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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (26 page)

BOOK: El castillo de cristal
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Ambos miramos las dos puntadas oscuras y ligeramente torpes.

—Esto sí que es artesanía fina —afirmó papá—. Estoy orgullosísimo de ti, Cabra Montesa.

Cuando salí de casa la mañana siguiente, papá todavía estaba dormido. Cuando llegué a casa al atardecer, se había ido.

Papá adquirió la costumbre de desaparecer varios días seguidos. Cuando le preguntaba dónde había estado, sus explicaciones eran tan vagas o tan improbables que dejaba de preguntar. Cada vez que volvía a casa, solía traer una bolsa de comida en cada brazo. Nos zampábamos unos bocadillos de jamón picante con gruesas rodajas de cebolla mientras nos contaba los progresos de sus investigaciones sobre el Sindicato Unido de Mineros y sus últimos planes para hacer dinero. La gente siempre estaba ofreciéndole trabajos, explicaba, pero a él no le interesaba trabajar dependiendo de nadie, saludar con una reverencia y hacer la pelota, lamer culos y recibir órdenes.

—Nunca harás una fortuna trabajando para el jefe —declaraba.

Estaba concentrado en la forma de hacerse rico. Tal vez no hubiera oro en Virginia Occidental, pero había muchísimas otras maneras de hacer fortuna. Por ejemplo, trabajando en una tecnología para quemar el carbón de una manera más eficaz, de modo que hasta el carbón de menor calidad pudiera ser extraído y vendido. Había un gran mercado para ello, decía, y eso nos haría más ricos de lo que podríamos soñar.

Escuchaba los planes de papá y trataba de alentarle, con la esperanza de que aquellas afirmaciones fuesen verdad, pero con la seguridad de que no lo eran. El dinero entraba —y con él la comida— en contadas ocasiones en las que papá aterrizaba en un trabajo temporal o mamá recibía un talón de la compañía que explotaba los derechos de perforación de sus tierras en Texas. Mamá siempre era imprecisa y evasiva a la hora de explicar qué tamaño tenía esa tierra y dónde estaba exactamente, y se negaba a contemplar la posibilidad de venderla. Todo lo que sabíamos era que cada dos meses aparecía ese talón y teníamos un montón de comida durante días.

Cuando se conectaba la electricidad, comíamos montones de alubias. Una bolsa enorme de alubias pintas costaba menos de un dólar y nos alimentaba durante días. Estaban especialmente ricas si se les agregaba una cucharada de mayonesa. También tomábamos mucho arroz mezclado con caballa, que según mamá era una comida excelente para el cerebro. La caballa no era tan rica como el atún pero sabía mejor que la comida para gatos, que era lo que comíamos a veces, cuando las cosas se ponían verdaderamente difíciles. En ocasiones, hacía en la sartén un montón de palomitas para la cena. Tenían mucha fibra, señalaba ella, y nos hacía ponerle mucha sal porque el yodo impediría que enfermáramos de bocio.

—No quiero que mis hijos parezcan pelícanos —afirmaba.

Una vez, cuando llegaron unos ingresos extras enviados por la compañía petrolera, nos compró una lata entera de jamón. Lo estuvimos comiendo durante días, cortando gruesas lonchas para hacer sándwiches. Como no teníamos nevera, dejábamos el jamón en un estante de la cocina. Cuando ya llevaba una semana allí, fui a cortarme un trozo para la cena y me encontré con que estaba lleno de gusanos arrastrándose por él.

Ella estaba sentada en el sofá cama, comiéndose el pedazo que se había cortado.

—Mamá, ese jamón está lleno de gusanos —dije. —No seas tan remilgada —me soltó—. Simplemente, córtale las partes agusanadas. Lo de dentro está perfecto.

• • •

Brian y yo nos convertimos en expertos en buscar comida. Durante el verano y el otoño recolectábamos manzanas silvestres, moras y chirimoyas, y robábamos mazorcas de maíz de la granja del viejo Wilson. El maíz era duro —el viejo Wilson lo sembraba para alimentar a su ganado—, pero si uno lo masticaba lo suficiente, lograba tragárselo. Una vez atrapamos un mirlo herido arrojándole una manta encima, suponiendo que podríamos preparar un pastel de mirlo, como en la canción infantil. Pero no fuimos capaces de matar al pájaro, y de todas maneras parecía demasiado escuálido como para comérselo.

Oímos hablar de un plato llamado ensalada de
poke
[4]
, y dado que en la parte trasera de nuestra casa había una gran superficie cubierta de hierbas d
e poke,
Brian y yo decidimos probarlas. Si estaban aceptablemente buenas, tendríamos una nueva fuente de abastecimiento de comida. Primero tratamos de comérnoslas crudas, pero eran espantosamente amargas, así que las hervimos —cantando, llenos de expectación, la canción
La ensalada de poke de Annie
—, pero seguían teniendo un sabor agrio y eran demasiado fibrosas, y luego la lengua nos escoció durante varios días.

Un día, en busca de comida, trepamos por la ventana de una casa abandonada. Las habitaciones eran minúsculas y los suelos de tierra, pero en la cocina encontramos estantes llenos de comida enlatada.

