció tan gracioso que les dijo que los pusieran en su cuenta. Papá casi nunca salía a beber fuera, como solía hacer antes. Se quedaba en casa con nosotros. Después de la cena, nos tumbábamos en los bancos y en el suelo de la estación y leíamos, con el diccionario en medio de la sala, de modo que pudiéramos buscar las palabras desconocidas. A veces discutía las definiciones con papá, y si no estábamos de acuerdo con la definición de los autores del diccionario les escribíamos una carta a los editores. Ellos respondían defendiendo su punto de vista, lo que motivaba una carta aún más larga de papá; volvían a replicar, y él también una vez más, hasta que dejábamos de recibir noticias de la gente que elaboraba el diccionario.

Mamá leía de todo: Charles Dickens, William Faulkner, Henry Miller, Pearl S. Buck. Incluso a James Michener. Se disculpaba porque no era una gran literatura, pero no podía evitarlo. Papá prefería los libros de ciencias y matemáticas, las biografías y la historia. Los niños leíamos cualquier cosa que mamá traía a casa de sus visitas semanales a la biblioteca.

Brian leía libros de aventuras gruesos como ladrillos, escritos por tipos como Zane Grey. A Lori le encantaba sobre todo Freddy el cerdito y los libros de Oz. A mí me gustaban las historias de Laura Ingalls Wilder y la serie de
Nosotros estábamos allí,
cuyos protagonistas eran niños que vivieron grandes momentos históricos; pero mi libro preferido era
Azabache.
De vez en cuando, en esas noches en las que estábamos todos juntos leyendo, pasaba algún estruendoso tren, sacudiendo la casa y haciendo vibrar las ventanas. El ruido era atronador, pero después de llevar algún tiempo viviendo allí, ni siquiera lo apreciábamos.

Mamá y papá nos inscribieron en la escuela primaria Mary S. Black, un edificio largo y bajo con patio de asfalto pegajoso bajo el tórrido sol. Mi clase de segundo curso estaba llena de hijos de mineros y de jugadores, con las rodillas cubiertas de heridas y de tierra, de jugar en el desierto, y los cabellos, cortados en su casa, con el flequillo desigual. Nuestra maestra, la señorita Page, era una mujer pequeña y agria, muy dada a los súbitos arrebatos de ira y salvajes zurras con la regla.

Mamá y papá ya me habían enseñado casi todo lo que la señorita Page enseñaba en la clase. Como quería caerles bien a los otros niños, no levantaba la mano todo el tiempo como hice en Blythe. Papá me acusaba de hacer el vago. A veces me obligaba a hacer mis deberes de aritmética en números binarios porque decía que necesitaba afrontar desafíos. Antes de clase, tenía que volver a copiarlo en números arábigos, pero un día no tuve tiempo, así que llevé mi tarea en su versión binaria.

—¿Qué es esto? —preguntó la señorita Page. Tenía los labios apretados como si estudiara los círculos y rayitas cubriendo mi papel, y luego me miró con recelo—. ¿Se trata de una broma?

Intentó explicarle lo de los números binarios, contándole que eran los sistemas usados por los ordenadores y que papá decía que eran muy superiores a los otros sistemas numéricos. La profesora me miraba fijamente.

—Ésos no eran los deberes —dijo con impaciencia. Me hizo quedar después de clase y volver a hacer el trabajo. No se lo conté a papá, porque sabía que iría a la escuela a discutir con la señorita Page sobre las virtudes de los diversos sistemas numéricos.

• • •

Muchos de los chicos vivían en nuestro barrio, conocido con el nombre de Las Vías, y después de la escuela jugábamos juntos. Al escondite, al marro, al fútbol, a la cerca humana, o a juegos sin nombre en los que había que correr mucho, mantenerse en el grupo, y nada de gritar si uno se caía. Las familias que vivían por Las Vías andaban escasas de dinero. Algunas más que otras, pero los niños éramos un poco escuálidos, teníamos la piel tostada por el sol y llevábamos pantalones desteñidos, camisas hechas jirones y zapatillas deportivas llenas de agujeros, o simplemente íbamos descalzos.

Lo más importante para nosotros era quién corría más rápido, quién no era hijo de un pelele. Mi padre no sólo no era un pelele sino que siempre venía a jugar con la pandilla, corría con nosotros, nos alzaba y nos arrojaba al aire y luchaba contra aquella jauría de niños sin salir nunca herido. Los niños de Las Vías venían a llamar a la puerta, y cuando abría me preguntaban:

—¿Puede venir a jugar tu padre?

