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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (4 page)

BOOK: El castillo de cristal
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Todas estas correrías y traslados eran transitorios, explicaba papá. Él tenía un plan. Iba a encontrar oro.

Todo el mundo decía que papá era un genio. Podía fabricar o arreglar cualquier cosa. Una vez que se averió el televisor de un vecino, papá le retiró la tapa trasera y utilizó un macarrón para aislar unos cables que se cruzaban. El vecino no salía de su asombro. Iba por todos lados contándoles a los vecinos que papá tenía un cerebro privilegiado. Era un experto en matemáticas, física y electricidad. Leía libros de cálculo y álgebra logarítmica y le encantaba lo que llamaba la poesía y la simetría de las matemáticas. Nos contaba las cualidades mágicas que tenían los números y cómo son la llave para abrir la puerta de los secretos del universo. Pero lo que más le interesaba era la energía: energía térmica, nuclear, solar y eólica. Decía que en el mundo había tantas fuentes de energía sin explotar que era ridículo estar quemando todo ese combustible fósil.

Además, papá siempre inventaba cosas. Uno de sus inventos más importantes era un complicado artilugio al que denominaba el Prospector, y nos serviría para encontrar oro. El Prospector tenía una gran superficie plana de un metro de alto por uno cincuenta de ancho, y se elevaba en un ángulo. La superficie estaba cubierta con listones de madera horizontales separados unos de otros por un espacio. El Prospector recogería tierra y piedras como una pala mecánica y las tamizaría a través del laberinto de listones de madera. Sería capaz de distinguir qué piedras eran de oro por el peso. Arrojaría el material sin valor y depositaría las pepitas en un montón aparte, de modo que cuando necesitáramos provisiones, lo que tendríamos que hacer sería ir y recoger una pepita. Al menos eso es lo que sería capaz de hacer aquel artefacto cuando papá terminara de construirlo.

Papá nos permitía a Brian y a mí ayudarle en su trabajo con el Prospector. Íbamos a la parte posterior de la casa y le sosteníamos los clavos mientras los clavaba. A veces me dejaba que diera los primeros golpes y luego él los hundía de un martillazo contundente. El aire se llenaba de serrín, de olor a madera recién cortada y del ruido de los martillazos y de los silbidos, porque papá siempre silbaba cuando trabajaba.

En mi mente papá era perfecto, aunque era cierto que pecaba de lo que mamá llamaba una pizca de alcoholismo. Por un lado, estaba lo que mamá llamaba «la fase de la cerveza». Todos sabíamos cómo actuar frente a ella. Papá conducía muy rápido, cantaba a gritos, dejando que los mechones de su cabello cayeran sobre su cara mientras la vida se volvía ligeramente aterradora, pero, aun así, llena de diversión. Cuando papá sacaba una botella de lo que mamá llamaba «el feo asunto», se ponía frenética, porque después de darle a la botella un buen rato, papá se convertía en un extraño de ojos furiosos tirando los muebles, amenazando con golpear a mamá o a cualquiera que se cruzara en su camino. Cuando se cansaba de soltar tacos, soltar alaridos y destrozar lo que pillara, se desplomaba exhausto. Pero papá sólo bebía licores fuertes cuando tenía dinero, lo que no sucedía a menudo, por lo que, en aquella época, la vida resultaba bastante buena.

Todas las noches, cuando Lori, Brian y yo nos íbamos a dormir, papá nos contaba cuentos. El protagonista siempre era él. Estábamos metidos en la cama o bajo las mantas enel desierto; estaba oscuro y sólo se veía el resplandor anaranjado de su cigarrillo. Cuando daba una calada profunda, el resplandor aumentaba lo justo para que pudiéramos verle el rostro.

—¡Cuéntanos un cuento de algo que te haya pasado, papá! —le rogábamos.

—Uhhhhh. Seguro que no queréis volver a oír otra historia mía —decía él.

—¡Sí que queremos! ¡Sí que queremos!