—¡Un tesoro! —exclamó Brian.

—¡La hora del banquete! —dije yo.

Las latas estaban cubiertas de polvo y oxidadas, pero supusimos que la comida todavía estaba en buen estado, ya que los alimentos se enlataban precisamente para conservarlos. Le pasé una lata de tomates a Brian, que sacó su navaja. Cuando pinchó la lata, el contenido le explotó en la cara, cubriéndolo de un jugo marrón efervescente. Lo intentamos con algunas otras, pero también explotaron, y nos volvimos andando a casa sin haber comido nada, con las camisetas y los rostros manchados de tomate podrido.

• • •

Cuando empecé el sexto curso, los otros niños se reían de Brian y de mí por lo flacuchos que éramos. A mí me llamaban patas de araña, niña esqueleto, listón de cinco por diez, culo de hueso, mujer palo, espárrago y jirafa, y decían que podía permanecer seca bajo la lluvia quedándome de pie bajo un tendido de teléfono.

A la hora del almuerzo, cuando los otros niños sacaban de sus envoltorios los sándwiches o compraban comida caliente, Brian y yo cogíamos nuestros libros y leíamos. Brian le decía a todo el mundo que tenía que mantener la línea porque quería entrar en el equipo de lucha cuando fuera al instituto. Yo le decía a la gente que me había olvidado el almuerzo. Nadie me creía, así que empecé a esconderme en el baño durante la hora de comer. Me quedaba en uno de los compartimentos con la puerta cerrada y mis pies apoyados contra la puerta, para que nadie reconociera mis zapatos.

Cuando entraban las otras niñas y arrojaban en los cubos de basura sus bolsas de comida, iba a rescatarlas. No podía concebir como era posible que los niños tiraran aquella comida en perfecto estado: manzanas, huevos cocidos, paquetes de galletas de mantequilla de cacahuete, rodajas de pepinillos, envases de leche de un cuarto de litro, sándwiches de queso con sólo un mordisco, porque al niño no le gustaba el pimiento del queso. Yo regresaba al compartimento y me zampaba mis sabrosos hallazgos.

A veces había más comida en el cubo de desperdicios de la que podía comer. La primera vez que encontré comida de más —un sándwich de salchichón ahumado y queso— me lo metí en el bolsillo para llevármelo a casa y dárselo a Brian. Al volver al aula, empecé a preocuparme por la explicación que iba a darle de dónde lo había sacado. Estaba bastante segura de que él también hurgaba en la basura, pero nunca hablamos de ello.

Mientras estaba allí sentada intentando que se me ocurriera un modo de justificarlo, empecé a notar el aroma del salchichón. Parecía llenar toda la habitación. Me entró pánico de que los otros niños percibieran el olor también, se dieran la vuelta y vieran mi bolsillo abultado, y dado que todos sabían que nunca comía, llegaran a la conclusión de que lo había recogido de la basura. Tan pronto acabó la clase, corrí al servicio y volví a tirar el sándwich en el cubo de basura.

Maureen siempre tenía qué comer, todo lo que quería, ya que había hecho amigos en el barrio y aparecía en sus casas a la hora de la cena. No tenía ni idea de cómo se las arreglaban mamá y Lori. Mamá, por absurdo que pueda parecer, engordaba. Una noche, cuando papá no estaba, no teníamos nada para cenar y estábamos sentados en el salón tratando de no pensar en la comida. Mamá desapareció bajo la manta, en el sofá cama, y allí se quedó. En un momento dado, Brian fue a mirar.

—¿Estás masticando algo? —le preguntó.

—Me duelen las muelas —respondió mamá, pero con una expresión muy sospechosa en los ojos, paseando la vista por la habitación y evitando nuestras miradas —. Son mis encías. Estoy haciendo ejercicios con la mandíbula para aumentar la circulación.

Brian tiró de las mantas, destapándola. Sobre el colchón, junto a ella, había una de esas gigantescas barras de chocolate Hershey, de tamaño familiar, con el envoltorio de papel de plata brillante rasgado y arrugado. Ya se había comido la mitad.

Mamá se puso a llorar.

—No puedo evitarlo —sollozaba—. Soy adicta al azúcar, de la misma forma que vuestro padre es adicto al alcohol.

Nos dijo que tendríamos que perdonarla del mismo modo que siempre perdonábamos a papá por beber. Ninguno de nosotros dijo nada. Brian agarró el chocolate de un manotazo y lo dividió en cuatro trozos. Mientras mamá miraba, nosotros lo engullimos.

Ese año el invierno fue muy crudo. Inmediatamente después del día de Acción de Gracias, empezó la primera nevada, con copos gordos y húmedos del tamaño de las mariposas. Flotaban en el aire, cayendo perezosamente, pero luego vinieron unos copos más pequeños y secos, que continuaron cayendo durante días. Al principio me encantó el invierno en Welch. El manto de nieve ocultaba el hollín y el pueblo parecía limpio y acogedor. Nuestra casa casi terminó pareciéndose a las instaladas a lo largo de la calle Little Hobart.