Lori, Brian y yo, e incluso Maureen, podíamos ir casi a cualquier parte y hacer prácticamente lo que se nos antojara. Mamá creía que los niños no debían ser sometidos a demasiadas reglas y restricciones. Papá nos azotaba con su cinturón, pero nunca por enfado, sólo si nos poníamos impertinentes o desobedecíamos una orden directa, lo que rara vez sucedía. La única regla era regresar a casa cuando se encendían las luces de la calle.

—Y utilizad vuestro sentido común —nos advertía mamá.

Ella creía que era bueno que los niños hicieran lo que quisieran porque así aprendían mucho de sus errores. Mamá no era la típica madre quisquillosa que se exaspera cuando uno llega sucio a casa, ha jugado en el barro o se ha caído y se ha hecho un corte. Opinaba que todo el mundo debería tomarse las cosas así, y que no se debería vivir bajo estrictas normas cuando se es joven. Una vez me hice una herida en el muslo con un clavo oxidado al trepar por una cerca, en casa de mi amiga Carla. La madre de Carla consideró que debía ir al hospital para que me dieran unos puntos y ponerme la antitetánica.

—No es más que una herida leve —declaró mamá, tras examinar la profundidad del corte—. Hoy día la gente corre al hospital cada vez que se araña las rodillas —añadió—. Nos estamos convirtiendo en un país de mariquitas.

Dicho eso, me mandó de nuevo a jugar fuera.

• • •

Algunas de las piedras que encontré cuando exploraba el desierto eran tan hermosas que no pude soportar la idea de abandonarlas allí. De modo que empecé a coleccionarlas. Brian me ayudó a hacerlo, y juntos encontramos piedras de granate, granito, obsidiana, ágata mexicana y montones de turquesa. Papá hacía collares para mamá con la turquesa. Descubrimos grandes láminas de mica que podían molerse hasta obtener un polvo con el que luego nos frotábamos el cuerpo, que destellaba bajo el sol de Nevada, como si estuviéramos recubiertos de diamantes. Muchas veces Brian y yo creímos encontrar oro, y volvíamos a casa andando a trompicones con un cubo lleno de pepitas centelleantes, que siempre resultó ser pirita de hierro, también llamada «oro de los tontos». Papá nos decía que nos quedáramos con algunas de ellas, porque se trataba de pirita de una calidad excepcional.

Las piedras que más me gustaba encontrar eran las geodas, que según mamá provenían de los volcanes que habían entrado en erupción, formando así los montes Tuscarora, hacía millones de años, durante el periodo del Mioceno. Por fuera, las geodas parecían anodinas piedras redondas, pero cuando las rompías con martillo y cincel, eran huecas, como una cueva, y las paredes estaban recubiertas de destellantes cristales de cuarzo blanco o brillantes amatistas púrpura.

Yo guardaba mi colección de piedras detrás de la casa, al lado del piano de mamá, que empezaba a mostrar los signos de su exposición a la intemperie. Lori, Brian y yo usábamos las piedras para decorar las sepulturas de nuestras mascotas muertas o de los animales muertos que encontrábamos y a los que decidíamos hacerles un funeral como es debido. Además me ocupaba de la venta de las piedras. No tenía muchos clientes, porque ponía un precio demasiado alto a una simple pieza de sílex. De hecho, la única persona que alguna vez compró mis piedras fue papá. Un día vino detrás de la casa con un montón de calderilla y se quedó aturdido cuando vio los rótulos con los precios colocados en cada piedra.

—Cariño, tus existencias se agotarían más rápido si bajaras los precios —me recomendó.

Le expliqué que mis piedras tenían un valor increíble y prefería quedármelas antes que venderlas por menos de su valor.

Papá esbozó una sonrisa torcida.

—Parece que te lo has pensado bastante bien —reconoció, y luego me dijo que le haría mucha ilusión poder comprar una pieza en particular de cuarzo rosa, pero no tenía los seiscientos dólares en los que había fijado el precio, así que le hice un descuento, dejándoselo en quinientos, y permitiéndole pagar a crédito.

A Brian y a mí nos encantaba ir al vertedero. Buscábamos tesoros entre las estufas y las neveras tiradas, los muebles rotos y las pilas de neumáticos gastados. Perseguíamos a las ratas del desierto que vivían entre los coches destartalados o cogíamos renacuajos y sapos en el estanque cuya superficie se cubría de porquería. Por encima de nosotros volaban en círculo las águilas ratoneras, y el aire se cargaba de libélulas del tamaño de pajarillos pequeños. No había árboles en Battle Mountain, pero en un rincón del vertedero había enormes montones de traviesas de vías y maderas podridas maravillosas para trepar y grabar en ellas nuestras iniciales. Las llamábamos El Bosque.