—Bueno, está bien —claudicaba él. Hacía una pausa y soltaba una risita por algún recuerdo que le venía a la mente—. Vuestro viejo ha hecho muchas cosas temerarias, pero hay una que resulta alocada hasta para un hijoputa chiflado como Rex Walls.

Y entonces nos contaba que en la época en que había estado en el Ejército del Aire, había hecho un aterrizaje de emergencia en un prado en el que pastaba el ganado, cierta vez que el motor de su avión se estropeó, salvando así su vida y la de la tripulación. O cómo, en otra ocasión, había luchado contra una jauría de perros salvajes que asediaban a un potro cojo. O cuando reparó la compuerta en la presa Hoover y salvó las vidas de miles de personas que se habrían ahogado si hubiera reventado. También estaba la vez que, de nuevo sirviendo en las fuerzas aéreas, se ausentó sin permiso para ir a tomar una cerveza y en el bar había pillado a un lunático planeando volar la base aérea, lo que venía a demostrar que hay ocasiones en que merece la pena saltarse las reglas.

Papá era un narrador lleno de dramatismo. Siempre comenzaba lentamente, haciendo muchísimas pausas.

—¡Continúa! ¿Qué sucedió luego? —le preguntábamos, incluso aunque ya hubiéramos oído la historia antes.

Mamá se reía como una tonta o le lanzaba una mirada sarcástica, y él le devolvía una mirada torva. Si alguien interrumpía su relato, se enfadaba muchísimo, y teníamos que rogarle que prosiguiera y prometerle que nadie volvería a hacerlo.

Papá siempre peleaba mejor, volaba más rápido y era más listo para apostar que cualquier otro que apareciera en sus relatos. De pasada, rescataba mujeres y niños, e incluso hombres que no eran tan fuertes y tan inteligentes. Nos enseñaba los secretos de sus hazañas heroicas: nos mostraba cómo sentarse a caballo de un perro salvaje y romperle el cuello y en qué parte de la garganta había que golpear a un hombre para matarle con un potente golpe dado sólo con un dedo. Pero nos aseguraba que mientras él estuviera cerca, no tendríamos necesidad de defendernos nosotros mismos, porque, como que se llamaba Rex Walls, cualquiera que se atreviera a ponerle un dedo encima a sus hijos recibiría tantos puntapiés en el culo que iba a poder deducirse el número que calzaba papá por las marcas en las nalgas.

Cuando papá no nos hablaba en sus relatos de las cosas asombrosas que ya había hecho, lo hacía de las cosas maravillosas que haría en el futuro. Como la construcción del Castillo de Cristal. Todas sus habilidades de ingeniería y matemáticas se materializarían en un proyecto especial: una enorme casa que construiría para nosotros en el desierto. Tendría el techo y las paredes de cristales gruesos e incluso una escalera también de cristal. El Castillo de Cristal estaría dotado de paneles solares en el tejado atrapando los rayos del sol y los convertirían en electricidad para hacer funcionar la calefacción, el aire acondicionado y todos los electrodomésticos. Tendría su propio sistema purificador de agua. Papá había resuelto las cuestiones arquitectónicas, diseñado los planos y había hecho casi todos los cálculos matemáticos. Llevaba consigo las copias de los planos del Castillo de Cristal adondequiera que fuésemos, y a veces las sacaba y nos dejaba trabajar en el diseño de nuestras habitaciones.

Todo lo que teníamos que hacer era encontrar oro, decía papá, y estábamos a punto de conseguirlo. Una vez que hubiera terminado el Prospector y nos hiciéramos ricos, empezaría a trabajar en nuestro Castillo de Cristal.

Aunque a papá le gustaba contar historias en las que él era el protagonista, no le arrancábamos ni una palabra sobre sus padres o el lugar en el que había nacido. Sabíamos que era de un pueblo llamado Welch, en Virginia Occidental, dedicado a la producción minera de carbón, y que su padre trabajó en el ferrocarril, escribiendo mensajes en pedazos de papel que sostenía en lo alto de un palo para los maquinistas de los trenes que pasaban. A papá esa vida no le interesaba, así que se fue de Welch a los diecisiete años para entrar en el Ejército del Aire y convertirse en piloto.