Hacía tanto frío que las ramas más jóvenes y frágiles se quebraban con el aire helado, y rápidamente empecé a sentirlo. Todavía tenía mi delgado abrigo de lana sin botones. Sentía casi tanto frío dentro de casa como fuera; teníamos la estufa de carbón, pero no había carbón. Había cuarenta y dos vendedores de carbón que figuraban en la guía telefónica de Welch. Una tonelada de carbón, que alcanzaría para casi todo el invierno, costaba unos cincuenta dólares —incluido el envío— o incluso una cifra tan pequeña como treinta dólares para el carbón de más bajo poder calórico. Mamá decía que en nuestro presupuesto no había sitio para carbón. Tendríamos que inventarnos otras maneras de calentarnos.

Siempre caían trozos de carbón de los camiones cuando hacían los repartos, y Brian sugirió que el y yo saliéramos con un cubo a recoger un poco. Recorríamos a pie la calle Little Hobart, recolectando pedazos de carbón, cuando nuestros vecinos, los Noe, pasaron a bordo de su coche familiar. Las niñas de los Noe, Karen y Carol, estaban sentadas en el asiento de atrás, mirando por la ventanilla trasera.

—¡Estamos buscando piedras para nuestra colección! —grité.

Los pedazos encontrados eran tan pequeños que después de una hora sólo habíamos llenado medio cubo. Necesitábamos al menos un cubo entero para hacer que el fuego durase toda la noche. Así que aunque hacíamos expediciones para recoger carbón, la mayor parte del tiempo utilizábamos leña. No podíamos comprarla, por la misma razón que no podíamos comprar carbón, y papá no estaba disponible para recogerla y cortarla, lo que significaba que nos tocaba a nosotros juntar ramas caídas y troncos en el bosque.

Encontrar leña buena y seca era todo un desafío. Hacíamos caminatas por la ladera de la montaña, buscando trozos que no estuvieran empapados ni podridos, sacudiendo la nieve de las ramas. Pero la leña se terminaba espantosamente rápido, y además, mientras que el fuego del carbón da mucho calor, el de leña no calentaba demasiado. Nos apiñábamos alrededor de la estufa, envueltos en mantas, con las manos extendidas hacia el débil calor humeante. Mamá decía que deberíamos sentirnos agradecidos porque estábamos en mejor situación que los pioneros, que no tenían las comodidades modernas como cristales en las ventanas y estufas de hierro fundido.

Un día conseguimos hacer un buen fuego, pero incluso en esa ocasión el vaho de nuestro aliento era claramente visible, y había hielo a ambos lados de la ventana. Brian y yo decidimos hacer un fuego más grande todavía y salimos a buscar más leña. Cuando estábamos de vuelta, Brian se detuvo y miró nuestra casa.

—En nuestro tejado no hay nieve —observó. Tenía razón. Se había derretido por completo—. Todas las demás casas tienen nieve en el tejado. —También tenía razón en eso.

—Esta casa no tiene capa de aislamiento —le dijo Brian a mamá cuando volvimos a entrar—. Todo el calor se escapa por el tejado.

—Puede que no tengamos aislamiento —dijo mamá mientras nos juntábamos alrededor de la estufa—, pero nos tenemos los unos a los otros.

Hacía tanto frío en la casa que del techo de la cocina colgaban carámbanos de hielo, el agua del fregadero se convertía en un sólido bloque de hielo y los platos sucios estaban pegados como si los hubieran adherido con cemento. Incluso el cazo de agua que teníamos en el salón para lavarnos aparecía con una capa de hielo en la superficie. Andábamos por la casa con los abrigos puestos y envueltos en mantas. También nos íbamos a la cama con los abrigos puestos. En la habitación no había estufa, y no importaba la cantidad de mantas que pusiera sobre mí, todavía tenía frío. Por la noche yacía despierta, frotándome los pies con las manos, tratando de hacerlos entrar en calor.

Nos peleábamos por ver quién dormía con los perros
—Tinkle,
el terrier Jack Russell, y
Pippin,
un chucho de pelo rizado que encontramos un día vagabundeando por el bosque— porque nos mantenían calentitos. Por lo general, acababan encima de mamá, porque ella tenía el cuerpo más voluminoso, y ellos también tenían frío. Brian se compró una iguana en G. C. Murphy, la tienda de baratillo de la calle McDowell, porque le recordaba el desierto. Le puso de nombre
Iggy,
y la hacía dormir con él contra su pecho para darle calor, pero una noche murió congelada.

Dejábamos goteando el grifo que había bajo la casa, porque si no el agua se congelaba en la tubería. Cuando hacía frío de verdad, se congelaba de todos modos, y al levantarnos descubríamos un gran carámbano de hielo colgando del grifo. Tratábamos de derretir el hielo del tubo pasándole a lo largo un trozo de madera en llamas, pero estaba tan solidificado, tan congelado, que no había nada que hacer, salvo esperar a la próxima oleada de calor. Cuando el tubo se congelaba de ese modo, obteníamos el agua derritiendo nieve o carámbanos en el cazo de lata sobre la estufa.

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