Los desperdicios tóxicos o peligrosos se almacenaban en otro rincón del vertedero, en el que se hallaban pilas usadas, bidones de aceite, latas de pintura y botellas con calaveras y tibias cruzadas. Brian y yo decidimos que alguno de aquellos desechos podría servir para un ingenioso experimento científico, así que llenamos un par de cajas con distintas botellas y frascos y los llevamos a un cobertizo abandonado al que llamábamos nuestro laboratorio. Al principio mezclamos distintas cosas, esperando una explosión, pero no sucedió nada, así que concluimos que teníamos que llevar a cabo un experimento para ver si alguno de aquellos ingredientes era inflamable.

Al día siguiente, al salir de la escuela, volvimos al laboratorio con una caja de cerillas de papá. Destapamos algunos frascos. Eché dentro cerillas, pero no pasó nada. Entonces preparamos una mezcla de varios elementos, a la que Brian bautizó combustible nuclear, derramando distintos líquidos en una lata. Cuando arrojé la cerilla dentro de la lata, se produjo un cono de fuego con un fuerte resoplido como el de las turbinas de un avión a reacción.

Brian y yo fuimos arrojados al suelo. Cuando nos levantamos, una de las paredes estaba en llamas. Le grité a Brian para salir de allí, pero él arrojaba arena al fuego, diciendo que teníamos que apagarlo o nos veríamos en un aprieto. Las llamas se extendían hacia la puerta, devorando en cuestión de segundos la vieja madera seca. Le di un puntapié a una tabla del fondo y me escurrí por el hueco. Al ver que Brian no me seguía, corrí calle arriba pidiendo ayuda a gritos. Vi que papá se dirigía andando a casa, de regreso del trabajo. Corrimos al cobertizo. Papá le dio puntapiés a la pared por todas partes, y arrancó a Brian del interior, tosiendo.

Creí que papá se iba a poner furioso, pero no fue así. Estaba más o menos tranquilo. Nos quedamos de pie en la calle viendo cómo las llamas devoraban la chabola. Papá nos tenía abrazados, uno a cada lado. Dijo que había sido una increíble coincidencia que hubiera pasado en aquel momento por allí. Luego señaló la parte superior del fuego, en donde las crepitantes llamas amarillas se disolvían en un calor brillante e invisible haciendo que el desierto visto detrás pareciera temblar, como un espejismo. Papá nos dijo que esa parte de la llama era conocida en física como el límite entre el caos y el orden.

—Es un lugar en el que no se aplica norma alguna, o al menos todavía no han averiguado a qué reglas obedece —explicó—. Hoy vosotros habéis estado demasiado cerca de él.

Ninguno de los hermanos teníamos una paga. Cuando queríamos dinero, andábamos por los márgenes de la carretera recogiendo latas de cerveza y botellas. Nos daban un par de céntimos por cada una. Brian y yo también reuníamos chatarra metálica que vendíamos al chatarrero por dos céntimos el kilo —seis si era cobre—. Después de cambiar las botellas o vender la chatarra, caminábamos al pueblo, a la tienda ubicada junto al Owl Club. Allí había tal variedad de deliciosas golosinas para elegir, que nos llevaba una hora decidir cómo gastar los diez céntimos ganados. Escogíamos una golosina, y entonces, cuando nos disponíamos a pagarla, cambiábamos de idea y seleccionábamos otra, hasta que el dueño de la tienda se enfadaba y nos decía que dejáramos de manosear las golosinas, que compráramos de una vez y nos marcháramos.

Las preferidas de Brian eran las SweeTart, y las lamía hasta que la lengua le quedaba tan áspera que le salía sangre. A mí me encantaba el chocolate, pero se acababa demasiado rápido, así que generalmente compraba Sugar Daddy, que duraban prácticamente medio día y siempre traían un poema gracioso impreso en letras rosadas en el palillo, como:
Para
que tus pies / no sean dormitones / usa calcetines chillones / vueltos del revés.

Al volver de la tienda de golosinas, a Brian y a mí nos gustaba espiar en la Linterna Verde: una enorme casa de color verde oscuro, pegada a la carretera, con un porche medio hundido. Mamá decía que era un lupanar, pero yo nunca vi ninguna lupa allí, sólo mujeres en traje de baño o con vestidos cortos, sentadas o recostadas en el porche, saludando con las manos a los coches que pasaban por delante. Había luces de Navidad en la puerta todo el año. Mamá decía que las ponían para que se supiera que era un lupanar. Algunos coches se detenían delante de la casa; de ellos descendían hombres que se escabullían en el interior. No podía darme cuenta de qué sucedía en la Linterna Verde, y mamá se negaba a hablar de ello. Sólo decía que allí sucedían cosas malas, lo que lo convertía en un lugar irresistiblemente misterioso para nosotros.

BOOK: El castillo de cristal
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