Uno de sus relatos favoritos, que nos contó unas cien veces, se refería a cómo conoció a mamá y se enamoró de ella. Papá estaba en las fuerzas aéreas y mamá en la USO (la sociedad benéfica que ofrece apoyo moral y distracción a los militares); cuando se conocieron, ella estaba de permiso visitando a sus padres en su rancho ganadero cerca del cañón de Fish Creek.

Papá estaba junto a algunos de sus colegas de aviación en lo alto del cañón, al borde de un barranco, tratando de armarse de valor para arrojarse al lago casi quince metros más abajo, justo cuando mamá llegó en coche con una amiga. Mamá llevaba un traje de baño blanco que realzaba su figura y su piel, bronceada por el sol de Arizona. Su cabello era castaño claro, en el verano se tornaba rubio, y nunca llevaba otro maquillaje que el lápiz de labios rojo intenso. Tenía el aspecto de una estrella de cine, decía siempre papá, pero demonios, él había conocido a montones de mujeres hermosas y ni una sola de ellas le hizo temblar las rodillas jamás. Mamá era distinta. Él vio de inmediato que era un espíritu libre. Se enamoró en el momento mismo en que posó sus ojos en ella.

Mamá se acercó a los hombres y les dijo que zambullirse desde allí no era nada del otro mundo, que ella lo hacía desde pequeña. Los hombres no la creyeron, así que se encaminó sin más preámbulos al borde del precipicio y se lanzó al agua con un salto perfecto.

Papá saltó tras ella. Por nada del mundo, decía, iba a permitir que se le escapase semejante pedazo de mujer.

—¿Qué clase de salto hiciste, papá? —le preguntaba yo cada vez que él relataba la historia.

—Un salto en paracaídas. Sin paracaídas —respondía él siempre.

Papá nadó siguiendo a mamá, y allí mismo, en el agua, le dijo que se casaría con ella. Ya se lo habían propuesto veintitrés hombres, le dijo mamá a papá, y ella los había rechazado a todos.

—¿Qué te hace pensar que voy aceptar tu proposición? —le preguntó.

—No te he hecho una proposición —aseguró papá—. Te he dicho que me voy a casar contigo.

Seis meses después, se casaron. Siempre pensé que era la historia más romántica oída jamás, pero a mamá no le gustaba. Ella no pensaba que fuera romántica en absoluto.

—Tuve que decir que sí —decía mamá—. Vuestro padre no iba a aceptar un no por respuesta. —Además, explicó, tenía que irse de casa de su madre, que no le permitía tomar la menor decisión por sí misma—. No imaginaba que vuestro padre sería aún peor.

Papá dejó el ejército después de casarse porque quería amasar una fortuna para su familia, y eso con los militares no era posible. A los pocos meses, mamá se quedó embarazada. Desde que nació y hasta los tres años, Lori fue muda y calva como un huevo. Entonces, repentinamente, le salió una cabellera llena de rizos, del color cobrizo de las monedas de un céntimo, y empezó a hablar sin parar. Pero era un farfulleo incomprensible, y todo el mundo pensaba que era una aturullada, menos mamá, que la entendía perfectamente y decía que la niña tenía un excelente vocabulario.

Un año después del nacimiento de Lori, mamá y papá tuvieron una segunda hija, Mary Charlene, de cabellos negros como el carbón y ojos oscuros color chocolate, igual que papá. Pero Mary Charlene murió una noche, a los nueve meses. Muerte súbita, siempre decía mamá, y me contaba que había encargado una segunda niña pelirroja para que Lori no se sintiera un bicho raro.

—¡Eras un bebé tan flaco! —solía decirme mamá—. El más alto, el más bonito que las enfermeras habían visto en su vida.

Brian llegó cuando yo tenía un año. Era un bebé azul, contaba mamá. Cuando nació, no podía respirar y lo primero que hizo al venir al mundo fue sufrir un ataque. Cada vez que mamá contaba la historia, tensaba los brazos, apretaba los dientes y abría los ojos como si se le fueran a salir de las órbitas para mostrarnos qué aspecto tenía Brian. Mamá decía que, al verle así, pensó: «Vaya, parece que éste también va a palmarla». Pero Brian sobrevivió. A lo largo de su primer año de vida siguieron dándole esos ataques, y luego un día, simplemente, desaparecieron. Se convirtió en un muchachito fuerte que nunca gritaba ni lloraba, ni siquiera la vez, que, accidentalmente, lo empuje de la litera y se rompió la nariz.

Mamá siempre decía que las personas se preocupaban demasiado por sus hijos. Sufrir cuando uno es joven es bueno, aseguraba. Le inmunizaba a uno el cuerpo y el alma, por eso ella nos ignoraba cuando llorábamos. Lo único que se consigue al mimar a los niños que lloran es animarlos a hacerlo, nos decía. Eso es refuerzo positivo del comportamiento negativo.

Mamá nunca pareció disgustada por la muerte de Mary Charlene.

—Dios sabe lo que hace —afirmaba—. Me dio unos niños perfectos, pero también me dio una que no era tan perfecta, así que dijo: «¡Uy, a ésta mejor me la llevo de vuelta!».

Sin embargo, papá no hablaba de Mary Charlene. Si su nombre salía a colación, su rostro se volvía sepulcral y salía de la habitación. Fue él quien encontró su cuerpo en la cuna, y mamá no podía creer hasta qué punto aquello le había afectado.

—Cuando la encontró, se quedó allí de pie, como si estuviera en estado de shock o algo así, y luego aulló como un animal herido —nos contó ella—. Nunca oí un sonido tan horroroso como ése.

Mamá decía que papá nunca volvió a ser el mismo después de la muerte de Mary Charlene. Empezó a oscurecérsele el ánimo, se quedaba hasta tarde por ahí, volvía borracho a casa y perdía los empleos. Un día, poco después de que naciera Brian, andábamos escasos de dinero, así que papá empeñó el anillo de boda de mamá, que tenía un gran diamante y lo había comprado su madre. Eso la disgustó enormemente. Desde entonces, cada vez que mamá y papá se peleaban, mamá sacaba a relucir lo del anillo, y papá le decía que dejara de una condenada vez de andar quejándose siempre por lo mismo, le traería un anillo aún más espléndido que el empeñado. Por eso tenía que encontrar oro. Para comprarle a mamá un nuevo anillo de boda. Para eso, y para que pudiéramos construir el Castillo de Cristal.

—Te gusta cambiar de sitio todo el tiempo? —me preguntó Lori.

—¡Por supuesto que sí! —contesté—. ¿A ti no?

—¡Claro!

Caía la tarde y estábamos aparcados delante de un bar en el desierto de Nevada. Se llamaba Bar None Bar. Yo tenía cuatro años y Lori siete. Íbamos de camino a Las Vegas. Papá decidió que sería más fácil, para decirlo con sus palabras, acumular el capital necesario para financiar el Prospector si dedicaba una breve temporada a visitar los casinos. Viajamos en coche durante horas, vio el Bar None Bar, se bajó de la Vagoneta Verde —el Ganso Azul había muerto, y ahora teníamos otro coche, uno familiar bautizado como la Vagoneta Verde— y nos anunció que iba a entrar a tomar una copa rápida. Mamá se puso un poco de lápiz de labios y fue con él, aunque lo más fuerte que bebía ella era té. Hacía horas que estaban allí adentro. El sol brillaba en lo alto del cielo y no había ni trazas de que fuera a soplar la menor brisa. Todo estaba inmóvil, salvo alguna que otra águila a un lado de la carretera, picoteando el cuerpo irreconocible de un animal. Brian leía un sobado cómic con las esquinas dobladas..

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